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—Nadie esperaba que lo hicieras, excepto quizá tú. La mayoría de la gente no tiene lo que tuviste con Kauneo, si la mitad de lo que he oído es cierto. Aun así se las apañan para llevarse bastante bien.

—Ella moriría de sed, intentando sacar agua de este pozo.

Mari movió la cabeza, la boca apretada con desaprobación.

—Dramático, Dag.

Él se encogió de hombros.

—Entonces no presiones para obtener respuestas que no quieres oír.

Ella apartó la mirada, frunció los labios, alzó la mirada a las vigas llenas de polvorientas telarañas y briznas de heno, e intentó otra aproximación.

—Teniéndolo todo en cuenta, no tengo nada en contra de que te diviertas un poco. Tú no. Y además, esta granjera no tiene aquí parientes que puedan armar un alboroto.

Dag entrecerró los ojos, y una esperanza insensata se alzó en su corazón. ¿Iba a decir Mari que no interferiría? Probablemente no…

—Si no te puedo hacer cambiar de opinión ni razonar contigo, bueno, estas cosas pasan, ¿eh? —El sarcasmo de su voz acabó con la esperanza—. Pero si estás tan decidido a entrar, más vale que tengas un plan para salir, y quiero oírlo.

No quiero salir. No quiero un final. Un descubrimiento inquietante, y Dag no estaba seguro de dónde ponerlo. Condenación, ni siquiera había empezado… nada. La discusión estaba yendo demasiado rápida para él, lo cual era sin duda la intención de Mari.

—Todos los magníficos planes que hice para mi vida acabaron en horribles sorpresas, Mari. Dejé de hacer planes hace tiempo.

Ella hizo un gesto burlón con la cabeza.

—Casi deseo que seas un patán al que pueda dar un sopapo. Bueno… no, no lo deseo. Pero tú eres tú. Si ella acaba herida al final, y no veo que esto pueda ser más que un viaje muy corto, tú también lo estarás. Doble desastre. Lo veo acercarse, y tú también. ¿Qué vas a hacer?

Dag dijo, tenso:

—¿Qué sugieres, vidente?

—Que no hay modo de que puedas hacer que esto termine bien. De modo que no lo empieces.

No he empezado, quiso hacer notar Dag. ¿Una verdad en sus labios y una mentira en su esencia, quizá? La resistencia había sido la última virtud que le quedaba desde hacía mucho, mucho tiempo; reunió su paciencia y se quedó de pie, simplemente se quedó de pie.

Ante su testarudo silencio, Mari cambió de postura y de ataque de nuevo.

—Hay dos grandes deberes que se dan a los que nacen de nuestra sangre. El primero es seguir con la larga guerra, con fortaleza y resolución, en la vida y en la muerte, con o sin esperanza. En este deber no has fallado nunca.

—Una vez.

—Nunca —le contradijo—. Una derrota ante fuerzas abrumadoramente superiores no es un fracaso; es sólo una derrota. Ocurre a veces. Nunca oí que huyeras de esa cresta, Dag.

—No —admitió él—. No tuve oportunidad. Estar rodeado hace que lo de huir sea un problema, uno que no tuve tiempo de resolver.

—Sí, bien. Pero luego está el otro gran deber, el segundo deber, sin el cual el primero es inútil, sólo paja e ilusiones. El deber en el que hasta ahora has fallado por completo.

Él alzó la cabeza, dolido y alerta.

—He dado sangre y sudor y todos los años de mi vida hasta ahora. Todavía debo mis huesos y la muerte de mi corazón, que tengo intención de donar, que donaré a su debido tiempo si la oportunidad lo permite, pero el suicidio es un lujo y una deserción del deber de la que nadie me acusará, eso lo decidí hace años, de modo que no sé qué más quieres.

Ella apretó los labios; su mirada se volvió intensa.

—El otro deber es crear la nueva generación a la que legar la guerra. Pero todo lo que hacemos, las millas y años que caminamos, todo lo que sangramos y sudamos y sacrificamos, quedará en nada si no transmitimos el legado de nuestros cuerpos. Y ésa es una tarea a la que has vuelto la espalda durante los últimos veinte años.

A su espalda, su mano derecha aferró la muñequera hasta que oyó crujir la madera, y se obligó a relajar la presa para no romper lo que había sido arreglado tan recientemente. Intentó apretar los dientes con igual fuerza para bloquear cualquier respuesta, pero una se escapó igualmente:

—¿Has tomado prestada la mandíbula de mi madre, no?

—Me parece que podría recitar su discurso de memoria, he tenido que escuchar sus quejas a menudo, pero no. Esto es mío, ganado con mi propia sangre. Mira, sé que tu madre te empujó fuerte y demasiado pronto tras Kauneo y te enderezó bien tieso, sé que necesitabas más tiempo para superarlo. Pero ha pasado el tiempo, Dag, tiempo suficiente. Esa granjerita es la prueba, si es que necesitabas una prueba. Y no quiero estar debajo de ti cuando caigas.

—No lo estarás; nos vamos.

—No me basta. Quiero tu palabra.

No puedes tenerla. ¿Y era eso, de por sí, una decisión? Sabía que vacilaba, pero ¿había ido ya más allá de algún punto de no retorno? ¿Y cuál era ese punto? Apenas lo sabía, pero la cabeza le latía por el calor, y estaba exhausto hasta los huesos. Sus ropas, todavía húmedas, le picaban y apestaban. Deseaba un baño frío. Si metía la cabeza bajo el agua durante el tiempo suficiente, ¿cesaría el dolor? Diez o quince minutos deberían conseguirlo.

—Si hubiera muerto en Wolf Ridge, ahora estaría igualmente sin hijos —gruñó a Mari. Y ni siquiera mis parientes protestarían. O al menos, yo no tendría que escucharles—. Tengo un plan. ¿Por qué no te limitas a fingir que estoy muerto?

Dio media vuelta y salió del establo.

Lo cual hubiera sido una salida más espectacular si ella no hubiera gritado, furiosa y certera, tras éclass="underline"

—Oh, ciertamente, ¿por qué no? ¡Tú lo haces!

Capítulo 11

Dag pensó que tenía su sentido esencial bien suprimido, pero algo de su mal humor debió filtrarse y fue suficiente para despejar la casa de baños de los tres patrulleros convalecientes que pasaban allí el rato a los cinco minutos de su entrada. Aun así, al final tanto su cuerpo como su mente se enfriaron, y fue en busca de alguna tarea útil en la que ocuparse, preferiblemente lejos de sus compañeros. La encontró llevando una silla con el armazón roto al guarnicionero, para cambiarla por otra, y de paso recoger algo de equipo arreglado, lo cual ocupó el tiempo hasta la hora de la cena y la llegada del preocupado Utau y el resto de la embarrada patrulla.

Ninguno de los argumentos de Mari era exactamente erróneo. O en absoluto, admitió Dag abatido para sí. Avergonzado, dispuso a su mente a mantener el autocontrol que una vez había sido tan rutinario como respirar… y que ahora de algún modo se había hecho tan pesado como una lápida sobre su pecho. Los muertos no necesitan aire, ¿eh?

Esa noche en la cena se comportó con meticulosa cortesía con Fawn, sin más. Ella le miró con ojos curiosos, precavidos. Pero había suficientes patrulleros a la mesa para que los asediara a preguntas, esta noche sobre todo acerca de cómo se organizaban y recorrían las rejillas de búsqueda, para que su silencio no atrajera comentarios.

Nunca la rectitud fue menos gratificante.

El día siguiente se dedicó oficialmente a descansar y a los preparativos para el bow-down, y Dag permitió que lo usaran de muía de carga para llevar los suministros que los más entusiastas habían conseguido en la ciudad. Se cruzó con Mari apenas el tiempo suficiente para presentarse voluntario para la guardia de la tarde y turno de portero, y fue rápidamente rechazado en ambos casos.

—No puedo poner al patrullero que mató a la malicia de guardia durante la celebración de su hazaña —dijo brevemente—. Tendría una revuelta entre manos, y tendrían razón —tras un momento añadió a desgana, deteniendo su protesta—: Asegúrate de que la granjerita sepa que está invitada también.