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Dag también descubrió en sí mismo una insospechada debilidad por los masajes en los pies. Si algún día Fawn quería tenerlo quieto en un sitio no necesitaría atarlo con cuerdas; cuando sus pequeñas y firmes manos bajaban hacia sus tobillos, él se desmoronaba como herido por el rayo y se quedaba paralizado, intentando no babear demasiado sobre la almohada. En esos momentos, quedarse en cama durante el resto de su vida le parecía la definición del paraíso. Siempre que Chispa estuviera en la cama con él.

Las cortas noches de verano pasaban rápidas y ocupadas, pero a Dag le inquietaba ver lo rápidamente que también pasaban los largos días. Una corta cabalgata con Fawn para probar su nueva yegua y sus pantalones de montar, con un picnic junto al río, se convirtió en una tarde bajo las ramas de un sauce llorón que duró hasta el anochecer. Sassa, el pariente de los Horseford, apareció de nuevo, y Dag descubrió en Fawn un apetito aparentemente insaciable por las visitas a los artesanos de Glassforge. Su inacabable curiosidad y pasión por las preguntas no quedaba limitada, ni mucho menos, a los patrulleros ni al sexo, por muy halagadores que fueran esos intereses, sino que parecía extenderse al mundo entero. Sassa les acompañaba de buen grado, no, con orgullo, y sus contactos familiares les guiaron a través de las complejidades de las instalaciones de un fabricante de ladrillos, un platero, un guarnicionero, tres tipos de molinos, una alfarera bajo cuya tutela Fawn modeló una vasija sencilla, embarrándose alegremente, y una repetición de la visita a la fábrica de cristal del propio Sassa, ya que Dag se lo había perdido la vez anterior, metido hasta la cintura en un pantano.

Al principio Dag mostró sólo un amable interés —raramente prestaba ya atención a los detalles de nada que no se le pidiera que rastreara y matara—, pero se encontró arrastrado por la estela de la fascinación de Fawn. Los trabajadores, sudorosos y concentrados, juntaban arena y fuego y atención cuidadosa para transformar las mismas esencias de los materiales en frágiles objetos de helado brillo. Ésta es la magia de los granjeros, y ni siquiera se dan cuenta, pensó Dag, completamente fascinado por su sistema de soplar vidrio en moldes para crear réplicas con facilidad y precisión. Sassa regaló a Fawn un cuenco que ella había visto hacer el otro día, ya templado, y ella decidió que lo llevaría a casa para su madre. Dag tenía dudas sobre si llegaría intacto a West Blue en las alforjas, pero Sassa les dio una caja de tablas, acolchada con paja y esperanza. Iba a ser voluminosa e incómoda de llevar; Dag se mentalizó para cargar con ella.

Más tarde, Fawn abrió la caja y puso el cuenco en la mesa junto a la cama para que recogiera la luz vespertina. Dag se sentó en la cama y miró, casi tan interesado como ella, cómo los diseños grabados en el vidrio creaban temblorosos arco iris.

—Todas las cosas tienen esencias, salvo cuando una malicia las ha extraído —comentó—. Las esencias de los seres vivos siempre están moviéndose y cambiando, pero hasta las rocas tienen una especie de murmullo bajo y constante. Cuando Sassa creó ese cristal y lo moldeó, fue casi como si su esencia estuviera viva, de tanto como se transformó. Ahora está quieta otra vez, pero ha cambiado. Es como si —su mano hizo un gesto como buscando la palabra adecuada— cantara una canción más brillante.

Fawn estaba de pie, con las manos en las caderas, y le dedicó una mirada levemente frustrada; como si, a pesar de todas sus preguntas, él siempre llegara a un sitio donde ella no podía seguirle.

—Entonces —dijo ella despacio—, si las cosas pueden mover sus esencias, ¿puedes empujar las esencias para mover las cosas?

Dag parpadeó, levemente sobresaltado. ¿Había sido casualidad, o aguda lógica lo que había hecho que su pregunta cayera tan cerca del corazón de los secretos de los Andalagos? Dudó.

—Ésa es la teoría —dijo por fin—. ¿Quieres ver cómo un Andalagos mueve la esencia de ese cuenco de un extremo de la mesa al otro?

Ella abrió los ojos.

—¡Muéstramelo!

Con gravedad, él se inclinó, alargó la mano, y empujó el cuenco unas seis pulgadas.

—¡Dag! —gimió Fawn exasperada—. Pensé que ibas a mostrarme magia.

Él sonrió brevemente, en principio porque era casi imposible mirarla y no sonreír.

Intentar mover algo a través de su esencia es como empujar el extremo corto de una palanca larga. Siempre es más fácil hacerlo a mano. Aunque se dice… —dudó de nuevo—. Se dice que los antiguos señores-hechiceros se unían en grupos para hacer sus hechizos más poderosos. Como sincronizar esencias para curar, o el enredo de esencias de dos amantes, sólo que con alguna diferencia que se ha perdido.

—¿No hacéis eso ahora?

—No. Ahora hemos venido a menos; quizá nuestra sangre se corrompió durante la época oscura, nadie lo sabe. Y en todo caso, está prohibido.

—Quiero decir, cuando recorréis las rejillas.

—Eso es sólo simple percepción. Como la diferencia que hay entre palpar con la mano y empujar con la mano, quizá.

—¿Por qué está prohibido empujar? ¿O lo que no se permite es eso de unirse en grupos para empujar?

Debería haber sabido que su último comentario generaría más preguntas. Dar un dato a Fawn era como dar un trozo de carne a una jauría de perros hambrientos; causaba una revolución.

—Malas experiencias —dijo en tono serio, para evitar nuevas preguntas. Bueno, a juzgar por su mohín y su ceño fruncido, evitarlas no iba a funcionar; intentó una distracción—. Pero déjame decirte que ningún patrullero en Luthlia sobrevive a la zona de los lagos sin aprender a espantar mosquitos a través de sus esencias. Son una plaga feroz; te desangran en cuanto pueden.

—¿Usais magia para espantar mosquitos? —dijo ella, sonando como si no pudiera decidir si sentirse impresionada u ofendida—. Nosotros sólo tenemos una receta para un mejunje horrible que nos untamos por la piel. Cuando sabes de qué está hecho, casi prefieres que te piquen.

Él soltó una risita, luego suspiró.

—Dicen que somos un pueblo caído, y yo al menos me lo creo. Los señores antiguos construyeron grandes ciudades, barcos y carreteras, transformaron sus cuerpos, buscaron la longevidad, y al final destruyeron el mundo. Aunque sospecho que hasta entonces la cosa estuvo bastante bien. Yo… espanto mosquitos. Oh, y puedo llamar y enviar lejos a mi caballo, cuando lo entreno para eso. Y ayudar a curar un cuerpo herido, si tengo suerte. Y ver doble, hasta las esencias. Y ésa es toda la magia de Dag, me temo.

Ella le miró a la cara.

—Y matar malicias —dijo despacio.

—Sí. Eso sobre todo.

La abrazó, ahogando su siguiente pregunta con un beso.

El ancla de la conciencia de Dag tardó casi una semana en hacerle bajar de las nubes al camino. Deseó poder librarse de ese condenado peso muerto. Pero una mañana volvió de afeitarse para encontrar a Fawn, medio vestida y con su hatillo abierto en la cama, mirando con el ceño fruncido el cuchillo de vínculo.

Se acercó por detrás y la envolvió en sus brazos, torso desnudo contra espalda desnuda.

—Es hora, me parece —dijo ella.

—A mí también —él suspiró—. Tengo años de permisos de campamento sin usar, pero Mari me dio autorización para resolver el misterio de esa cosa, no para quedarme en este paraíso de ladrillos y tablas. Los empleados me han estado mirando de reojo desde hace días.

—Conmigo han sido muy amables —dijo ella sin faltar a la verdad.

—Se te da bien hacer amigos —de hecho, todo el mundo desde las cocineras, pinches, doncellas y mozos de establo hasta el dueño y su mujer se mostraban muy protectores con Fawn, la heroína granjera. Hasta tal punto que Dag sospechaba que si ella les decía ¡Arrojad a este tipo flaco a la calle!, se encontraría sentado en el polvo del camino, agarrado a sus alforjas. La gente de Glassforge que trabajaba en el hotel estaba acostumbrada a los patrulleros y sus extraños modales, pero a Dag le quedaba claro que, de no ser por la patente alegría de Fawn, no tolerarían este desigual emparejamiento. Los otros clientes que iban llegando, pastores y carreteros y familias de viaje y barqueros que venían del río para conseguir cargamento, miraban con curiosidad a la extraña pareja, y con más curiosidad aún después de enterarse de los extraños rumores que sin duda circularían acerca de ellos.