Dag respiró hondo unas cuantas veces, dejando que su corazón se calmara, y luego se levantó también y fue a por la yegua. Un cercano árbol caído le pareció un buen escalón; llevó la yegua hasta allí, y Fawn le siguió obedientemente. Y si empezaban de nuevo con todo esto, Dag temió que acabaría en desgracia mucho antes de que llegaran a Glassforge.
—A decir verdad —mintió—, el brazo izquierdo se me estaba cansando un poco. ¿Crees que podrías montar a la grupa durante un rato?
—¡Oh! Lo siento. ¡Estaba tan a gusto, no pensé que te podría resultar incómodo! —se disculpó ella ansiosamente.
No tienes ni idea de lo incómodo que era. Sonrió para ocultar su culpabilidad, y para tranquilizarla, pero le salió una sonrisa más bien enloquecida.
Montaron de nuevo. Fawn se acomodó con los dos piececitos a un lado, y las dos manitas cerradas en torno a su cintura en un abrazo firme y cálido.
Y toda la firme resolución de Dag se derritió en el involuntario pensamiento: Más abajo. ¡Más abajo!
Apretó los dientes y hundió los talones en los inocentes flancos de la yegua para que fuera a un paso más vivo.
Fawn se equilibró, preguntándose si oiría de nuevo el corazón de Dag si apoyaba la cabeza en su espalda. Pensaba que se estaba recuperando bien esa mañana, pero el pequeño accidente le recordó lo cansada que estaba todavía, lo rápidamente que el esfuerzo la había dejado sin aliento. Dag estaba más cansado de lo que parecía, también, a juzgar por sus largos silencios.
Le daba vergüenza lo cerca que había estado de besarle, después de su torpe caída. Probablemente le habría clavado el codo en el estómago, y él había sido demasiado amable para decir nada. Incluso le había sonreído, al ayudarla a levantarse. Tenía los dientes apenas un poco torcidos, nada que importara, fuertes y sanos, con una muesquita fascinante en un diente delantero. Su sonrisa era siempre demasiado fugaz, pero era probablemente mejor para su raída dignidad que su auténtica sonrisa fuera aún menos frecuente. Si le hubiera sonreído de aquella manera tan besable cuando estaban aún tendidos en el césped, en lugar de lanzarle esa mirada tan peculiar —¿quizá de dolor reprimido?— probablemente hubiera hecho el ridículo más absoluto.
El feo nombre que le había dedicado Sunny durante su discusión a causa del bebé todavía se le atragantaba. Con una sola palabra burlona, Sunny había convertido de algún modo su intento de amar, su insaciable curiosidad, su tímido atrevimiento, en algo feo y vil. La había besado y manoseado en el trigal, a oscuras, y la había llamado su cosita bonita; el insulto vino después. Sospechoso, por tanto, pero aun así… ¿era típico en los hombres despreciar a las mujeres que les daban la atención que decían querer? A juzgar por algunos de los insultos que había oído aquí y allá, quizá sí.
No quería que Dag la despreciara, que la considerara algo mezquino. Pero claro, ella nunca diría de él que era típico.
Así que… ¿Dag era un solitario? ¿O afortunado?
De algún modo, no parecía afortunado.
¿Y cómo lo sabes? Su corazón sentía que lo conocía mejor que a cualquier hombre, no, que a cualquier persona que hubiera conocido. Pero era un sentimiento que no aguantaba el escrutinio. Podía estar casado, aunque había dicho que no. Podía tener hijos. Podía tener hijos casi de la edad de ella. ¿O quién sabía qué más? Él no había dicho nada. Había muchas cosas de las que no había hablado, ahora que lo pensaba.
Era sólo que… lo poco de lo que había hablado parecía muy importante. Como si ella se hubiera estado muriendo de sed, y todo el mundo le quisiera dar montones de áridas baratijas, y él le ofreciera una taza de agua pura. Sencilla. Bienvenida más allá del deseo o el mérito. Desasosegante…
El valle por el que cabalgaban se abrió, el riachuelo se lanzó por campo abierto, y el camino de granja se unió a la carretera recta por fin. Dag llevó a la yegua hacia la izquierda. Y cualquier oportunidad que acabara de desperdiciar había desaparecido para siempre.
La carretera estaba más concurrida hoy, y se llenó más a medida que se acercaban a la ciudad. O bien la desaparición de la amenaza de los bandidos había hecho que más gente saliera, o era día de mercado. O ambas cosas, decidió Fawn. Pasaron vagones de ladrillos y de mercancías que salían, tirados por grandes caballos, y cabalgaron junto a otros que volvían, no vacíos, sino llenos de leña, o de campesinos hablando de cosechas, y artesanías para vender. Oyó retazos de alegres conversaciones, con las chicas coqueteando con los conductores si no había adultos con ellas. Carros de granja y vagones de heno y, sí, incluso el carro de estiércol que había deseado en vano el otro día. El olor a humo de carbón y de leña llegaba a la nariz de Fawn incluso antes de que trazaran la última curva y la ciudad apareciera ante su vista.
Nada en esta llegada era como lo había imaginado cuando salió de casa, pero al menos había llegado. Había empezado algo, y había conseguido terminarlo. Era como romper una maldición. Glassforge. Por fin.
Capítulo 9
Fawn se inclinó precariamente sobre el hombro de Dag y miró la calle principal, flanqueada por viejos edificios de madera y piedra y otros más nuevos de ladrillo. Aceras de tablones protegían los pies de la gente del barro removido de las calles. Una manzana más allá, el barro daba paso a adoquines, y más lejos, a ladrillos. ¡La ciudad era tan rica que pavimentaban las calles con ladrillo! La carretera se curvaba para seguir un meandro del río, y ella apenas pudo divisar el bullicio de un mercado en una plaza. La mayoría de los penachos de humo que oscurecían el aire parecían venir de río abajo, a sotavento. Dag desvió a la yegua por una calle lateral, indicando con una sacudida de la barbilla el edificio de ladrillo que se alzaba a su izquierda, severo y cuadrado, pero suavizado por hiedra trepadora.
—Ése es nuestro hotel. Las patrullas siempre se alojan ahí gratis. Está escrito en el testamento del padre del propietario. Algo sobre la última malicia grande que eliminamos en esta zona, hace cerca de sesenta años. Debió ser una muy mala. Alguien tuvo una buena idea, porque así patrullamos esta área más a menudo.
—¿Buscasteis sesenta años sin encontrar otra?
—Oh, creo que ha habido un par desde entonces. Es sólo que las atrapamos cuando eran tan pequeñas que los granjeros nunca se enteraron. Como, hum… arrancar un brote en vez de talar un árbol. Es mejor para nosotros, y mejor para todos, salvo que es más difícil convencer a la gente de que nos paguen. El viejo posadero era un hombre con visión de futuro.
Giraron de nuevo atravesando una ancha arcada de ladrillo y entraron en el patio que había entre el hotel y sus establos. Un mozo de cuadra limpiando un arnés en un banco alzó la mirada y se levantó para acercarse a ellos. No cogió la brida improvisada de la yegua.
—Lo siento, señor, señorita. —Su saludo fue cortés, pero su mirada pareció evaluar las riquezas de la astrosa pareja montada a pelo y encontrarlas escasas—. El hotel está lleno. Tendrán que buscar otro sitio. —Sus labios adoptaron una mueca levemente burlona, aunque no del todo carente de simpatía—. Dudo que pudieran pagar el precio de una habitación aquí, de todos modos.
Sólo la mano de Fawn en la espalda de Dag percibió el leve retumbar de… ¿enfado?, no, de diversión, que le atravesó.
—Yo también lo dudo. Por fortuna, la señorita Bluefield aquí presente ha pagado el precio de todas ellas.
La expresión del muchacho vaciló mientras intentaba convertir la frase en algo que tuviese sentido para él. Su confusión se vio interrumpida por un par de Andalagos que salieron de la puerta y cojearon hacia el patio, mirando fijamente a Dag.