Выбрать главу

Se inclinó hacia ella, y Fawn quedó paralizada por una esperanza tan grande que parecía terror. ¿Iba a besarla? Su aliento olía a cerveza y a esfuerzo y a Dag. El de ella se detuvo por completo.

Quietud. Latidos.

—No —suspiró él—. No. Mari tenía razón. —Se enderezó de nuevo. Fawn casi estalló en lágrimas inacabables. Casi alargó la mano hacia él.

No, no puedes. No te atrevas. Pensará que eres esa… esa horrible palabra que Sunny usó. Le ardía en la memoria como un corte infectado: Sohar. Era una fea palabra que de algún modo la había convertido en algo feo, como una gota de tinta o de sangre o de veneno manchando el agua. Para Dag sólo quisiera ser hermosa. Y alta. Deseó ser más alta. Si fuera más alta, nadie podría insultarla sólo por, por querer tanto.

Él suspiró, sonrió, se levantó. Le alargó la mano. Entraron.

En el vestíbulo Dag giró la cabeza, escuchando.

—Bien, alguien está tocando la pandereta. Pueden seguir sin mí durante lo que quede de noche. —Ciertamente, la música que provenía del umbral parecía más lenta y soñolienta. Dag fue hacia la escalera.

Fawn encontró su voz.

—¿Te vas arriba?

—Sí. Ha estado bien, pero he tenido suficiente para una noche. ¿Y tú?

—Yo estoy algo cansada también —le siguió.

Le pareció que lo que había pasado o dejado de pasar en el banco era como aquel momento en el camino, un desvío que de algún modo no había tomado.

Cuando llegaron al segundo piso, detrás de ellos resonaron risas y tropezones. Diría y dos patrulleros jóvenes del grupo de Chato irrumpieron entre risitas, saludaron alegremente a Dag, y torcieron por el pasillo. Fawn se detuvo y les vio detenerse frente a la puerta de Diría, porque uno de los hombres le echó el brazo al cuello y empezó a besarla, pero ella todavía sujetaba la mano del otro contra su… pecho. Diría —la alta Diría— alargó una bota, abrió la puerta, y todos entraron a trompicones; se cerró, ahogando alguna broma.

—Dag —dijo Fawn, insegura—, ¿qué era eso?

Él alzó una ceja, divertido.

—¿Qué te parecía que era?

—¿Va a llevarse Diría a…? Quiero decir, ellos… ¿Va a irse a la cama con esos hombres?

—Parece lo más probable.

¿Probable? Si su sentido esencial podía hacer la mitad de lo que decía, probablemente lo sabía muy bien.

—¿Con los dos?

—Bueno, en las patrullas generalmente la proporción es desigual. La gente se adapta. Diría es muy… hum… generosa.

Fawn tragó saliva.

—Oh.

Le siguió hasta su pasillo. Razi y Utau estaban abriendo la puerta de su habitación; Utau olía a cerveza y parecía bastante borracho, y el pelo de Razi, escapando de su larga trenza, estaba pegado a su frente por el sudor. Ambos desearon cortesmente buenas noches a Dag y desaparecieron dentro.

—Bueno —dijo Fawn, decidida a ser justa—, es una pena que no pudieran encontrar chicas. Son demasiado agradables para estar solos —tras una mirada suspicaz, añadió—: Dag, ¿por qué te muerdes la muñeca?

Él se aclaró la garganta.

—Alguna vez, cuando esté mucho más sobrio o mucho más borracho, Chispa, intentaré explicarte la tremendamente complicada historia de cómo esos dos acabaron casados con la misma complaciente mujer en el campamento de Hickory Lake. Digamos sólo que se cuidan mutuamente.

—¿Las mujeres Andalagos pueden casarse con más de un hombre? ¿A la vez? ¡Me estás tomando el pelo!

—Normalmente no, y no, no te estoy tomando el pelo. Ya he dicho que es complicado.

Llegaron a la puerta de la habitación de Dag. Él le dedicó una sonrisa levemente tensa.

—Bueno, yo creo que Diría es muy acaparadora —decidió Fawn—. O que esos hombres eran muy impertinentes.

—Ah, no. Entre los Andalagos educados, que como sabes somos todos, es la mujer la que invita. El hombre acepta o no, y déjame decirte que negarse con educación sin ofender es duro. Te garantizo que lo que esté pasando allí dentro es idea de Diría.

—Entre los granjeros eso se consideraría demasiado atrevido. Sólo las chicas malas o las, las —estúpidas— alocadas harían, bueno, eso. Las chicas buenas esperan a que se lo pidan —e incluso entonces se supone que tienen que decir que no a menos que él venga con tierras en la mano.

Él alargó el brazo derecho, apoyándose en la pared, casi sobre ella. La miró. Tras una larga, larga y pensativa pausa, dijo en un susurro:

—Eso hacen, ¿eh? —pasó los dientes sobre el labio inferior, la muesquita enganchándose brevemente. Sus ojos eran lagos de oscuridad en los que zambullirse y descender brazas y brazas—. Entonces, hum, Chispa… ¿cuántas noches dirías que hemos malgastado?

Ella alzó la cara, tragó saliva, y dijo trémula:

—¿Demasiadas?

No cayeron uno en brazos del otro exactamente. Fue más bien una zambullida mutua.

Él abrió la puerta de una patada y la cerró de otra, porque tenía los brazos ocupados. Los pies de Fawn no tocaban el suelo, pero ésa no era la única razón que le hacía pensar que volaba. La mitad de los besos de él no encontraban su boca, pero daba igual, casi cualquier parte de su piel deslizándose bajo sus labios era un gozo. Él la dejó en el suelo, fue hacia la tranca de la puerta, y se detuvo, jadeando un poco. No, no pares ahora…

La voz de Dag se volvió seria.

—Si realmente quieres esto, Chispa, atranca la puerta.

Lo hizo sin apartar la mirada de su querido, huesudo, levemente desencajado rostro. La tranca de roble cayó sobre sus abrazaderas con un ruido sólido, satisfactorio. Le pareció suficiente concesión a los modales.

Dag, a desgana, le apartó la mano del hombro el tiempo suficiente para subir la mecha de la lámpara de aceite de la mesa junto a su cama. El mortecino resplandor naranja se convirtió en una brillante llama amarilla dentro del quinqué, llenando la habitación de luces y sombras. Se sentó de golpe al borde de la cama, como si sus rodillas hubieran cedido, y la miró, alargando la mano. Temblaba. Ella entró en el círculo de su brazo, luego se arrodilló para alzar la cara hacia él. Sus besos se hicieron lentos, como si estuviera saboreando sus labios, y luego, sorprendentemente, empezó a saborearlos de verdad, deslizándole la lengua en la boca. Raro, pero agradable, decidió ella, y trató de imitarle con entusiasmo. La mano de él se enredó en su pelo y le soltó la cinta, dejando que sus rizos le cayeran hasta los hombros.

¿Cómo hacía la gente para quitarse la ropa, en estas situaciones? Sunny se había limitado a subirle la falda y bajarle las bragas; la malicia también, ahora que lo pensaba.

—Chisst, ¿qué pensamiento oscuro acaba de pasarte por la cabeza? —la reprendió Dag—. Quédate aquí. Conmigo.

—¿Cómo sabes lo que estaba pensando? —dijo ella, tratando de no inquietarse.

—No lo sé. Leo esencias, no mentes, Chispa. A veces, todo lo que el sentido esencial hace es confundirte más. —Su mano se detuvo en el primer botón de su vestido—. ¿Puedo?

—Por favor —dijo ella, aliviada de su duda protocolaria. Por supuesto, Dag sabría cómo se hace. Sólo tenía que observar y copiar.

Él desabrochó algunos botones más, bajó suavemente una manga, y le besó el hombro desnudo. Ella juntó valor y se dedicó a los botones de su camisa. Una vez establecida la confianza las cosas fueron más rápidas; las ropas cayeron en un montón al lado de la cama. Lo último que Dag se quitó, tras dudar un momento y dirigirle una rápida mirada, fue el arnés de su brazo, soltando las correas en torno a su antebrazo y por encima del codo y dejándolo sobre la mesa. Ella empezó a darse cuenta de que, para él, era un signo de confianza y vulnerabilidad mayores de lo que lo había sido quitarse los pantalones.