Él la levantó y la puso sobre sí, y dejó que las lágrimas cálidas le cayeran sobre el pecho como lluvia de verano.
—Derrámate en mí —susurró.
Liberó su centelleante tiara y dejó que las criaturillas volaran de nuevo al árbol. En el resplandor parpadeante, hicieron el amor despacio hasta que la medianoche trajo el silencio y el sueño.
Lumpton Market era una ciudad más pequeña que Glassforge, pero bulliciosa de todos modos. Se asentaba en la confluencia de dos ríos rocosos, que flanqueaban un islote de arenisca y esquisto que se extendía hacia el norte. Dos de las viejas carreteras rectas se cruzaban aquí, y sin duda había sido la sede de una gran ciudad donde gobernaron los señores antiguos. Ahora, gran parte de la ciudad nueva estaba hecha de sillares antiguos rapiñados de los bosques cercanos, y abundaban muros de piedra en seco hechos con piedras locales o con escombros mucho menos identificables en torno a los campos y casas de alrededor. Ahora que el ojo de Dag sabía en qué fijarse, se dio cuenta de que había casas más nuevas y mejores en las afueras, hechas de ladrillo. Los puentes eran de madera, recientes, y anchos y fuertes para permitir el paso de grandes carromatos.
El albergue familiar que Dag buscaba, donde se acogía amistosamente a los patrulleros, estaba en la zona norte de Lumpton, de modo que él y Fawn se encontraron cruzando la plaza a media tarde, con el mercado en su apogeo. Fawn se volvió sobre la silla, examinando los puestos y carros y toldos mientras bordeaban la multitud.
—Tengo el cuenco de cristal para mamá —dijo—. Desearía tener algo para Tía Nattie. Cuando mis padres vienen, casi nunca la traen —un ritual anual, según había entendido Dag.
Tía Nattie era la hermana de la madre de Fawn, mucho mayor, ciega desde que una infección le quitara la vista a la edad de diez años. Cuando la madre de Fawn se casó fue a vivir con ellos, a consecuencia de algún arreglo de la dote. Semiinválida pero no ociosa, se ocupaba de todo el hilado y tejido que la granja requería, con algo extra para vender a veces. Y era el único miembro de su familia del que Fawn hablaba sin tensión oculta en su voz y esencia.
Solícitamente, ahora que entendió su propósito, Dag siguió la mirada de Fawn. Probablemente uno no llevaba comida a una granja. Las telas y ropas a la venta, nuevas y usadas, parecían igualmente innecesarias. Su ojo paseó por las tiendas permanentes que rodeaban la plaza.
—¿Herramientas? ¿Tijeras, agujas? ¿Algo para el telar, o para coser?
—Tiene montones de todo eso —suspiró Fawn.
—Algo que se termine, entonces. ¿Tintes? —su voz se apagó, dudosa—. Ah. Probablemente no.
—Mamá teñía las telas, aunque ahora lo hago yo. Ojalá pudiera llevarle algo sólo para ella —entrecerró los ojos—. ¿Pieles…?
—Bueno, echemos un vistazo —desmontaron, y Fawn miró el tenderete donde una mujer ofrecía a la venta lo que, al ojo experto de Dag, eran pieles de bastante mala calidad; todas de animales locales, mapaches y zarigüeyas y ciervos.
—Puedo conseguirle algo mucho mejor, más tarde —murmuró Dag, y Fawn, mostrándose de acuerdo con una mueca, dejó de examinar los patéticos pellejos. Siguieron paseando hombro con hombro, llevando los caballos de la brida.
Fawn se detuvo y dio media vuelta, frunciendo los labios, cuando pasaron junto a una tienda de medicinas encajada entre una zapatería y una barbería-escribanía; no quedaba claro si esta última la llevaba una sola persona. La tienda de medicinas tenía un ancho escaparate de pequeños paneles cuadrados de cristal dispuestos en un mirador saliente para ofrecer mejor vista.
—Me pregunto si aquí venderán agua de colonia como esa que las chicas patrulleras encontraron en Glassforge.
O aceite, no pudo evitar pensar Dag. Les vendría bien tener un poco en reserva para usos futuros, aunque la probabilidad de usarlo en el futuro inmediato en la residencia de los Bluefield parecía remota. No era probable que la gratitud que pudiera sentir su familia por devolver a su única hija viva a casa se extendiera a dejarles dormir juntos allí. Fuera como fuese, ataron sus caballos a uno de los raíles convenientemente dispuestos en la acera adoquinada y entraron.
La tienda tenía cuatro tipos de agua de colonia pero sólo aceite normal, lo que facilitó mucho la elección de Dag. Se entretuvo mirando la impresionante colección de remedios de hierbas, algunos de los cuales reconoció como de gran calidad y provenientes de Andalagos, mientras Fawn se aromatizaba en feliz indecisión. Cuando por fin hizo su elección, esperaron mientras envolvían sus pequeñas compras. O no tan pequeñas comparadas con la magra bolsa de Fawn, como notó Dag al ver cómo se preparaba a cambiar algunas de sus escasas monedas por esos pequeños lujos.
Fuera, Dag metió los paquetes en sus alforjas y se volvió para ayudar a Fawn a subir a la yegua baya. Ella miraba consternada su silla.
—¡Mi hatillo no está! —Su mano fue hacia las correas de cuero que colgaban tras el arzón—. ¿Se me caería en la carretera? Sé que lo até mejor que…
La mano de él la siguió, y su voz se tensó.
—Están cortadas. Mira, los nudos están intactos. Ha sido un ladrón.
—¡Dag, el cuchillo estaba en mi hatillo! —jadeó ella.
Él abrió de golpe su sentido esencial, con un respingo cuando el rugido de la multitud le golpeó. Buscó entre el ruido el tintineo familiar. Sólo… ahí. Alzó la cabeza, y miró a través de la plaza hacia donde una figura delgada desaparecía entre dos edificios, con el hatillo echado descuidadamente sobre el hombro como si le perteneciera.
—Lo veo —dijo, tenso—. ¡Espera aquí! —Estiró las piernas al seguirle, sin llegar a correr. Tras él, oyó a Fawn preguntando a los transeúntes ¿Han visto a alguien merodeando cerca de nuestros caballos?
Dag convirtió su ira en exasperación, sobre todo hacia sí mismo. Si hubiera venido con un grupo de patrulleros, siempre hubieran dejado a alguien con los caballos, como precaución rutinaria. ¿Qué le había hecho bajar la guardia? ¿Una sensación equivocada de anonimato? ¿El hecho de que si sólo se hubiera molestado en mirar por la ventana, hubiera podido vigilar los caballos él? Si hubiera dejado su sentido esencial más abierto, podría haber captado la inquietud de Mocasín al acercársele demasiado un extraño. Demasiado tarde, daba igual.
Alcanzó a su presa en un callejón detrás de los edificios. El chico estaba acuclillado detrás de una pila de leña, y no estaba solo; un compañero mucho mayor y más fuerte —¿hermano, amigo, jefe de la banda?— se arrodillaba junto a él mientras abrían el hatillo para examinar su botín.
El grandullón estaba diciendo, disgustado:
—Esto son sólo ropas de chica. ¿Por qué no cogiste las alforjas, idiota?
—Esa mala bestia de caballo rojo intentó cocearme, y la gente miraba —replicó ceñudo el chico—. Espera, ¿qué es eso?
El grandullón alzó la funda del cuchillo de vínculo por la correa rota; el saquito osciló, y su mano fue hacia la empuñadura de hueso.
—Tu muerte, si lo tocas —gruñó Dag, acercándose a ellos—. Me aseguraré de ello.
El chico le miró, soltó un gañido, y huyó, con una mirada de pánico por encima del hombro mientras corría. El hombre grande, abriendo mucho los ojos, se puso de pie, cerrando la mano sobre un grueso leño de la pila. Estaba claro que habían dejado atrás el momento de malas explicaciones y disculpas, señor, creía que era el mío, incluso si el fornido ladrón tuviera el ingenio y la sangre fría necesarios para intentar escapar de esa manera. Avanzó blandiendo el leño.
Dag alzó el brazo para proteger su cara de un golpe que se la hubiera hundido. El leño chocó contra su antebrazo con un sonido repugnante, y su propio brazo más el impulso del leño le golpearon con tal fuerza que casi cayó. Un dolor ardiente le estalló en el antebrazo. No podía coger su cuchillo, pero el garfio más muelle que llevaba en el brazo izquierdo servían de arma no poco amenazadora; el hombre retrocedió asustado cuando el golpe de Dag en respuesta le rozó la garganta. Revisando rápidamente sus opciones ante este inesperado contraataque manco —¿sería más listo de lo que parecía?—, el potencial ladrón dejó caer el saquito de los cuchillos y el leño y galopó en pos de su pequeño compañero.