Los restos de diversión desaparecieron de los ojos de Dag.
—Lo suficiente. Por hacerlo corto, la señorita Bluefield aquí presente fue raptada en la carretera por los dos a los que seguí desde el campamento de los bandidos. Cuando los alcancé en la guarida los hombres de barro me acorralaron y se dedicaron a intentar descuartizarme. Pero me di cuenta de que la malicia y los hombres de barro, todos, estaban cometiendo el interesante error de no hacer caso a la señorita Bluefield en la pelea. De modo que le lancé mis cuchillos de vínculo y le clavó uno a la malicia. La destruyó. Me salvó la vida. Y también al mundo, por el premio adicional.
—¿Ella se acercó tanto a una malicia? —preguntó Razi, con tono entre la incredulidad y el asombro—. ¿Cómo?
A guisa de respuesta, Dag se inclinó hacia delante y, tras una mirada pidiendo permiso a Fawn, apartó el cuello de su vestido. Su dedo recorrió unas zonas de piel insensible en torno a su cuello, que debían ser, se dio cuenta Fawn, las magulladuras de las grandes manos de la malicia, y se estremeció involuntariamente a pesar del calor del verano en la habitación.
—Se acercó más aún, Razi.
Ambos patrulleros quedaron boquiabiertos. Mari se reclinó en la silla, llevándose la mano a la boca. Fawn no había visto un espejo desde hacía días. ¿Qué aspecto tendrían las marcas?
—La malicia la subestimó —siguió Dag—. Espero que vosotros no. Pero si quieres repetir las felicitaciones a la persona correcta, Utau, adelante.
Bajo la mirada tranquila de Dag, Utau relajó las facciones y se llevó lentamente la mano a la sien. Tras luchar un momento para encontrar la voz, consiguió decir:
—Señorita Bluefield.
—Sí —se unió Razi, tras un momento de asombro.
—Los patrulleros somos enormemente expresivos, sabes —Dag murmuró a la oreja de Fawn, su humor seco aflorando de nuevo.
—Ya veo —murmuró ella, y los labios de él temblaron un poco.
Mari se frotó la frente.
—¿Y la explicación detallada, Dag? ¿Voy a querer oírla siquiera?
La grave mirada que le dedicó Dag atrajo toda su atención.
—Sí —dijo él—. Tan pronto como se pueda. Pero en privado. Y luego la señorita Bluefield tiene que descansar —se volvió hacia Fawn—. ¿O prefieres descansar primero?
Fawn negó con la cabeza.
—Primero hablemos, por favor.
Mari apoyó las manos en las rodilleras de sus pantalones y movió los hombros.
—Ah. De acuerdo. —Miró a su alrededor, entrecerrando los ojos—. ¿En mi habitación?
—Muy bien.
Ella se levantó.
—Utau, has estado en pie toda la noche. Quedas fuera de servicio. Razi, come algo, y luego cabalga a Tailor's Point y diles que han encontrado a Dag. O que ha aparecido, en todo caso. —Los patrulleros asintieron y se fueron.
—Trae tu hatillo —murmuró Dag a Fawn.
La habitación de Mari estaba en el tercer piso. Para cuando subieron el segundo tramo de escaleras, Fawn estaba mareada y temblando, y agradeció el soporte de la mano de Dag. Mari les llevó a una habitación más estrecha que la de Saun, con sólo una cama, aunque por lo demás muy parecida, hasta en la desordenada pila de equipo y alforjas a los pies de la cama. Dag hizo un gesto a Fawn para que pusiera el hatillo sobre la cama. Fawn soltó las correas y lo desplegó. El contenido tintineó.
Mari alzó las cejas. Cogió el roto arnés de la mano de Dag y lo sostuvo como el patético cadáver de algún animal.
—Han tenido que esforzarse para hacer esto. Ya veo por qué no te llevaste el arco. ¿Aún tienes brazo?
—Por poco —dijo Dag—. Necesito arreglarlo, coserlo con hilo más fuerte esta vez.
—Yo me lo pensaría, en tu lugar. ¿Qué prefieres que se rompa primero, tú o él?
Dag hizo una pausa, luego dijo:
—Ah. Buena idea. Quizá lo haga arreglar igual que estaba.
—Mejor. —Mari dejó el arnés, cogió la improvisada bolsa de lino y la dejó resbalar por su mano, palpando el contenido. Su expresión se volvió triste, casi remota.
—¿El cuchillo del corazón de Kauneo?
Dag asintió brevemente.
—Sé cuánto tiempo lo has guardado. Ha sido un buen destino para él.
Dag negó con la cabeza.
—He acabado por creer que todos son iguales, en realidad —tomó aliento y fue hacia la cama, haciendo un gesto a Fawn para que se sentara.
Ella se sentó a la cabecera con las piernas cruzadas, alisándose la falda sobre las rodillas, y miró a los dos patrulleros. Mari tenía ojos dorados parecidos a los de Dag, aunque de un tono más broncíneo, y se preguntó si realmente sería tía suya, si el uso de ese título no era, como había pensado al principio, una broma o un término de respecto cariñoso.
Mari dejó la bolsa.
—¿Vas a enviarlo para que sea enterrado junto al resto de los huesos de su tío? ¿O lo quemarás aquí?
—No estoy seguro aún. Se quedará conmigo de momento; lo ha hecho hasta ahora. —Dag respiró hondo, mirando al otro cuchillo—. Ahora viene la historia larga.
Mari se sentó a los pies de la cama y cruzó los brazos, escuchando con atención a medida que Dag empezaba de nuevo su historia. Las descripciones de sus acciones fueron sucintas pero muy precisas, notó Fawn, como si ciertos detalles fueran más importantes, aunque no estaba segura de cómo decidía cuáles contar y cuáles no. Hasta que dijo:
—Creo que el hombre de barro cogió a la señorita Bluefield en el camino porque estaba embarazada de dos meses. Y volvió y se la llevó de la granja por la misma razón.
Los labios de Mari se movieron involuntariamente, ¿Estaba?, y luego se apretaron.
—Sigue.
La voz de Dag se tensó al describir su arriesgado ataque a la cueva de la malicia.
—Llegué tarde. Cuando llegué a la entrada y ataqué a los hombres de barro, la malicia ya estaba llevándose al bebé.
Mari se inclinó hacia delante, frunciendo el ceño.
—¿Por separado?
—Eso parece.
—Uh… —Mari se enderezó, movió la cabeza, y miró a Fawn—. Perdóname. Lamento mucho tu pérdida. Pero esto es nuevo para mí. Sabíamos que las malicias tomaban a mujeres embarazadas, pero toman a cualquiera que encuentren. Raramente se recuperan los cuerpos de las mujeres. No sabía que una malicia no siempre toma las dos esencias juntas.
—No creo —dijo Fawn con voz distante— que me hubiera perdonado mucho tiempo. Estaba a punto de romperme el cuello cuando por fin le clavé el cuchillo correcto.
Mari parpadeó, miró el cuchillo de hueso de mango azul sobre el hatillo, y miró de nuevo a Dag.
—¿Qué?
Dag explicó cuidadosamente la confusión de Fawn con sus cuchillos. Fue muy amable, pensó Dag, al librarla de cualquier culpa en el asunto.
—El cuchillo no estaba activado. Sabes para qué lo guardaba.
Mari asintió.
—Pero ahora está activado. Creo que con la muerte de la hija de Chispa… de la señorita Bluefield. Lo que no sé es si eso fue todo lo que tomó de la malicia. O si alguna vez funcionará como cuchillo de vínculo. O… bueno, no sé gran cosa, me temo. Pero con el permiso de la señorita Bluefield, pensé que tú podrías examinarlo también.
—Dag, no soy más hacedora que tú.
—No, pero eres más… estás menos… Me vendría bien otra opinión.
Mari miró a Fawn.
—Señorita Bluefield, ¿puedo?
—Por favor. Quiero entender y… y no lo entiendo, en realidad.
Mari se inclinó y cogió el cuchillo de hueso. Lo acunó, pasó la mano por toda su pálida longitud, y finalmente, como Dag, lo sostuvo contra los labios con los ojos cerrados. Cuando lo dejó de nuevo, apretó los labios un momento.
—Bueno —dijo por fin—, está ciertamente activado.