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A Frank le había parecido estar allí. No se asemejaba en absoluto a un sueño.

Durante unos momentos antes de levantarse, permaneció inmóvil, de lado, con los ojos cerrados y de cara a la pared. Su mente se aferraba al sueño, lo retenía con terrible nostalgia. Pero el sueño se fue disipando lenta y despiadadamente y la celda de la muerte volvió a él. Notó el catre debajo de su hombro y observó la pared blanca de piedra delante de su cara. Se volvió, esperando que… Pero había barras en la puerta de su jaula. Y un guardia al otro lado, sentado frente a su amplia mesa, mecanografiando la ficha cronológica: 6.21 – El prisionero se despierta. El reloj colgaba de lo alto de la pared encima de la cabeza inclinada del guarda. Quedaban diecisiete horas y cuarenta minutos para que le sujetaran con correas a la camilla, antes de que le condujeran a la cámara de ejecución para recibir la inyección.

Frank se recostó en el catre y parpadeó mirando el techo. El sabio hombre chino dice que cuando un hombre sueña ser una mariposa, en realidad, podría ser una mariposa soñando ser un hombre. Pero el sabio hombre chino se equivoca. Frank conocía la diferencia, sin lugar a dudas; siempre la había conocido. Ese peso de plomo que se pegaba a él como una doble piel, toneladas de tristeza y terror: todo aquello era lo real, era la vida misma. Cerró los ojos y durante un par más de segundos dolorosos todavía pudo oler el césped recién cortado. Pero no como podía sentir el movimiento de las agujas del reloj, no del modo que sus terminaciones nerviosas percibían el paso del tiempo.

Apretó los puños contra los costados. Si al menos Bonnie no viniera, pensó. Todo iría bien si Bonnie no viniera a despedirse. Y Gail. Ya no era ningún bebé. Tenía siete años. Dibujaba para él árboles y casas con sus lápices de colores.

– ¡Hey! -le diría-. Esto está realmente muy bien, corazón.

Eso iba a ser lo peor, consideró. Estar sentado con ella, con ellas, viendo pasar el tiempo. Temía no ser capaz de soportarlo.

Poco a poco, se sentó en el extremo del catre. Se llevó las manos a la cara como si fuera a frotarse los ojos y permaneció inmóvil durante unos momentos. Ese maldito sueño le había llenado el corazón de dolor y nostalgia de los viejos tiempos. Debía recomponerse o la nostalgia le haría flaquear. Esa era su mayor inquietud. Sentirse desfallecer. Si Bonnie lo viera derrumbarse al final, o, Dios mío, si Gail lo viera… el recuerdo las acompañaría a lo largo de sus vidas. Sería la imagen que conservarían de él para siempre.

Se incorporó y respiró hondo. Era un hombre de metro ochenta, delgado y musculoso, con anchos pantalones verdes de prisión, y camiseta de béisbol estarcida con el número CP-133. El abundante pelo oscuro le caía sobre la frente como una descarga desigual. Tenía el rostro enjuto y arrugado, y los ojos muy juntos, de color marrón, profundos y tristes. Se pasó el pulgar por los labios, secándolos.

Sintió los ojos del vigilante fijos en él y se volvió para mirarle. El guardia había levantado la vista de la máquina de escribir en dirección a Frank. Su nombre era Reedy. Un muchacho delgado pero fuerte con una cara blanca muy severa. Frank recordó el comentario de alguien diciendo que había trabajado en la farmacia del pueblo antes de irse a Ostage. Hoy parecía nervioso y azorado.

– Buenos días, Frank -dijo.

Frank saludó con la cabeza.

– Te apetece tomar algo? ¿Quieres desayunar?

Frank sentía el estómago revuelto, pero aun así estaba hambriento. Carraspeó para que la voz no sonara ronca.

– Tomaré un bollo y un poco de café, si hay -respondió. Su voz tembló un poco al final.

El vigilante hizo una pausa para anotar la petición en su informe cronológico. Luego se levantó y habló con el guardia que estaba al otro lado de la puerta de la celda, y éste miró a través ella. También parecía nervioso y pálido y recibió las instrucciones sobre el desayuno de Frank con gran respeto y solemnidad. Había un cierto aire de ceremonia en todo el procedimiento. Frank sintió nauseas: un paso tras otro en un ritual inevitable. Igual que un minuto sucede a otro.

– Ahora mismo te lo traemos -declaró Reedy solemnemente. Volvió a su mesa y se sentó. Anotó la transacción en su informe: 6.24 – Pedido de desayuno retransmitido al oficial Drummer.

Sentado en el extremo de su catre, Frank se miró los pies. Intentó no pensar en el pobre y nervioso Reedy. Procuró centrarse en sus pensamientos, abstraerse de todo hasta conseguir sentirse como si estuviera solo. Puso las manos entre las rodillas, apretándolas. Cerró los ojos y se concentró. Empezó a rezar su plegaria matinal.

Eso lo tranquilizaba. Siempre era consciente, en cada momento, del ojo de Dios observándole, pero cuando rezaba podía sentirlo ahí, junto a él, con toda claridad. El ojo permanecía inmóvil, sin pestañear, y oscuro, como esa cámara en las esquinas de los ascensores que te observan justo cuando te sientes más solo y apartado. Al rezar, Frank recordó que no estaba solo y sintió esa mirada atenta. Tras ella, se dijo, habría otro mundo distinto, un sistema judicial completamente diferente, distinto del Estado de Missouri. A ese sistema, y a su juez, suplicaba en sus plegarias.

Rezaba para cobrar fuerzas. No para él mismo, comentó, sino para su mujer, para Bonnie, y para su hijita pequeña. Pidió a Jesús que las tomara en consideración ahora, en su último día. Y suplicó que le diera toda la fuerza para decirles adiós.

Al rato empezó a sentir aliento. El sueño estaba medio olvidado. Levantó la vista hacia el reloj de la pared y sintió que el ojo de Dios no se separaría de él.

2

Ahora bien, a menudo, el ojo de Dios y el de los medios de comunicación se confunden, o así lo hacen sobre todo los medios de comunicación. Pero tanto si Frank Beachum era observado por el primero como por el segundo, un miembro de este último lo tenía bien presente en su corazón y en su mente.

Michelle Ziegler, del St. Louis News, era un personaje formidable. Joven, una cría en realidad, tenía sólo veintitrés años. Pero sus inseguridades no se evidenciaban, aunque sí su altanería encantadora, atractiva e inteligente que provocaba terror en los corazones de los hombres y un desdén envidioso en las mentes de las mujeres. A mí, por ejemplo, me gustaba bastante. Tenía una cara oval y suave, una nariz romana y grandes ojos castaños que veían lo suficiente como para hacerte sudar. Vestía como lo que era: una universitaria potente suelta por el mundo. Blusas escotadas que realzaban su figura -una forma que se habría llamado graciosa cuando la gracia todavía era un concepto-, y faldas tan cortas que algunos de los machos menos maduros del News mantenían una apuesta permanente sobre el color de sus bragas. Yo gané cuarenta dólares una vez que acerté que el color era el rosa tres veces seguidas.