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Era lo más cerca que Jake había estado nunca de una declaración de amor. A Caley se le encogió dolorosamente el corazón. Cuando era joven, intentaba sacar un significado más profundo a todas las cosas que él le decía. Pero ahora no había duda. El único problema era que no estaba segura de lo que podía hacer ella al respecto.

– Tengo un saco de dormir en el coche -dijo él-. Podríamos ponerlo frente a la chimenea. Es casi tan cómodo como una cama.

– Magnífico -dijo ella, y respiró hondo cuando él salió de la cocina-. Yo tampoco voy a poder dejarte marchar -murmuró para sí misma.

Jake estaba de pie en la puerta del salón, mirando a Caley. Ella estaba sentada frente a la chimenea, con el cuerpo desnudo envuelto en el saco de dormir. Habían hecho el amor dos veces delante del fuego, la primera con una pasión frenética, y la segunda con mucha más dulzura y sensualidad.

Tenían el día para ellos solos, ahora que la boda estaba en suspenso. Jake se había sentido tan mal por el dedo lastimado de Caley que le había llevado el álbum de fotos y algunas cartas del baúl. A pesar de la química sexual que ardía entre ellos, aquella tarde habían compartido una conexión más emocional que física. Cada vez que la miraba, Jake se daba cuenta de lo especial que era. Lista, divertida, sensual… Tiempo atrás le había robado una parte de su corazón, y no estaba seguro de querer recuperarla. Con Caley era feliz.

– ¿Estás cómoda? -le preguntó.

Ella se giró y le sonrió, con sus hermosos rasgos iluminados por las llamas.

– Mucho. Ven y échale un vistazo a esto. He encontrado una foto de la cocina de verano.

Jake se acercó a ella y tomó la foto.

– Mira esos fogones. No me extraña que tuvieran que hacer la cocina en un edificio aparte. Una chispa y todo hubiera ardido hasta los cimientos -levantó la vista hacia el techo-. Debería instalar un sistema de aspersores por si acaso. No quiero que esta casa se queme antes de que pueda acabarla.

– Deberías enviar estas cosas a la familia -dijo ella.

– No creo que la antigua dueña supiera que se dejaba algo en el desván. Haré un inventario y veré lo que quiere recuperar.

– ¿Cuál es su nombre? ¿Arlene?

– Sí.

– He estado leyendo estas cartas. Son de un chico al que ella conoció en un baile de verano. Tuvieron una relación amorosa. Él era del pueblo y ella vivía en Chicago. Parece que se estuvieron escribiendo durante años -frunció el ceño-. Las últimas son de cuando él estuvo en la guerra. ¿Quedan más cartas en el baúl?

– Puedo ir a mirar.

– ¿Crees que murió?

– No -dijo Jake-. Seguramente haya más cartas en el baúl. Voy por ellas.

Volvió al dormitorio, contento de tener a Caley en casa. Se imaginaba a ambos pasando los veranos juntos. Todo sería mucho más interesante si ella formara parte de su vida. Se despertarían y dormirían juntos, y durante el día nadarían en el lago, prepararían la comida y harían el amor a la luz de la luna.

Rebuscó entre los papeles y encontró otro fajo de cartas, mucho más pequeño que los anteriores y atado con una cinta negra. Se lo llevó a Caley y se sentó a su lado.

– ¿Lo ves? Había más cartas.

Ella miró el paquetito y desató lentamente el nudo. Leyó la primera de las cartas y sacudió la cabeza.

– No -miró a Jake y él vio lágrimas en sus ojos-. Es de la madre del chico. Murió en Francia en 1944 -hojeó el resto de las cartas-. Todas son de su madre.

Jake la abrazó por los hombros.

– Tranquila. ¿Por qué lloras?

– No lo sé. Es muy triste. Estaban enamorados y perdieron su oportunidad para estar juntos.

Él la besó en la cabeza, incapaz de consolarla.

– Supongo que hay que apreciar el momento presente -murmuró.

Caley asintió y se frotó los ojos con el extremo del saco de dormir.

– Yo lo aprecio -dijo, mirándolo fijamente-. Lo aprecio de verdad.

Jake sonrió y le dio un beso en los labios.

– ¿Qué te parece si nos vestimos y te llevo al hotel para que puedas darte un baño caliente? Podemos pedir una pizza y pasarnos la noche viendo películas.

Caley guardó la carta en el sobre y volvió a atar la cinta. Él la hizo ponerse en pie y la ayudó a vestirse, secándole las lágrimas que seguían asomando a sus ojos.

Sabía que no ya no estaba llorando por las cartas. Pero no podía imaginarse el motivo. ¿Se había percatado Caley de que no les quedaba mucho tiempo por estar juntos? ¿Lamentaba tener que marcharse? ¿O habría algo más?

– Deberías ver cómo están Sam y Emma antes de que nos vayamos.

– Estarán bien -dijo Jake, tendiéndole el abrigo.

Ella se lo puso y miró a su alrededor.

– Me gusta este sitio, Jake. No importa cuánto pagaras por él, o cuánto te costará reformarlo. Ha merecido la pena.

Siguió a Jake en su coche hasta el pueblo y aparcaron en un pequeño restaurante italiano junto a la oficina de correos. Jake sobrevivía a base de pizzas cuando visitaba North Lake en invierno.

Mientras examinaban el menú, Jake miró a la camarera que estaba al fondo del local. Ella le sonrió y él la saludó con la mano.

– Hola, Jasmine -murmuró cuando ella se acercó.

– Jake -dijo ella con una radiante sonrisa-. Has vuelto al pueblo.

– Mi hermano va a casarse -explicó él, girándose hacia Caley-. Ésta es Caley Lambert. Mi hermano va casarse con su hermana, Emma. Ella es la dama de honor.

Jasmine asintió.

– Mucho gusto -dijo, dedicándole toda su atención a Jake-. ¿Por qué no me has llamado? Aún tengo tu chaqueta en mi casa. Y ese sacacorchos tan original. Deberías venir a recogerlos… con una botella de vino.

Jake había decidido renunciar a la chaqueta y el sacacorchos con tal de no tener que volver a Jasmine nunca más. Era una de las mujeres que resultaban formidables para una primera cita, pero que se iban haciendo más y más exigentes en los encuentros sucesivos. Jake había estado viéndola durante tres meses, y había decidido acabar con todo en cuanto ella empezó a hablar de niños y matrimonio.

Por desgracia, para Jasmine no había acabado del todo.

– ¿Qué quieres en la pizza? -le preguntó a Caley.

– Todo. Menos carne.

– Entonces no es todo.

– Todas las verduras.

– ¿Las aceitunas son verduras? ¿Y anchoas?

– Nada de anchoas… eso es pescado. Aceitunas verdes y negras, pimientos verdes y asados, champiñones y espinacas.

Jake arrugó la nariz y le repitió la lista a Jasmine.

– Y otra pizza con champiñones y pepperoni.

– ¿Para tomar aquí? -preguntó Jasmine.

– ¿Puedes hacer que nos las envíen?

La sonrisa de Jasmine se esfumó.

– Claro. ¿Adónde?

– Al Northlake Inn. Habitación 312 -dijo Jake. Sacó su cartera y pagó la cuenta, añadiendo una generosa propina. Al dirigirse hacia la salida pudo sentir los ojos de Jasmine fijos en ellos. Pero no le importaba. Ahora estaba con Caley.

– Así que salisteis juntos…

– El verano pasado. Y también durante el otoño. Pero ella vive aquí y yo en Chicago, así que no nos veíamos mucho.

– Es muy guapa -dijo Caley.

– Prefiero verte a ti -respondió él con una sonrisa.

– Pero yo no vivo aquí.

– Puede que tengamos que encontrar una solución a eso -sugirió Jake. Sabía que se estaba arriesgando, pero era hora de que Caley supiera en qué punto se encontraban. Su atracción por ella era demasiado fuerte y tenía que saber si ella sentía lo mismo.

– Jake, los dos sabemos cómo acabará. Mi trabajo está en Nueva York y hay mucha gente que depende de mí. No puedo trasladarme aquí. Si lo hiciera, perdería todo lo que me ha costado tanto conseguir.

– Lo sé -dijo él, asintiendo. Bajó la mirada a la mano de Caley, tan pequeña y delicada comparada con la suya.