Mick se echó a reír.
– Algunas mujeres dicen que les gusta.
– Aja. A algunas mujeres les gusta que las azoten, pero yo tampoco le encuentro el gusto.
Mick le cogió la mano.
– ¿Y que te aten a la cama?
Se encogió de hombros.
– Más o menos.
Mick acercó la mano de Maddie a su boca y sonrió.
– Creo que sé lo que vamos a hacer cuando salga de trabajar.
Maddie se rió y dirigió su atención hacia el paisaje. Hacia los pinos y la espesa maleza y la bifurcación sur del río Payette. Idaho era famoso por sus patatas, pero también por sus espectaculares paisajes naturales.
En el hotel se sentaron a una mesa que miraba hacia las aguas verdeazuladas del lago Redfish y hacia las cimas cubiertas de nieve de los montes Sawtooth. Comieron y hablaron de la gente de Truly. Maddie le habló de sus amigas, de la boda de Lucy del año anterior y de las inminentes nupcias de Clare. Hablaron de todo, desde el tiempo hasta los acontecimientos mundiales, de deportes e incluso del último brote del virus del Nilo occidental.
Hablaron de casi todo, salvo de la razón por la que se había trasladado a Truly. Como por un acuerdo tácito evitaron hablar del libro que estaba escribiendo y de la noche en que su madre mató a dos personas y luego se suicidó.
Fue un día divertido y relajado y durante aquellos raros momentos en que Maddie le miró a los ojos, la conciencia le recordaba que él no estaría con ella si supiera quién era en realidad. Se quitó esa idea de la cabeza y se olvidó de ello. Hizo oídos sordos a su conciencia y, de camino a casa, enterró su conciencia tan hondo que solo oía un débil susurro del que podía hacer caso omiso.
Capítulo 14
Aquella noche, después de trabajar, Mick apareció en la puerta de Maddie con unas corbatas de seda en una mano y otro ratón de juguete en la otra. Mientras Mick ataba a Maddie por las muñecas, Bola de nieve se peleaba con el ratón por toda la casa y después, saltándose a la torera las normas, se durmió en la silla del despacho. Saltarse las normas se había convertido en una mala costumbre para Bola de nieve. Igual que Mick Hennessy se había convertido en una mala costumbre para Maddie. Una costumbre que al final tendría que romper, pero había un problema: a Maddie le gustaba pasar el tiempo con él, dentro y fuera de la cama, y eso generaba otro problema: no estaba trabajando demasiado. No había acabado las notas ni completado la cronología, y necesitaba hacerlo antes de sentarse a escribir el capítulo dos. Necesitaba recordar por qué estaba en Truly y ponerse a trabajar. No podía seguir dejándolo todo para pasar un buen rato con Mick, pero cuando le llamó por teléfono la noche siguiente y le pidió que se reuniese con él en Mort después de cerrar, no lo pensó dos veces. A las doce y media llamó a la puerta trasera con una gabardina roja, zapatos de tacón y una de las corbatas azules de Mick colgando entre los pechos.
– Bonita corbata -dijo Mick cuando le desabrochó la gabardina.
– Me pareció que te la tenía que devolver.
Mick la cogió de la cintura y la atrajo contra su pecho.
– Hay algo en ti, Maddie… -dijo mientras la miraba a los ojos-, algo más que el modo de hacer el amor. Algo que me hace pensar en ti cuando estoy sirviendo copas o lanzándole pelotas a Travis.
Maddie le abrazó por el cuello y los pezones rozaron el polo de Mick. Contra la pelvis de ella, Mick estaba excitado y preparado. Aquella era la parte en la que ella también le decía lo que pensaba de él, pero no podía. No podía porque aquello no era cierto. Era cierto, pero era mejor que las cosas siguieran siendo platónicas hasta que se mudara.
En lugar de hablar, Maddie puso los labios en los de él y la mano en su bragueta. Lo que empezó siendo un polvo de una noche se alargó unas cuantas noches más. Mick quería ver más de ella. Ella quería ver más de él, pero aquello no era amor. No amaba a Mick, pero le gustaba mucho. Sobre todo cuando la tumbaba encima de la barra y, entre las botellas de alcohol, Maddie vislumbraba en el espejo retazos de su largo y duro cuerpo moviéndose y conduciéndola hacia una liberación que le hacía retorcer los dedos de los pies dentro de los zapatos de tacón.
Era sexo, solo sexo. Resultaba irónico que llevara cuatro años esperando encontrar aquel tipo de relación. Nada más, y si alguna vez se le olvidaba, solo tenía que recordarse a sí misma que, aunque conocía su cuerpo íntimamente, no sabía ni siquiera su número de teléfono ni dónde vivía. Mick podía decir que había algo en ella, pero fuera lo que fuese, no era bastante para quererla en su vida.
La mañana en que Bola de nieve tenía que ir al veterinario, Maddie cogió la gatita y la llevó a la ciudad. Agosto era el mes más caluroso del verano y el hombre del tiempo había dicho que el valle alcanzaría la sofocante temperatura de treinta y cuatro grados centígrados.
Maddie se sentó en la sala de exploración y observó cómo el veterinario John Tannasee examinaba a su gatita. John era un hombre alto con fuertes músculos debajo de la bata blanca y un bigote a lo Tom Selleck. Tenía una voz profunda que sonaba como si le saliera de los pies. Miraba con cuidado los oídos de Bola de nieve y luego le observó los genitales y verificó que Bola de nieve era hembra. Le tomó la temperatura y dijo que estaba sana como una manzana.
– La heterocromía no parece afectarle la visión. -Le rascó entre las orejas y le señaló otro defecto genético-. Y su maloclusión no es tan fuerte como para afectarle la nutrición.
Maddie comprendió lo que quería decir heterocromía, pero no lo segundo.
– ¿Maloclusión?
– Su gata tiene sobremordida.
Maddie nunca había oído tal cosa en un gato y no se lo acabó de creer hasta que el veterinario puso la cabeza de la gata hacia atrás y le enseñó que la mandíbula superior de Bola de nieve era un poco más larga que la inferior. Por alguna extraña razón, el defecto oral de la garita hizo que a Maddie le gustara más.
– Tiene los dientes salidos -dijo Maddie sorprendida-. Es una paleta.
Pidió otra visita de seguimiento para esterilizar a Bola de nieve y que no pudiera engendrar más gatos cabezones y paletos, y luego ella y Bola de nieve se fueron al supermercado.
– Pórtate bien -advirtió a la gata mientras entraba en el aparcamiento de D-Lite.
– Miau.
– Pórtate bien y te traeré un premio.
Gruñó al salir del coche y cerrar la puerta. ¿Acababa de decir un premio? Se avergonzó de sí misma. Mientras cruzaba el aparcamiento, se preguntó si estaba destinada a convertirse en una de esas mujeres que miman a sus gatos y cuentan aburridas historias de gatos a personas que les importa un pimiento.
Una vez dentro del supermercado, cogió pechugas de pollo, ensalada y Coca-Cola light. No encontró los premios que buscaba y cogió otra marca. Llevó el carrito hacia la parte delantera de la tienda hasta la caja registradora número cinco. La cajera llamada Francine escaneó los premios para gatos mientras Maddie buscaba en el bolso.
– ¿Cuánto tiempo tiene su gato?
Maddie levantó la mirada hasta la cara larga de Francine, enmarcada en un pelo Flashdance de los ochenta.
– No estoy segura. Apareció en mi terraza y no se va. Creo que es un poco deforme.
– Sí. Por aquí pasa mucho.
Los ojos de Francine eran un poco saltones y estrábicos y Maddie se preguntó si estaba hablando del gato o de sí misma.
– He oído que hay un segundo sospechoso en su libro -dijo Francie mientras escaneaba las pechugas de pollo.
– ¿Perdón?
– He oído que ha descubierto un segundo sospechoso. Que tal vez Rose no disparase a Loch y a la camarera y luego se suicidara. Tal vez fue alguien y los mató a los tres.
– No sé quién le ha dicho eso, pero le aseguro que no es cierto. No hay otro sospechoso. Rose disparó a Loch y a Alice Jones, luego dirigió la pistola contra ella misma.