– Sí -respondió Travis, y Mick lo confirmó con un gesto.
– Este es mi niño bueno.
Travis miró hacia arriba en señal de condescendencia.
– Pete dijo que podía quedarme a pasar la noche y su madre dijo: «Otro día».
– Bueno, ya veremos. -Meg era una mujer hermosa, como su madre, con una piel lisa y blanca y un largo cabello negro. Y, como su madre, tenía un humor jodidamente impredecible-. Ve a ponerte el pijama y métete en la cama. Yo iré a darte el beso de buenas noches en un minuto.
– De acuerdo -dijo Travis en medio de un bostezo-. Buenas noches, tío Mick.
– Buenas noches, colega.
Mick sintió un aplastante deseo de dar media vuelta, incluso llegó a dar un paso atrás, como si quisiera alejarse de lo que sabía que se avecinaba y huir hacia el aire fresco de la noche.
Meg observó cómo su hijo salía de la habitación, luego extendió la mano abierta.
– He encontrado el anillo de boda de mamá.
– Meg.
– Se lo quitó y lo dejó en la mesilla, junto a la cama, antes de ir al bar esa noche. Mamá no se lo quitaba nunca.
– Creía que no ibas a hurgar en sus cosas nunca más.
– Y no lo he hecho. -Cerro la mano alrededor del anillo y se mordió la uña del pulgar-. Estaba entre las joyas de la abuela Loraine, lo descubrí cuando buscaba su collar del trébol de cuatro hojas. El que solía llevar siempre porque le daba suerte. Quería llevarlo a trabajar mañana.
¡Dios!, odiaba cuando su hermana se ponía así. Él tenía cinco años menos que Meg, pero siempre se sentía como el hermano mayor.
Sus grandes ojos lo traspasaron y dejó caer la mano a un costado.
– ¿De verdad iba papá a dejarnos?
¡Joder!, Mick no lo sabía. No lo sabía nadie más que Loch, y hacía tiempo que estaba muerto. Muerto, enterrado y en el pasado. ¿Por qué Meg no lo dejaba en paz?
Tal vez porque acababa de cumplir diez años unos meses antes de la noche en que su madre cargó un revolver del treinta y ocho y vació cinco recámaras en el padre de Mick y una joven camarera llamada Alice Jones. Meg recordaba muchas más cosas ocurridas esa noche de la que hacía veintinueve años y en la que su madre mató a alguien más que a Loch y a su última amante. Cosas de la noche en que su madre se metió el corto cañón en la boca, apretó el gatillo y mató a alguien más que a sí misma. Voló en pedazos las vidas de sus dos hijos, y Meg nunca se recuperó.
– No lo sé, Meggie. La abuela creía que no.
Pero aquello no quería decir nada, Loraine siempre había evitado ver y había hecho oídos sordos a los líos y ofensas de su marido y de su hijo, y luego a todo lo que Mick había hecho. Vivió toda su vida en la negación. Había sido más fácil para ella fingir que todo era maravilloso, sobre todo cuando no lo era.
– Pero la abuela no vivía con nosotros entonces. No sabía cómo era aquello, ni tú tampoco. Eras demasiado pequeño. No te acuerdas.
– Recuerdo lo suficiente. -Levantó las manos para frotarse el rostro. Ya habían tenido aquella conversación antes y nunca resolvía nada-. ¿Qué importa eso ahora?
– ¿Dejó de querernos, Mick?
Mick dejó caer las manos a los lados y notó que algo en el fondo de su cabeza se tensaba. Por favor, basta, pensó.
Las lágrimas discurrieron por las mejillas de Meg.
– Si él aún nos quería, ¿por qué ella le disparó? Había tenido otros líos de faldas antes. Según toda la ciudad, había tenido muchos líos.
Se acercó a su hermana y le puso las manos sobre los hombros enfundados en la bata de rizo rosa.
– Olvídalo.
– Lo he intentado. He intentado ser como tú, y a veces lo consigo, pero… ¿por qué no la enterraron con su anillo de boda?
La pregunta del millón era: ¿por qué había cargado la treinta y ocho? ¿Realmente quería matar a alguien o solo darle un susto de muerte a Lock y a su joven amante? ¿Quién sabe? Pensar en ello no servía de nada más que para hacer enloquecer a alguien.
– Ahora no importa. Nuestra vida no está en el pasado, Meg.
Meg respiró hondo.
– Tienes razón. Guardaré el anillo y me olvidaré de él. -Sacudió la cabeza-. Es solo que a veces no consigo quitármelo de la cabeza.
La atrajo contra su pecho y la abrazó fuerte.
– Lo sé.
– Me da tanto miedo…
A él también le daba miedo. Miedo de que Meg cayera en la espiral descendente en la que se había sumido su madre y de la que nunca salió. Mick siempre se preguntaba si su madre había pensado por un momento en Meg y en él. Si había pensado en la desolación y la pérdida que estaba a punto de dejar en el suelo de un bar. Aquella noche, mientras cargaba el arma, ¿se le había pasado por la imaginación que estaba a punto de dejar a sus hijos huérfanos o que sus actos les obligarían a vivir con la terrible secuela? Mientras conducía hasta Hennessy, ¿había pensado en ellos y no le había importado?
– ¿Has tomado la medicación?
– Me da mucho cansancio.
– Tienes que tomártela. -Se apartó y la miró a la cara-. Travis depende de ti, y yo también dependo de ti.
Meg suspiró.
– Tú no dependes de mí, y es probable que Travis estuviera mejor sin mí.
– Meg… -La miró fijamente a los ojos-. Tú mejor que nadie sabes que eso no es cierto.
– Lo sé. -Se apartó el cabello de la cara-. Solo quería decir que criar a un niño es tan duro…
Esperaba que fuera eso lo que quería decir.
– Para eso me tienes a mí. -Mick sonrió, aunque se sentía diez años más viejo que cuando había entrado en la casa-. Yo no voy a irme a ninguna parte, aunque hagas el pastel de carne más asqueroso del mundo.
Meg sonrió y, de aquel modo, su humor cambió. Como si alguien hubiera metido la mano en su cerebro y apretado un interruptor.
– A mí me gusta mi pastel de carne.
– Lo sé. -Mick dejó caer las manos y buscó las llaves en el bolsillo-. Pero a ti te gusta la comida de viejas.
Meg cocinaba como su abuela, como si estuviera cocinando un guiso para la cena del centro de ancianos.
– Eres malo y una mala influencia para Travis. -Se rió y se cruzó de brazos-. Pero siempre me haces sentir mejor.
– Buenas noches -dijo, y se encaminó hacia la puerta.
El aire frío de la noche le acarició la cara y el cuello mientras caminaba hacia la camioneta, respiró una profunda bocanada de aire y la soltó. Siempre hacía que Meg se sintiera mejor, siempre. Y luego, él siempre se quedaba hecho una mierda. Ella tenía una crisis y cuando se le pasaba, estaba bien. Nunca parecía notar los añicos que dejaba a la zaga de sus impredecibles humores.
Después de pasar fuera doce años, casi había olvidado cómo eran aquellos humores. A veces le habría gustado no haber regresado.
Capítulo 5
Maddie cogió una botella de Coca-Cola light que estaba sobre su escritorio y la destapó. Dio un trago largo y volvió a taparla. Nada más abrir los ojos aquella mañana, supo al instante por dónde tenía que empezar el libro. En el pasador siempre empezaba los libros con hechos escalofriantes. Pero en esa ocasión se sentó y escribió:
– Te prometo que esta vez será diferente, nena. -Alice Jones echó un vistazo a su pequeña hija y luego volvió a fijar la mirada en la carretera-. Truly te va a encantar. Se parece un poco al cielo y ya va siendo hora de que Jesús nos ayude a encontrar una vida mejor.
Pero la nena no dijo nada. Ya había oído aquello antes. La voz emocionada de su madre y las promesas de una vida mejor. Lo único que cambiaba siempre era su dirección.
Como siempre, la niña quería creer a su madre. En realidad la creía, pero acababa de cumplir cinco años y era lo bastante mayor para darse cuenta de que nunca cambiaban a mejor, de que nunca cambiaba nada.
– Vamos a vivir en una bonita caravana.
Se descruzó de brazos y miró por el parabrisas los pinos que pasaban a toda velocidad. ¿Una caravana? Nunca había vivido en una casa.