Fawn y un grupo de tres o cuatro habitantes de Lumpton doblaron la esquina cuando Dag se ponía tambaleante en pie.
Disimuladamente, echó con la punta de la bota una esquina de la manta sobre el saquito de cuero.
—Dag, ¿estás bien? —exclamó Fawn alarmada—. ¡Te está sangrando la nariz!
Dag sintió un hilillo húmedo corriéndole por el labio, y se lo lamió, percibiendo el inconfundible sabor metálico. Intentó levantar la mano para tocarse la cara, que le latía, y se dio cuenta de que no le respondía bien. Tomando aire entre los dientes en un largo siseo ante el dolor, buscó maldiciones en su mente y no encontró ninguna lo bastante fuerte. Su sentido esencial, vuelto hacia sí mismo, no le dejó duda alguna. Se dio media vuelta, se dobló en dos, y escupió sangre y furia sobre el pavimento antes de volverse hacia ella.
—La nariz está bien —murmuró con cólera y frustración—. El brazo derecho está roto. ¡Condenación!
Capítulo 13
Su albergue en Lumpton Market resultó ser una decrépita posada justo al lado de la carretera recta que salía de la ciudad por el norte. Fawn pensó que era un deprimente paso atrás respecto al bonito hotel de Glassforge, porque era pequeño y mugriento, aunque no carente de cierto aire de raída comodidad. Además, pedía dinero incluso a los patrulleros. Sin embargo, en verano, enviaban a los clientes al patio de detrás de la cocina, a cenar en mesas de tablas y bancos bajo unos airosos nogales negros que daban a una carretera lateral, un sitio mucho mejor que la húmeda sala común. Mirando con curiosidad a su alrededor, Fawn no vio a más patrulleros allí esa noche, sólo un cuarteto de muleros sentados a una mesa, concentrados en sus cervezas, y un poco más lejos, una pareja de granjeros ocupados con un grupo de ruidosos chiquillos. A pesar de su altura, su sorprendente aspecto, y el brazo entablillado y en cabestrillo, Dag apenas atrajo algunas breves miradas, y Fawn se sintió tranquilizadoramente ignorada a su sombra.
Dag se dejó caer sobre su banco con un comprensible gemido de cansancio, y Fawn se deslizó a su derecha. Desató las lazadas del abultado paquete de cuero que él le había hecho traer de las alforjas, abriéndolo para revelar que contenía un surtido de artilugios para su muñequera.
—Cielos, ¿qué es todo esto?
—Cosas sueltas. Experimentos, o cosas que no uso todos los días. —Ella lo miró confusa y alzó una clavija de madera que sujetaba una pieza de metal curvada y afilada que parecía un pequeño estribo, y él añadió—: Es un rascador. Durante las patrullas, me pasaba muchas noches rascando pieles. Aburridísimo, pero uno de los primeros trabajos de los que me encargué después de conseguir el arnés. Me ayudó a fortalecer el brazo, lo que me vino bien cuando empecé con el arco.
La pinche que también hacía las funciones de camarera puso ante ellos jarras de cerveza y volvió a la cocina. Dag alargó garfio y mano entablillada, se estremeció, y se echó atrás, y Fawn dijo:
—¡Ah! El barbero te dijo que no intentaras usar la mano. Cinco veces mientras yo escuchaba, y no sé cuántas más cuando no estaba en el cuarto. Hubo un momento en que pensé que te daría un pescozón. —El hombre apenas había necesitado a Fawn para vendar el brazo de Dag con intimidante meticulosidad, haciéndose cargo enseguida del carácter de su irritado paciente. Las puntas de los dedos de Dag apenas asomaban por los vendajes de algodón—. Tienes que dejarlo en el cabestrillo. Tenemos que encontrar un modo de seguir adelante así.
Le llevó apresuradamente la jarra a los labios; él hizo una mueca, pero bebió con ansia. Ella se las arregló para no salpicarle mucho cuando él asintió para indicar que tenía bastante, y sacó rápidamente su pañuelo del bolsillo para evitar que se secara la boca con el brazo derecho.
—Y si usas los vendajes como servilleta van a apestar mucho antes de que se cumplan las seis semanas, de modo que no lo hagas.
Él la miró de reojo, fieramente.
—Y si sigues mirándome así me dará la risa floja, y entonces me tirarás las botas a la cabeza, y entonces a ver qué hacemos.
—No lo haré —gruñó él—. Te necesitaré antes para que me quites las malditas botas.
Pero la comisura de su boca se curvó hacia arriba a pesar de todo. Fawn quedó tan aliviada que se alzó sobre una rodilla y se la besó, con lo cual se curvó aún más.
Él dejó escapar un largo suspiro, como disculpa por su susceptibilidad.
—El tercero por la izquierda, ahí —indicó con la cabeza la envoltura de cuero—, tendría que ser una especie de cruce entre cuchara y tenedor.
Ella la sacó y la examinó, una cuchara de hierro con cuatro cortas puntas al extremo.
—Ah, qué ingenioso.
—No la uso muy a menudo. Un cuchillo suele ir mejor, si tengo algo en la mesa aparte de mi garfio o la mano social —esto último era el nombre que daba Dag a su enguantada mano de madera, que parecía ser poco más que un disfraz para cuando estaba entre extraños, aunque uno no muy efectivo.
Con un leve clunk, Dag puso la muñequera de madera contra el borde de la mesa.
—Intenta cambiarlo.
El artilugio más usado por Dag, el garfio con la ingeniosa pincita de muelle, estaba bien encajado. Fawn, inclinándose, tuvo que hacer mejor presa antes de poder sacarlo. El utensilio para comer lo reemplazó más fácilmente.
—Oh, no es muy difícil.
Sus platos llegaron, llenos de de zanahorias y puré de patatas con salsa cremosa y una generosa porción de chuletas de cerdo. Tras un intercambio de miradas —Fawn pudo ver cómo Dag luchaba por mantener su irritación bajo control—, ella se inclinó y cortó la carne con eficiencia, dejándole el resto a él. La cuchara-tenedor funcionaba bastante bien, aunque le hacía tener que extender el codo de manera un poco incómoda. Previsoramente, ella siguió pidiendo cerveza. Quizá fuera sólo el efecto de una comida caliente tras un día demasiado largo, pero él se relajó poco a poco. La rechoncha doncella les trajo luego gruesas tajadas de tarta de cerezas, lo cual amenazó con convertir la relajación en sueño allí mismo sobre los bancos.
Fawn dijo:
—Entonces… ¿Nos quedamos aquí y descansamos mañana, o seguimos y descansamos en West Blue? ¿Podrás cabalgar tan lejos? —Había cabalgado desde el barbero, con las riendas enrolladas en torno al garfio, pero sólo había sido una milla.
—He hecho más estando peor. El polvo ayudará. —Había comprado prudentemente en la tienda de medicinas lo que dijo era un remedio Andalagos para el dolor, antes de que dejaran la plaza. Fawn no estaba segura de si la mirada vidriosa de sus ojos era debida al medicamento o al dolor de su brazo; pero pensándolo mejor, era buena cosa que la medicina no funcionara mejor, o no habría manera de que redujera el ritmo. Confirmando esto, él se estiró y dijo:
—No me importaría seguir. Hay gente en Hickory Lake que puede hacer cosas para que esto cure más rápido.
—¿Está bien colocado? —preguntó preocupada.
—Oh, sí. Ese barbero puede que fuera un torturador manazas, pero conocía su oficio. Curará bien.
Dag le había llamado cosas mucho peores mientras le colocaba el hueso en el sitio, pero el hombre se había limitado a sonreír, evidentemente acostumbrado a las coloridas invectivas de sus pacientes. Posiblemente, pensó Fawn, coleccionaba los mejores insultos.