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– Acaba de salir a tomar un café -explicó.

Bob asintió lentamente, analizando la situación. Se levantó con cautela. Atravesó la sala de redacción a un ritmo controlado, hacia el vestíbulo y en dirección a la cafetería.

Se encontró con Alan Mann en el pasillo. Alan volvía tranquilamente a su oficina, con una vaso de café solo y un buen pedazo de pastel escondido en una bolsa en el bolsillo de la americana. Cuando Bob le detuvo, la mano libre de Alan se dirigió con instinto protector hacia el bolsillo.

Alan era nuestro redactor jefe, un hombre de unos cincuenta años. Con casi metro noventa, superaba a Bob Findley. Tenía las espaldas anchas y el resto del cuerpo delgado y en forma, excepto su barriga, que pasaba por encima de su cinturón y hacia abajo, como si fuera un tumor, redonda como una pelota de balón volea. La cara era estrecha y picuda, su frente ancha y las cejas pobladas. Como un halcón, así era Alan.

Bob se quedó cerca de él y habló muy bajo mirando su ceja amenazadora.

– Acabo de recibir una llamada del hermano de Michelle Ziegler. -Gesticuló con la mano derecha, como solía hacer, como si previniera a todo el mundo de que debía mantener la calma-. Michelle ha sufrido un accidente de coche.

– ¿Ha sido grave? -preguntó Alan, frunciendo el ceño.

– Sí -respondió Bob, gesticulando un poco más-. Está en estado crítico. Los médicos no creen que salga de ésta con vida.

Durante unos largos instantes, Alan se le quedó mirando como si no hubiera dicho nada. Luego, sacudiendo con disgusto la cabeza, siguió andando, atravesando el vestíbulo sin hacer ningún comentario más. Bob le siguió despacio por la sala de redacción.

Jane March observó atentamente a los dos hombres entrar en el despacho de Alan. Cuando Bob cerró la puerta, murmuró:

– ¡Dios santo!

Alan tenía las persianas bajadas tras las paredes de cristal. Habría querido volver y comerse el pastel sin que nadie le viera. Desde su mesa, Jane sólo podía vislumbrar sombras que se movían al otro lado de las persianas blancas.

En el interior del despacho, Alan Mann fue hasta el otro lado de la mesa. Todavía no había dicho nada. Posó la taza de café encima del escritorio y a continuación sacó el pastel del bolsillo y también lo depositó sobre la mesa con fuerza manifiesta: los problemas, pensó, habían sido más graves que pequeñas decepciones de ese tipo. Se dejó caer en su silla giratoria y frunció el entrecejo misteriosamente.

– Esa estúpida zorra. Qué, ¿había bebido? -preguntó al fin.

Bob hizo una mueca afligido. Alan lo había contratado. Alan era su mentor y habiendo visto redactores jefe cascarrabias por televisión, Bob generalmente asumía que Alan tenía un corazón de oro como ellos. Por eso, Bob se dijo que podía ser lo suficientemente generoso como para no despreciar a Alan. A pesar de ello, secretamente, pensó que el mundo sería un lugar más civilizado cuando se extinguieran dinosaurios como Alan Mann y todo el mundo fuera más o menos atento como el.

– No lo sé -respondió con amabilidad-. Fue en esa horrible curva del área de servicio. Realmente deberían hacer algo al respecto.

Por supuesto, Alan sabía lo que Bob pensaba de él, así que desempeño a fondo su papel.

– Esa estúpida zorra -repitió-. ¿En qué estaba trabajando?

Bob no comprendió la pregunta.

– ¿Tenemos que cubrirla? -inquirió Alan- ¿Estaba tras algo importante?

– Oh! -exclamo Bob desconcertado. No es que no hubiera considerado la cuestión, sino que había imaginado que Alan expresaría su dolor durante unos momentos antes de abordarla-. Tenía la entrevista con Frank Beachum en Osage.

– ¡Ah, sí! Es cierto. Esta noche enchufan a Frank a la corriente, ¿verdad? -rió Alan entre dientes.

Levantó la tapa de la taza de café y se reclinó con ella en su gran sillón de cuero. Apoyó la cabeza en el reposacabezas y contemplo con fijeza el techo blanco, pensando.

– ¿Tenía Ziegler reserva para el espectáculo? -prosiguió.

– Sí. Iba a bajar hasta allí para hacer la entrevista, volver aquí y acercarse de nuevo para presenciar la ejecución.

– ¡Dios! ¿Por qué a mí?

– Me parece que la situación de Michelle es bastante peor, Alan -rió Bob.

Alan se limitó a refunfuñar tomando su café.

– No sé si el alcaide estará dispuesto a aceptar una sustitución para la entrevista. O si lo estará Beachum. Pero la presencia al acto se otorgó al periódico, así que podemos enviar a quien nos plazca. He pensado en sacar a Harvey de la historia del fraude y poner a… -dijo Bob.

– Pon a Everett en el caso -lo atajó Alan-. La entrevista y la ejecución, las dos cosas. Ponlo en las dos.

Alan bebió a sorbos su café, intentando asimilar el golpe. Alargando el momento. Sabía lo que Bob pensaba de mí.

– Steven no está -dijo Bob rápidamente, pero sin demasiadas esperanzas-. Ha estado ocupado con los de la policía todo el fin de semana, y se ha tomado el día libre.

– Pues ya no lo tiene libre. Le necesitamos. ¿Cómo se llamaba? Sí, hombre, en Osage, el alcaide, Plunkitt. Steve ya lo conoce y yo puedo hacerle entrar. Además, a Beachum le importará un comino con quién hable.

Tomó otro sorbo de café. Le encantaban las discusiones de ese tipo. Pero Bob tenía sus dudas y sabía que tenía que ser cauto. Sabía que no era muy diplomático dejarme de lado. Alan Mann y yo éramos amigos, buenos amigos, y nos conocíamos desde tiempo atrás. Alan trabajaba como profesor cuando llegué a Columbia por primera vez. Más tarde, dejó su puesto en la universidad para entrar en el periódico como redactor jefe y, cuando me licencié, me ayudó a conseguir un empleo en el periódico donde él trabajaba. Estuvimos juntos cinco años hasta que él volvió a su Missouri natal. Cuando se enteró de que me habían despedido y de que no podía encontrar nada en Nueva York, me llamó e insistió en que fuera con él al News. Siempre nos habíamos llevado bien a pesar de la diferencia de edad. A veces nos íbamos a tomar una copa después del trabajo y organizábamos comidas los domingos con nuestras familias. Con todo, Bob estaba decidido y nunca se echaba atrás en una confrontación con alguien a quien temiera tanto como Alan. Era una cuestión de honor.

– Estoy seguro de que puedo hacer que Plunkitt también acepte a Harvey -dijo con su tono de voz suave y razonable-. Plunkitt siempre se enorgullece de sus relaciones con la prensa.

– Y tú crees que Everett es un hijo de puta -replicó Alan.

– No creo que sea un hijo de puta…

– Pues te equivocas. Lo es. Confía en mí, le conozco. La mayoría de los que hacen bien su trabajo son unos hijos de puta, Bob.

– Lo sé, Alan -aclaró Bob con un gesto tranquilizador.

– Si tuviera que dirigir este periódico sin hijos de puta, no sería más que una circular.

Bob esbozó una sonrisa para calmar los ánimos, pero no dio su brazo a torcer.

– Simplemente, es que Everett me parece mejor para cubrir el aspecto informativo.

– Pero la entrevista es una crónica de impresiones. Michelle buscaba algo emotivo para acompañar su historia.

– ¿Su historia? -preguntó Alan alzando la voz-. ¿El ascendente fuego Michelle? -Dejó su vaso de plástico en la mesa. Ahora sí que se estaba metiendo de lleno en la historia-. Escucha, está más claro que el agua que Michelle la va a palmar. ¿Una muchacha de veintipocos años? Si yo dirigiera el mundo esto nunca pasaría, créeme. De todos modos, conoces las crónicas de Michelle tan bien como yo. No reconocería una noticia bomba ni que le mordiera el culo de universitaria que tiene. Everett, sí.

– Una noticia bomba, pero esto es un tema controvertido. Alan se echó hacia atrás con los ojos desorbitados.

– ¿Un tema controvertido? ¡Uff! ¡Cielo santo! ¡Un tema controvertido!

– Venga, Alan…

– ¿Y cuál es el tema?

– El tema es la pena de muerte. Quiero decir que esta noche el Estado lleva a un hombre a la muerte, Alan.