Fawn se levantó, se sacudió el polvo de la falda, y fue a sentarse al borde de la cama, la cara tensa y pensativa.
—Entonces… ¿dónde fueron todos? Los constructores.
—La mayoría murió. Unos pocos sobrevivieron. Sus descendientes aún están aquí.
—¿Dónde?
—Aquí. En esta habitación. Tú y yo.
Ella le miró con genuina sorpresa, luego miró sus manos, dubitativa.
—¿Yo?
—Las historias de los Andalagos dicen… —él se detuvo, clasificando y suprimiendo— que los Andalagos descienden de algunos de esos lores-hechiceros que escaparon de la ruina de todas las cosas. Y que los granjeros descienden de gente normal que vivía en los límites de los territorios, que de algún modo sobrevivió a las primeras guerras de las malicias, la gran primera guerra y las dos que vinieron después, que mataron los lagos y dejaron las Planicies Occidentales —también llamadas las Planicies Muertas, por quienes las habían recorrido, y Dag podía entender por qué.
—¿Hubo más de una guerra? Eso nunca lo oí —dijo ella.
Él asintió.
—En cierto sentido. O quizá siempre ha habido sólo una. Lo que no has preguntado es de dónde vienen las malicias.
—Del suelo. Siempre lo han hecho. Pero —dudó, y luego siguió apresuradamente— supongo que dirás que no siempre, y me contarás cómo fue que acabaron en el suelo, ¿verdad?
—La verdad es que yo mismo no lo tengo muy claro. Lo que sabemos es que todas las malicias descienden de la primera, la grande. Sólo que no descienden como nosotros, con matrimonio y nacimientos y el transcurrir de generaciones. Es más como un insecto monstruoso que puso diez mil huevos que eclosionan a intervalos.
—Vi esa cosa —dijo Fawn en voz baja—. No sé lo que era, pero seguro que no era un bicho.
Él se encogió de hombros.
—Sólo es una manera de intentar imaginarlas. He visto unas cuantas docenas en mi vida, hasta ahora. Podría decir también que la primera fue como un espejo que se rompió en diez mil pedazos para crear diez mil pequeños espejos. La naturaleza de las malicias es inmaterial. Toman materia de su entorno para crearse una casa, una cáscara. Parecen alimentarse de esencia pura, en realidad.
—¿Cómo se rompió?
—Perdió la primera guerra. Eso dicen.
—¿Ayudaron los dioses?
Dag resopló.
—Las leyendas de los Andalagos dicen que los dioses abandonaron el mundo cuando vino la primera malicia. Y que volverán cuando la tierra haya sido limpiada por completo de su descendencia. Si crees en los dioses.
—¿Tú crees?
—Creo que no están aquí, sí. Es un tipo de fe.
—Huh —ella enrolló los últimos mapas y ató los cordones antes de alargárselos. Él los metió en su sitio y cerró el arcón.
Se quedó un momento con la mano sobre la cerradura.
—Cualquiera que fuera su parte en esto —dijo por fin—, no creo que sólo los señores-hechiceros construyeran todas esas torres y tendieran todas esas carreteras y navegaran esos navíos. Tus ancestros también lo hicieron.
Ella parpadeó, pero él no pudo adivinar lo que pensaba.
—Y los señores no salieron de ninguna parte, ni tampoco de otra parte —continuó Dag tenazmente—. Una opinión dice que sólo hubo un pueblo, una vez, y que los hechiceros surgieron de ellos. Excepto que entonces se casaron entre sí para aumentar sus sentidos y habilidades, y luego usaron su magia para hacerse más mágicos, y señoriales, y poderosos, y así se apartaron de los suyos. Lo cual pudo ser el primer error.
Ella inclinó la cabeza y abrió los labios como si fuera a hablar, pero en ese momento resonaron pisadas por el pasillo. Razi asomó la cabeza por el umbral.
—Ah, Dag, aquí estás. Tienes que oler esto —alargó una botellita de cristal y quitó el tapón de cuero—. Diría encontró una tienda de medicinas en la ciudad que lo vende.
Diría sonrió orgullosamente desde detrás de él.
—¿Qué es? —preguntó Fawn, inclinándose y olisqueando cuando el patrullero agitó la botella ante ella—. ¡Oh, qué agradable! Huele a camomila y flores de trébol.
—Aceite perfumado —dijo él—. Tienen siete u ocho variedades.
—¿Para qué lo usáis? —preguntó Fawn inocentemente.
Dag envió mentalmente a su camarada al centro de las Planicies Muertas.
—Músculos doloridos —dijo severamente.
—Bueno, supongo que podrías —dijo Razi, pensativo.
—Masajes de espalda perfumados —suspiró Diría con voz cálida—. Mmm, buena idea.
—Qué amable por vuestra parte haber venido —cortó Dag antes de que la cosa se pusiera más interesante, tanto para él, que no deseaba repetir las incomodidades de su cabalgata desde la granja de los Horseford, como para Fawn, que sin duda haría más preguntas—. Resulta que necesito que alguien lleve este arcón de vuelta al almacén —se levantó y señaló—. A cargar.
Gruñeron, aunque de buen humor, y cargaron. Dag cerró la puerta tras ellos, llevó a Fawn a su propia habitación, y les siguió. Pensando si se atrevería a preguntarles dónde estaba esa tienda, y si quedaba cerca del guarnicionero.
Recorrer los sectores en las marismas al oeste de Glassforge les llevó seis días.
Dag eligió primero el sector más cercano, de modo que pudo devolver la patrulla a las comodidades del hotel esa noche, y también ver cómo le iba a Fawn. Después de una búsqueda cada vez más preocupada, la encontró pelando guisantes en la cocina, haciéndose amiga de las cocineras y los pinches. Aliviado, abandonó su visión de Fawn solitaria y angustiada entre extraños Andalagos condescendientes, aunque no su miedo de que se excediera imprudentemente.
El siguiente sector que eligió fue el más lejano, una salida de tres días, para quitárselo de encima. Dag contestó a las quejas de los patrulleros más jóvenes con unas cuantas historias de rastreos de pantanos al norte de Farmer's Flats en invierno, lo bastante llenos de horrores helados como para silenciar a todos menos a los gruñones más tercos. La patrulla pudo dejar casi todo su equipo con los caballos, pero la necesidad de proteger la piel hizo que botas, camisas y pantalones se llevaran la peor parte del barro y el agua fétida. Cuando se arrastraron de vuelta a Glassforge la madrugada siguiente fueron recibidos por los empleados de la agradable casa de baños del hotel, que tenía su propio pozo y estaba convenientemente situada entre el establo y el edificio principal, con notable falta de entusiasmo; las lavanderas les miraron malhumoradas. Esta vez Dag encontró a Fawn esperándole, ocupando el tiempo y las manos remendando sábanas del hotel y escuchando las historias de un par de costureras.
Volvió a la noche siguiente para intercambiar historias con ella durante una cena tardía. La fascinó con su descripción de una zona de marismas circular y plana de unas seis millas de diámetro, que estaba seguro de que era la antigua llaga de una malicia, recuperándose y de nuevo albergando vida; la mayoría nociva, por no decir famélica, pero sin duda floreciente. Pensó que la destrucción de esa malicia debió tener lugar más de un siglo antes de los primeros asentamientos de granjeros en la región. Ella le entretuvo con una narración larga y complicada de sus aventuras en la ciudad. Sassa, el cuñado de los Horseford, ya de vuelta en casa, había aparecido y cumplido su promesa de enseñarle sus trabajos en cristal. Habían rematado la excursión con una visita a la papelería de su hermano, y como añadido, a la trastienda del fabricante de tinta que había al lado.
—Hay más trabajos aquí de lo que imaginé —le confió, en tono de pensativa especulación.
Claramente, se había excedido; cuando la acompañó hasta su puerta, estaba muy soñolienta, y bostezando tanto que apenas pudo decir buenas noches. Él pasó algún tiempo convenciendo a su esencia de que no siguiera con un incipiente resfriado, estudió la carne bajo las feas costras de la malicia en busca de signos de necrosis o infección, y le hizo prometer que a la mañana siguiente descansaría.