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– No acabo de verlo como sede parlamentaria -dijo

Ellen Wylie mirando las manchas de humedad de las paredes y el yeso desconchado-. ¿No habría sido mejor demolerlo y hacerlo todo nuevo?

– Es un edificio protegido -añadió Gilfillan, pero ella se encogió de hombros y Rebus comprendió que su único propósito había sido distraer la atención del grupo centrada en Linford y Hogan. Gilfillan echó a andar de nuevo y siguió explayándose en la historia del lugar: los pozos que habían aparecido debajo de la cervecería y el matadero contiguo. Cuando el grupo comenzó a bajar la escalera, Bobby Hogan se quedó rezagado dando golpecitos con el dedo en el reloj y llevándose la mano a la boca en un gesto elocuente. Rebus inclinó la cabeza indicándole que aprobaba la idea: irían a echar un trago cuando acabaran allí. Jenny Ha's no estaba lejos, podían ir andando, o parar de vuelta a Saint Leonard en la Holyrood Tavern. Como si les leyera el pensamiento, Gilfillan comenzó a explicar la historia de la cervecería Younger's.

– En su día ocupaba más de cien metros cuadrados y de ella salía la cuarta parte de la cerveza que se consumía en Escocia. Tengan en cuenta que desde principios del siglo XII existía una abadía en Holyrood. Seguramente no bebían sólo agua de pozo.

Por una ventana del descansillo Rebus vio que había anochecido. Así es Escocia en invierno, es de noche cuando vas al trabajo y cuando sales de él. Bueno, habían hecho su excursioncita inútil y todos volverían a sus respectivas comisarías hasta la siguiente reunión. Era como un castigo planeado por su jefe, Granjero Watson, miembro a su vez de otro comité: Estrategias para la Acción Policial en Nueva Escocia, que todos denominaban EAP. Comités y más comités…, para Rebus era como si estuviesen edificando una torre de papel de reuniones policiales, generando suficientes informes y boletines como para llenar Queensberry House. Y cuanto más hablaban, más papeleo había y más se alejaban de la realidad en que se suponía que se movían. Queensberry House era para él algo irreal; la idea misma de un parlamento, el sueño de un dios loco: «Pero Edimburgo es el sueño de un dios loco/veleidoso y siniestro…». Había encontrado las palabras en el prólogo de un libro sobre la ciudad. Eran de un poema de Hugo MacDiarmit. El libro formaba parte de sus recientes lecturas para entender su tierra.

Se quitó el casco y se pasó la mano por el pelo cuestionándose la protección que podía procurar un plástico amarillo contra un proyectil caído desde una altura de varios pisos. Gilfillan le dijo que se lo pusiera otra vez hasta que volviesen a las oficinas.

– A usted no le traería problemas, pero a mí sí -comentó el arqueólogo.

Rebus se lo embutió de nuevo mientras Hogan emitía un chasquido de reproche con la lengua y le señalaba con el dedo. Habían llegado a la planta baja, a la zona que Rebus suponía que habría sido la recepción del antiguo hospital. No quedaba casi nada. Junto a la entrada había rollos de cable eléctrico para renovar la instalación de los despachos. Iban a cerrar el cruce de Holyrood con Saint Mary para facilitar el cableado subterráneo. A él, que pasaba mucho por allí, iba a fastidiarle el desvío. Últimamente no paraban las obras en las calles de Edimburgo.

– Bien -dijo Gilfillan abriendo los brazos-, eso es todo. Si tienen alguna pregunta procuraré contestarla.

Bobby Hogan tosió en medio del silencio. Rebus comprendió que era un signo disuasorio destinado a Linford. En cierta ocasión en que fue alguien de Londres para dar instrucciones al grupo sobre aspectos de seguridad en el Parlamento, Linford planteó tantas preguntas que el pobre hombre perdió el tren de regreso. Hogan lo sabía bien, pues fue quien le llevó a toda pastilla en su coche a la estación de Waverley y tuvo que quedarse a hacerle compañía toda la tarde hasta que tomó el expreso nocturno.

Linford consultó su bloc mientras seis pares de ojos se clavaban en él y diversos dedos se posaban sobre otros tantos relojes.

– Bien, en ese caso… -comenzó a decir Gilfillan.

– ¡Señor Gilfillan! ¿Está usted ahí? -la voz llegaba de abajo. El arqueólogo se acercó a una puerta y descendió un tramo de escalera.

– ¿Qué quiere, Marlene?

– Venga usted a ver esto.

Gilfillan se volvió hacia el reticente grupo.

– ¿Quieren bajar? -preguntó comenzando a descender.

Sin él no podían irse. O se quedaban allí en compañía de una bombilla pelada o bajaban al sótano. Derek Linford tomó la delantera.

Desembocaron en un corredor estrecho con habitaciones a ambos lados que parecían conducir a otras estancias. A Rebus le pareció atisbar un generador eléctrico en la penumbra. Al fondo se oían voces y se veían haces de linterna en movimiento. El pasillo terminaba en una sala iluminada por una lámpara de arco orientada hacia un gran muro cuya mitad inferior había estado recubierta con paneles de listones de madera machihembrados color crema, el mismo color institucional de las paredes. Estaba también levantado el entarimado y había que andar sobre el entramado de viguetas de madera bajo el cual se veía la tierra. La sala olía a humedad y a moho. Gilfillan y la arqueóloga llamada Marlene estaban en cuclillas delante del muro, examinando la mampostería de piedra que había bajo los listones, en la que se apreciaban dos amplios arcos de piedra tallada que a Rebus le parecieron bocas de túneles en miniatura. Gilfillan se dio la vuelta con cara de entusiasmo por primera vez en el día.

– Son dos chimeneas -dijo-. Aquí debió de estar la cocina -se incorporó y dio unos pasos atrás-. Elevarían el nivel del suelo y sólo ha aparecido la mitad superior. ¿En cuál de ellas asarían al criado…? -añadió vuelto a medias hacia el grupo.

Una de las chimeneas estaba abierta pero la otra estaba cubierta por dos trozos de plancha metálica medio oxidada.

– ¡Qué hallazgo tan fantástico! -comentó el arqueólogo sonriendo encantado a su ayudante, que le devolvió la sonrisa.

Era agradable ver a gente tan satisfecha por su trabajo, desenterrando el pasado, descubriendo secretos, y Rebus pensó que no se diferenciaban mucho de los policías.

– ¿No podríamos hacernos algo ahí para comer? -dijo Bobby Hogan, provocando una carcajada en Ellen Wylie.

Pero Gilfillan, sin hacer caso de los comentarios, se acercó a la chimenea, introdujo los dedos en el hueco entre la mampostería y el metal. La chapa cedía sin dificultad; Marlene le ayudó a despegarla y la depositaron cuidadosamente en tierra.

– ¿Cuándo la taparían? -inquirió Grant Hood. Hogan dio unos golpéenos con los dedos en la plancha metálica.

– No es precisamente prehistórica -comentó.

Gilfillan y su ayudante acababan de quitar la segunda chapa y todos miraron hacia el hueco. El arqueólogo enfocó con la linterna a pesar de que la luz de la lámpara de arco lo alumbraba bien.

No había confusión posible: lo que vieron era un cadáver momificado.

2

Siobhan Clarke tiró del dobladillo de su vestido negro. Dos hombres que hacían el circuito de la pista de baile se detuvieron a observarla. Ella les fulminó con la mirada pero ellos reanudaron su conversación con la mano libre a guisa de bocina para hacerse oír bien. A continuación, asintieron con la cabeza, dieron un trago a sus respectivas jarras de cerveza y siguieron la ronda, revisando los otros reservados. Clarke se volvió hacia su compañera, que negó con la cabeza para indicarle que no conocía a aquellos hombres. Ocupaban una mesa en un compartimento semicircular, en torno a la cual se apiñaban catorce personas: ocho mujeres y seis hombres, algunos con traje y otros con cazadora vaquera y camisa formal. En la puerta de la calle un letrero rezaba: no se permite la entrada en vaqueros ni zapatillas deportivas, pero era una regla no aplicada a rajatabla. El club estaba a rebosar, circunstancia que podía constituir un riesgo en caso de incendio, pensó Clarke. Se volvió hacia su compañera.