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Ahora lo sabía. Desde el principio, había sospechado que Caley elegiría seguir viviendo en Nueva York. Pero en los últimos días había empezado a imaginarse un futuro en común. ¿Por qué tenía que ser ella la que se mudara? Él podía trabajar en Nueva York igual que en Chicago.

Pero no se atrevería a sugerirlo hasta que supiera con certeza qué futuro los aguardaba.

– ¿Por qué no vuelves al hotel, mientras yo voy a por vino y cerveza? Nos veremos allí.

Mientras la veía alejarse, sintió cómo crecía la distancia entre ellos… física y emocionalmente. Caley había empezado a retirarse, como si se estuviera preparando para la despedida. Siempre lo hacía cuando se sentía dolida o temerosa de sus sentimientos hacia él. En esos casos, siempre había optado por la defensa en lugar del ataque, alejándose de él antes que admitir que sentía algo más.

Pero esa vez, Jake vio su retirada como una buena señal. Caley estaba luchando contra sus propios sentimientos, y eso significaba que sentía algo. No era mucho para seguir adelante, pero sí lo suficiente.

Caley masticaba un trozo de pizza mientras cambiaba de un canal a otro. Se detuvo en una reposición de Star Trek y frunció el ceño. No veía mucha televisión y no podía creer que aún emitieran una serie con más de quince años.

– ¿Recuerdas cómo me obligabas a ver esta serie? La odiaba.

– Te encantaba esta serie -replicó Jake, abriendo una lata de cerveza.

– Te equivocas. No me enteraba de nada. Y el capitán Picard es un calvo pelón.

– Entonces, ¿por qué venías a verla conmigo todos los días?

Caley agarró un trozo de champiñón y se lo arrojó.

– ¿Tú qué crees? Porque tenía la esperanza de que algún día te abalanzaras sobre mí para besarme -tomó otro bocado de pizza-. Tenía una imaginación desbocada.

– ¿Nos imaginaste juntos alguna vez? -le preguntó Jake.

– Siempre.

– No. Quiero decir juntos para siempre.

Caley llevaba toda la tarde sintiendo la tensión de Jake. Era obvio que quería hacerle algunas preguntas embarazosas, pero ella había intentado mantener una conversación relajada y distendida. En el fondo, se sentía tan confusa como el día de su llegada. Pero la confusión actual obedecía a otros factores.

En los últimos días, se había dado cuenta de que Jeff Winslow tenía razón. Vivir en un pueblo pequeño tenía su encanto. En ningún momento había echado de menos el estrés laboral. Los ataques de pánico habían desaparecido y finalmente podía dormir sin despertarse en mitad de la noche empapada de sudor, preguntándose qué había olvidado hacer en el trabajo. Sólo se acordaba de sus agobios cuando sonaba su teléfono móvil. Respondía a la serenata de Mozart como el perro de Pavlov. Lo había vuelto a configurar para ver si una nueva melodía la afectaba menos, pero no servía de nada. En cuanto veía el número de la oficina en el identificador de llamada volvían a invadirla los nervios y los mareos.

Había sido muy feliz con Jake y no quería que se acabara, pero sabía que no había ningún futuro para ellos. Vivían en ciudades distintas, separados por más de mil kilómetros. Parecía una distancia muy larga, aunque sólo eran unas pocas horas en avión. Ella iba a Los Angeles al menos una vez al mes, y no le suponía el menor esfuerzo.

En realidad, si quisiera ver a Jake, podría llamarlo al mediodía y estar en Chicago para la hora de la cena. Era una posibilidad al alcance de la mano, y Caley pensaba cada vez más en lo que podría ser en vez de lo que podría haber sido.

– Debería ir a ver a Sam y Emma -dijo Jake-. ¿Quieres quedarte aquí o venir conmigo?

– Voy contigo. Quiero ver cómo está Emma. Me siento un poco culpable por haberla dejado allí sola. Está con Sam, de acuerdo, pero debe de estar muy furiosa.

Dejó la caja de la pizza en la mesa junto a la ventana y se volvió hacia Jake, que estaba tendido en la cama, descalzo y desnudo de cintura para arriba. Parecía sentirse muy cómodo, como si siempre hubieran estado juntos y aquélla fuese una noche cualquiera.

– ¿Qué? -preguntó él, mirándola.

– Nada -se puso el jersey sobre la cabeza y volvió a mirarlo. Entonces atravesó lentamente la habitación y le pasó la mano por el pelo-. Me gusta estar así contigo. No todo tiene que ser sexo y pasión… aunque eso también me gusta.

– ¿Quieres sexo y pasión? -le preguntó él-. Por mí estupendo…

– No. Quiero decir, me encanta cuando estamos… ya sabes.

– Sí, lo sé.

– Pero esto también es muy agradable. Nunca había estado así con un hombre. Podemos estar juntos sin presión alguna.

– Ahora empiezas a hacerme sentir mal -bromeó Jake-. No quiero ser aburrido…

– No lo eres.

Jake se levantó y se puso la camisa.

– Tienes razón. No lo soy. Y voy a demostrártelo en seguida. Vamos a salir.

– No vamos a tener sexo en un lugar público -le advirtió Caley.

– No, eso lo reservaremos para más tarde. Vamos a buscar un poco de diversión rural.

Cinco minutos después, se dirigían hacia el coche de Jake. La temperatura había descendido bastante y Caley se echó la capucha sobre la cabeza. Jake subió al máximo la calefacción del vehículo y tomaron Lake Street en dirección al embarcadero.

– ¿Vamos a ver las carreras submarinas? -preguntó ella.

– No. Vamos a conducir sobre el hielo.

Caley sintió una punzada de pánico.

– ¿En este coche? ¡Oh, no!

– No te preocupes. La capa de hielo es muy gruesa en esta época del año. Sólo tendremos que tener cuidado con los agujeros para la pesca en el hielo.

Soltó un grito de horror cuando los neumáticos del todoterreno tocaron la superficie del lago, temiendo que la capa de hielo se resquebrajara bajo su peso.

– ¿Estás seguro de que estamos a salvo?

Jake se volvió hacia ella.

– Nunca haría nada que te pusiera en peligro -no era la primera vez que le decía algo así, pero Caley nunca se había dado cuenta de lo profundo que podía ser su significado-. Bueno. Ya te enseñé a conducir, y ahora voy a enseñarte a derrapar, como manda la tradición. Todos los conductores del instituto tienen que saber hacerlo. Primero, quita la tracción a las cuatro ruedas. Segundo, asegúrate de que tu cinturón está abrochado. Tercero, no gires el volante cuando el coche esté derrapando. ¿Entendido?

– No quiero hacer esto -dijo ella.

– Será divertido -le aseguró Jake. Pisó el acelerador y el coche salió disparado. Un momento después, giró bruscamente y empezaron a dar vueltas sobre el hielo. Caley chilló, aferrándose a la palanca de la puerta. Al principio tenía miedo de que fueran a hundirse en el agua, pero poco a poco descubrió que el miedo era muy estimulante.

Cuando Jake detuvo finalmente el coche en medio del lago, ella estaba sin aliento y con el corazón desbocado.

– Ha sido increíble. Casi mejor que el sexo.

Jake puso la palanca de cambio en punto muerto y se abalanzó sobre Caley, presionándola contra la puerta.

– Podríamos hacer una comparación ahora mismo… Un pequeño experimento.

– ¿Quieres hacerlo en un lago helado?

Jake asintió.

– Quiero seducirte en todos los lugares posibles. De esa manera, no podrás olvidarme cuando vuelvas a casa.

Lo dijo en tono jocoso, pero la nota de humor no alcanzó sus ojos. Caley levantó la mano y le tocó la mejilla con la palma.

– Nunca podré olvidar esto -susurró.

Lo besó suavemente en los labios, y un momento después estaban devorándose con pasión desatada. Caley sentía toda la fuerza del deseo, pero también una amarga resignación al saber que, de ahora en adelante, cada momento contaba como si fuese el último.

Mientras empezaban a desnudarse, se preguntó cómo había podido vivir sin aquella pasión. El sexo nunca había sido una parte muy importante de su vida, pero ahora que lo había vivido con Jake, no podía imaginarse renunciando a ello. ¿Podría pasar una semana sin tocarlo, sin besarlo, sin sentirlo en su interior?