—Tal vez cada universo dura lo suficiente para producir algo como Jane —dijo Valentine—. Y entonces ella se marcha y crea más y…
—Continúa y continúa. ¿Por qué no?
—Pero ella es una casualidad —dijo Valentine.
—No —respondió Grego—. Ésa es una de las cosas que Andrew ha descubierto hoy. Tienes que hablar con él. Jane no fue ninguna casualidad. Por lo que sabemos, no existen las casualidades. Por lo que sabemos, todo ha formado parte de la pauta desde el principio.
—Todo excepto nosotros mismos —dijo Valentine—. Nuestro…, ¿cuál es la palabra para el filote que nos controla?
—Aiua —respondió Grego. Se lo deletreó.
—Sí. Nuestra voluntad, en cualquier caso, existió siempre, con todas las fuerzas y debilidades que tiene. Y por eso, mientras formemos parte de la pauta de la realidad, seremos libres.
—Parece que la moralista entra en acción —sonrió Olhado.
—Esto es una completa chaladura —dijo Grego—. Jane va a reírse de nosotros. Pero Nossa Senhora, es divertido, ¿verdad?
—Eh, por lo que sabemos, tal vez por eso existe el universo —dijo Olhado—. Porque dar vueltas por el caos y crear realidades es divertido. Tal vez Dios se lo ha estado pasando bomba.
—O tal vez sólo está esperando a que Jane salga de aquí y le haga compañía —susurró Valentine.
Le tocaba a Miro el turno con Plantador. Era tarde, más de medianoche. Y no podía sentarse a su lado y cogerle la mano. Dentro de la habitación estéril, Miro tenía que llevar un traje, no para mantener fuera la contaminación, sino para impedir que el virus de la descolada que transportaba alcanzara a Plantador.
«Si me hiciera una pequeña grieta en el traje —pensó, Miro—, le salvaría la vida.»
En ausencia de la descolada, el deterioro del cuerpo de Plantador avanzaba rápido y devastador. Todos sabían que la descolada se había mezclado con el ciclo reproductor pequenino y les había posibilitado la tercera vida como árboles, pero hasta entonces no había quedado claro cuánto de su vida diaria dependía de la descolada. Quienquiera que diseñó el virus era un monstruo despiadado y eficaz. Sin la intervención de la descolada de cada día, de cada hora, de cada minuto, las células empezaban a volverse viscosas, la producción de moléculas para almacenar energía vital se detenía, y (lo que más temían) las sinapsis del cerebro se disparaban con menos rapidez. Plantador estaba cubierto de tubos y electrodos, y yacía dentro de varios campos de observación, para que desde fuera Ela y sus ayudantes pequeninos pudieran seguir todos los aspectos de su muerte. Además, tomaban muestras de tejidos aproximadamente cada hora. El dolor de Plantador era tal que, cuando conseguía dormir, la muestra de tejidos no lo despertaba. Sin embargo, a pesar de todo, del dolor, del casi colapso que afectaba su cerebro, Plantador permaneció aturdidamente lúcido. Como si estuviera decidido por pura fuerza de voluntad a demostrar que, incluso sin la descolada, un pequenino podía ser inteligente. Plantador no lo hacía por la ciencia, naturalmente. Lo hacía por dignidad.
Los investigadores no podían perder tiempo en turnarse como trabajadores en el interior, llevando el traje y permaneciendo sentados allí, viendo a Plantador, hablándole. Sólo gente como Miro, y los hijos de Jakt y Valentine, Syfte, Lars, Ro, Varsam, y la mujer extraña y silenciosa llamada Plikt, gente que no tenía otros deberes urgentes que atender, que eran suficientemente pacientes para soportar la espera y lo bastante jóvenes para cumplir con sus deberes de precisión, sólo ellos se encargaban de los turnos. Podían haber añadido unos cuantos pequeninos al turno, pero todos los hermanos que sabían lo suficiente de las tecnologías humanas para realizar aquel trabajo formaban parte de los equipos de Ela o de Ouanda, y tenían demasiadas cosas que hacer. De todos aquellos que pasaban el tiempo dentro de la habitación estéril con Plantador, sólo Miro conocía a los pequeninos lo suficiente para comunicarse con ellos. Miro podía hablarle en el Lenguaje de los Hermanos. Eso tenía que suponer algún consuelo para él, aunque fueran virtualmente desconocidos, pues Plantador había nacido después de que Miro dejara Lusitania para realizar su viaje de treinta años.
Plantador no estaba dormido. Tenía los ojos medio abiertos, mirando a la nada, pero Miro sabía, por el movimiento de los labios, que estaba hablando. Se recitaba fragmentos de algún poema épico de su tribu. A veces cantaba selecciones de genealogía tribal. Cuando empezó a hacerlo, Ela temió que hubiera empezado a delirar. Pero él insistió en que lo hacía para probar su memoria. Para asegurarse de que al perder la descolada no perdía a su tribu, lo que sería tanto como perderse a sí mismo.
Ahora, mientras Miro subía el volumen de su traje, oyó a Plantador contando la historia de una terrible guerra contra el bosque de Hiendecielos, el «árbol que llamaba al trueno». Había una disgresión en mitad de la historia que hablaba de cómo Hiendecielos consiguió su nombre. Esta parte del relato parecía muy antigua y mística, una historia mágica acerca de un hermano que llevaba a las pequeñas madres a un lugar donde el cielo se abría y las estrellas caían al suelo. Aunque Miro estaba sumido en sus propios pensamientos sobre los descubrimientos del día (el origen de Jane, la idea de Grego y Olhado para viajar según los propios deseos), por algún motivo se dio cuenta de que prestaba atención a las palabras de Plantador. Y cuando la historia terminaba, Miro tuvo que interrumpir.
—¿Cuántos años tiene esa historia?
—Es vieja —susurró Plantador—. ¿Estabas escuchando?
—La última parte. —Afortunadamente, podía hablar con Plantador sin problemas. O bien no se impacientaba con su lentitud al hablar (después de todo, Plantador no tenía prisa por ir a ninguna parte), o sus propios procesos cognitivos se habían refrenado para equipararse al ritmo de Miro. Fuera lo que fuese, Plantador le dejaba acabar sus propias frases, y le respondía como si hubiera estado escuchando con atención—. ¿He comprendido bien? ¿Has dicho que Hiendecielos llevaba a las pequeñas madres consigo?
—Eso es —susurró Plantador.
—Pero no acudía al padre-árbol.
—No. Sólo tenía pequeñas madres en sus bolsas. Aprendí esta historia hace años. Antes de dedicarme a la ciencia humana.
—¿Sabes qué me parece? Que la historia puede datar de una época en que no llevabais a las pequeñas madres al padre-árbol. Entonces las pequeñas madres no lamían su sustento de la savia del árbol madre. En cambio, colgaban de las bolsas del abdomen del macho hasta que los infantes maduraban lo suficiente para surgir y ocupar el sitio de sus madres en la teta.
—Por eso te la canté —asintió Plantador—. Intentaba pensar cómo podría haber sido todo si ya éramos inteligentes antes de que llegara la descolada. Y finalmente recordé esa parte de la historia de la Guerra de Hiendecielos.
—Fue al lugar donde el cielo se abrió.
—La descolada llegó aquí de alguna forma, ¿verdad?
—¿Cuántos años tiene esta historia?
—La Guerra de Hiendecielos fue hace veintinueve generaciones. Nuestro propio bosque no es tan antiguo. Pero llevamos con nosotros canciones e historias de nuestro padre-bosque.
—Esa parte de la historia sobre el cielo y las estrellas podría ser mucho más antigua, ¿no?
—Muy antigua. El padre-árbol Hiendecielos murió hace mucho tiempo. Puede que fuera ya muy viejo cuando se libró la guerra.
—¿Crees que es posible que esto sea un recuerdo del pequenino que descubrió por primera vez la descolada? ¿Que fuera traída aquí por una nave espacial y que lo que viera fuese una especie de vehículo de reentrada?
—Por eso la canté.
—Si eso es cierto, entonces decididamente erais inteligentes antes de la llegada de la descolada.
—Todo ha desaparecido ahora-murmuró Plantador.