La anónima muchacha había muerto de amor frustrado, susurraba, pero Fawn se preguntó si no sería más bien de rabia frustrada. Admitió para sí que había albergado sentimientos parecidos tras aquella horrible conversación con Sunny el Estúpido, pero no era que quisiera morir, era que quería hacerle sentir tan mal como la había hecho sentirse a ella. Y había sido bastante descorazonador darse cuenta de que no estaría viva para disfrutar de su venganza, y más descorazonador aún sospechar que a él se le pasaría la culpa bien pronto. Mucho antes de que a ella se le pasara lo de estar muerta, en todo caso. Y esa noche no hizo nada, después de todo, y al día siguiente se le ocurrieron otras ideas. De modo que quizá la auténtica lección era Espera a la mañana, después del desayuno.
Se preguntó si la chica ahorcada también estaría embarazada. Luego se preguntó de nuevo cómo el hombre alto lo había sabido, al parecer sólo mirándola con aquellos ojos de oro reluciente que a veces eran fríos como el metal y otras veces cálidos como el verano. Hechiceros, ja. Dag no parecía un hechicero. (¿Y qué aspecto tenía un hechicero, de todos modos?). Parecía un cazador muy cansado que había pasado demasiado tiempo lejos de casa. Cazando cosas que le daban caza a él.
Una niña. Quizá él sólo lo había supuesto. Una probabilidad del cincuenta por ciento no era nada mala, para aparentar tener razón más tarde. Aun así era una idea que le daba ánimos. Conocía a las niñas. Un niño, por muy inocente que fuera, le hubiera recordado demasiado a Sunny. No había previsto ser madre tan pronto, pero si tenía que serlo, iba a intentar ser una buena madre. Se frotó el vientre con gesto ausente. No te traicionaré. Una atrevida promesa. ¿Cómo iba a proteger a un niño cuando no podía ni salvarse a sí misma? Y también, a partir de ahora, tendré más cuidado. Cualquiera podía cometer un error. El truco estaba en no cometer el mismo error dos veces.
Al final se quedó sin tela que coser, paciencia para pensar, ni voluntad de quedarse despierta. Las magulladuras de la cara le latían. Llevó los jergones reparados dentro y apiló cuatro de ellos en una esquina de la cocina, porque la habitación de al lado era aún un desastre y no tenía la energía necesaria para acometer su limpieza. Se dejó caer agradecida sobre la pila de jergones. Tuvo apenas tiempo de percibir su olor mohoso, y pensar que necesitaban airearse, cuando sus ojos se cerraron.
Fawn despertó al oír ruido de pisadas en el porche de madera. ¿Ya volvía Dag? Todavía había luz. ¿Cuánto tiempo había dormido? Soñolienta, se incorporó, ansiosa por mostrarle los tesoros escondidos en el sótano y por escuchar lo que había encontrado él. Sólo entonces se dio cuenta de que había demasiadas pisadas fuera.
Si estuviera en el sótano no la habrían visto. Hubiera podido arrojar un par de jergones allí abajo. Tuvo apenas tiempo de pensar ¿De qué sirve no cometer dos veces el mismo error cuando los nuevos errores te matan igualmente?, cuando los tres hombres de barro derribaron la puerta.
Capítulo 4
Cuando el tenue sendero que estaba siguiendo colina arriba se convirtió en algo más parecido a una senda, Dag decidió que era hora de dejarla. Sentido esencial o sentido común o puros nervios, no podía decirlo, pero desmontó y guió a su caballo hasta un pequeño claro fuera de la vista del sendero. Apenas necesitó depositar una sugestión de no alejarse; Mocasín, a pesar de toda su resistencia montaraz y su genio, estaba tan cansado que tropezaba. Como Dag. Sintiéndose culpable, ató las riendas fuera del alcance de los cascos delanteros, pero le dejó puesta la silla. Odiaba dejar su montura tan mal atendida, pero si regresaba con prisas no habría tiempo de ocuparse de los arreos. Ni de dudar en reventar al animal, si la necesidad era lo bastante urgente. Mañana, o pasado, todos descansaremos bien. De un modo u otro.
No volvió a la senda, sino que trazó un rumbo paralelo, alejado unos doce pasos de ella por la maleza. Iba despacio, caminando como un ciervo, pisando con deliberación, constantemente alerta. Apenas una milla más allá tuvo ocasión de alegrarse por su prudencia; se quedó muy quieto en una zona de broza y hiedra silvestre mientras dos figuras se acercaban abiertamente por el camino.
Hombres de barro. Un zorro y un conejo, supuso, y apenas necesitó sus sentidos internos para saberlo; eran bastos, quizá los primeros intentos, y mostraban señales de sus orígenes animales en la piel, las orejas, sus caras y narices deformes. Era muy tentador intentar algo con esa combinación, despertar sus auténticas naturalezas y dejar que siguieran su curso, pero el intento destruiría su escondite, quizá le revelaría ante su ama más allá. No era momento para juegos. Los dejó pasar a desgana, agradecido porque sus torpes nuevas formas incluyeran limitaciones humanas en su sentidos del olfato a cambio de las ventajas humanas de tener manos y habla.
Supo que se acercaba a la guarida por la ausencia de pájaros. Éste es un día de ausencias. Retrajo todavía más su sentido esencial cuando las primeras hierbas amarillentas y moribundas empezaron a crujir bajo sus pies. No esperaba esto hasta dentro de unas millas. La guarida estaba mucho más cerca de la carretera recta de lo que había creído posible. Enviar sus primeras marionetas humanas a buscar presas tan lejos de su bastión inicial era alarmantemente inteligente para una malicia tan —supuestamente— joven. ¿Cómo se nos pudo pasar esto?
Sabía cómo. Somos muy pocos, con demasiado terreno que cubrir y nunca con tiempo suficiente. Expande el terreno de los rastreos, acelera las búsquedas, y te arriesgas a dejarte pistas sin ver. Ve despacio y con cuidado, y te arriesgas a no llegar a tiempo a todos los lugares críticos. Bueno, éste lo hemos encontrado. Es un éxito, no un fracaso.
Quizá.
Para cuando llegó a un oteadero se arrastraba como un caracol, casi sobre el vientre, sin atreverse apenas a respirar. Todas las hierbas y matorrales a su alrededor estaban muertos y quebradizos, el suelo bajo sus rodillas dolorosamente estéril, y su sentido esencial, estrechamente contenido, temblaba por el efecto del aura de la malicia. Ciertamente, está aquí.
Al fondo de una torrentera rocosa, un riachuelo torcía desde su derecha, corría justo bajo él, y trazaba un meandro a la izquierda. Ni una sola planta viviente alegraba la hendidura hasta donde podía ver en cualquier dirección, aunque los huesos muertos de algunos árboles todavía se erguían como centinelas. Había algo parecido a un campamento, a orillas del riachuelo: tres o cuatro hogueras de campamento, ahora apagadas y frías, montones de víveres robados desperdigados por todas partes. Al otro lado de la torrentera, un par de caballos inquietos estaban atados a árboles muertos. Caballos reales, naturales hasta donde Dag podía decir. Mal cuidados, por supuesto.
El lugar podía acomodar a veinticinco o cincuenta hombres, pero estaba hombre de barro dormido en un montón de trapos como en un nido. Dag se preguntó si algunos de los ausentes serían hombres que su patrulla había capturado la noche anterior. Lo cual querría decir que la patrulla podría llegar en cualquier momento, un pensamiento agradable. No se permitió dejarse llevar por la esperanza.
A mitad de la pendiente opuesta de la torrentera, una plataforma de piedra saliente creaba una cueva, quizá de sesenta pies de largo y protegida en la entrada por un suave saliente de piedra gris que se erguía hasta casi tocar la plataforma. Desde donde estaba no podía decir lo profunda que era. Salían senderos desde ambos lados, abajo hacia el riachuelo y por la pendiente opuesta.