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– No me pasará nada -la tranquilizó Cailin.

Ésta ya había decidido lo que haría. Si no podía impedir que Ragnar llevara a cabo su lasciva intención, debía matarle.

Los senos empezaban a dolerle e hizo una mueca de irritación. La leche empezaba a rezumar por los pezones y a mancharle la túnica. Royse había mamado por última vez a primera hora de la mañana. Nellwyn habría encontrado una ama de cría para él en Braleah, y Cailin sabía que tendría que hacer algo para deshacerse de su leche.

Cailin cogió pan y un trozo de queso. Los criados habrían colocado varios jarros de agua en la buhardilla, como era habitual. Al entrar en la casa, Cailin observó que Ragnar no se hallaba allí. Conteniendo una risita subió a la buhardilla, recogió la escalera y aseguró la trampilla. No había ninguna otra escalera que llevara hasta allí. Estaría a salvo durante un tiempo. Se quitó la túnica y suspiró al ver su empapada camisa. También se la quitó y exprimió la leche de sus hinchados senos en un recipiente. Inmediatamente se sintió mejor; luego se lavó y se puso ropa limpia.

Empezó a oír ruido de actividad en el piso de abajo. Había dado órdenes a sus criados de que sirvieran la comida de la noche como de costumbre, y que no negaran a los intrusos nada relativo a comida y bebida. Tenían que mantener a Ragnar y sus hombres lo más satisfechos posible hasta que Wulf regresara. Cailin no tenía duda de que su esposo llegaría, y entonces recuperaría Caddawic. Nadie iba a robarle sus tierras. Ella había nacido allí, como antes lo habían hecho diez generaciones de su familia. Y sus hijos seguirían viviendo allí. ¡Nadie volvería a arrebatarle lo que era suyo! Ni Ragnar Lanza Potente ni Antonia Porcio. ¡Nadie!

– ¿Señora? ¿Estás en la buhardilla? -oyó preguntar a Ragnar. -Me gustaría que te reunieras conmigo a la mesa. Baja.

– Me encuentro mal -respondió Cailin. -La excitación del día ha sido demasiado para mí. Debo descansar. Hace poco que di a luz y todavía estoy muy débil.

– Te sentirás mejor si comes. Eso te ayudará a recuperar las fuerzas. Baja, mi querida zorrita. Te daré trocitos de carne de mi propio plato y vino dulce para calmar tu inquietud -le dijo con tono dulce.

Cailin reprimió la risa.

– No lo creo, Ragnar. Estoy mejor sola -respondió, y a continuación efectuó una serie de ruidos bastante convincentes para dar la impresión de que tenía arcadas y estaba a punto de vomitar. -Ooohhh… -gimió.

– Quizá tengas razón y estés mejor sola -coincidió él, nervioso, y ella le oyó apartarse de la trampilla. -Te veré mañana.

Nada desviaba más de sus intenciones a un hombre lujurioso que una mujer a punto de descargar el contenido de su estómago en su regazo, pensó Cailin con una sonrisa de malicia. Cogió un trozo de pan y cortó un poco de queso. Luego se lavó con agua fría y se sentó a tejer.

Cuando la luz hubo desaparecido del cielo y ya no veía lo que hacía, permaneció sentada en silencio escuchando los ruidos del piso de abajo. Los hombres se estaban emborrachando. Lo sabía por la hilaridad, las exclamaciones y los cantos que se oían. De vez en cuando oía romperse algún objeto, y se enfadaba. En aquellos tiempos resultaba difícil obtener buenas piezas de vajilla. Sin embargo, al cabo de un rato el alboroto disminuyó y por fin la casa quedó en silencio.

Satisfecha de que los intrusos durmieran la borrachera, Cailin se levantó y se desperezó. Estaba agotada a causa de la tensión del día. Con las últimas fuerzas que le quedaban, empujó dos baúles hasta la trampilla para sentirse más protegida. Las ventanas eran demasiado estrechas para que alguien entrara por ellas. Se preguntó qué había sucedido con Aelfa. Aquella zorra había sido la única mujer a la vista aquella noche. Cailin se quitó la túnica y se acostó en su espacio para dormir. ¿Cuánto tardaría Wulf en regresar?, se preguntó, y luego cayó en un sueño inquieto.

Se despertó automáticamente, como siempre, y se acercó a la ventana para mirar fuera. El cielo ya empezaba a iluminarse y vio humo procedente de la panadería. Volvía a tener los senos llenos y de nuevo exprimió su leche. Se pasó agua por la cara, orinó y se vistió rápidamente. Apartó los baúles, abrió la trampilla y colocó la escalera para descender.

Observó a Ragnar y sus hombres yacer esparcidos por el suelo en un profundo sueño inducido por el alcohol. No había ni rastro de Aelfa, pero aquella zorra ya no le preocupaba. La casa era un revoltijo de bancos y mesas volcados, vajilla rota y vómitos. Cailin frunció la nariz con repugnancia. Habría que cambiar las esteras de inmediato. La puerta de la casa no estaba atrancada y salió al patio. Aunque las puertas del muro estaban cerradas, no vio a nadie de guardia.

Se dirigió a las cocinas, entró y preguntó al panadero:

– ¿Dónde están los hombres? En el patio no hay nadie.

– No lo sé, señora -respondió nervioso. -No he salido de aquí desde que llegaron los intrusos. Aquí me siento más seguro.

– Sí-coincidió Cailin, -así es. No temas, Wulf regresará pronto y echará a esos hombres de Caddawic.

Cailin salió de las cocinas y se dirigió a toda prisa al granero.

– Salid -indicó a las criadas. -Los invasores yacen borrachos en la casa. Ahora no hay peligro.

Las mujeres salieron del sótano y se quedaron ante su ama. Ellas las examinó con atención. Dos eran jóvenes y muy bonitas. Todavía se hallaban en peligro, pero las otras, viejas y más feas, no lo estarían a menos que los hombres estuvieran muy borrachos y excitados. Envió a las dos doncellas más bonitas a las cocinas.

– Decidle al panadero que os quedaréis con él. Allí estaréis a salvo. Si algún hombre de Ragnar entra, mantened la cabeza gacha y los ojos bajos, y si tenéis que mirar de frente, haced alguna mueca para parecer feas. Puede ser vuestra única protección. Ahora marchad. El patio está vacío y no hay peligro. Al parecer nuestros hombres han desaparecido.

Las dos muchachas se alejaron corriendo y Cailin instruyó a las restantes mujeres:

– Realizad vuestras tareas con normalidad. Si Wulf no viene hoy, esta noche tendréis que volver a esconderos aquí. Yo no podré venir a buscaros cuando sea el momento oportuno. Tendréis que espabilaros. Es todo lo que puedo hacer para manteneros lejos de las garras de Ragnar.

Los intrusos por fin despertaron y salieron de la casa tambaleándose para hacer sus necesidades. Cailin y sus mujeres barrieron la casa para eliminar los restos de porquería y vómitos. Colocaron esteras nuevas, mezcladas con hierbas aromáticas. Sirvieron la comida de la mañana, pero pocos la comieron antes de que les fuera retirada.

Ragnar se sentó a la mesa con una gran copa de vino en la mano.

– ¿Dónde están tus hombres? -preguntó a Cailin.

– No lo sé. Creí que tú les habías encerrado en alguna parte. Si conocían la manera de escapar, estoy enfadada por no haberme llevado con ellos -concluyó, y su tono irritado le convenció más que sus palabras de que decía la verdad.

Ragnar asintió.

– Muy bien. Veo que tus mujeres han vuelto. -Las envié a pasar la noche a un lugar seguro -respondió Cailin con aspereza. -No quiero que nadie viole a las mujeres que están a mi cargo. ¿Dónde está Aelfa? No la he visto en toda la mañana.

– Va a casarse con Haraldo en Lug. Probablemente están en algún lugar desfogándose. Aelfa es una muchacha muy apasionada.

– Tiene la moral de un pájaro -observó Cailin.

– Sí, así es -coincidió Ragnar con una risotada. -He advertido a Haraldo que será mala esposa para él, pero está decidido a poseerla, ¿y qué puedo hacer yo? Mi hermano ha dado su permiso para que se casen.

El resto del día transcurrió más lentamente que nunca. Cuando empezó a ponerse el sol. Cailin vio con satisfacción que las mujeres habían vuelto a desaparecer. Y ella se apresuró a subir a la buhardilla antes de que Ragnar pudiera encontrarla. Tenía los senos a punto de explotar y la leche ya empezaba a empaparle la ropa. Recogió la escalerilla, cerró y puso los clavos en la trampilla. Arrastró los baúles como la noche anterior y suspiró, aliviada. Se desvistió, cogió la palangana y exprimió la leche que tanto dolor le provocaba. ¿Dónde estaba Wulf? Si no llegaba pronto su leche acabaría por secarse. Entonces tendría que entregar su precioso Royse a otra mujer para que lo amamantara.