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—Dile que nunca hemos prometido milagros. —Su voz tenía un tono en las vocales que sugería la utilización del inglés como segundo idioma—. Los osos no hibernan de la misma forma que los otros animales. Incluso JN tendrá que admitirlo. Duermen mucho y la temperatura corporal decae, pero es un proceso metabólico diferente. —La consola emitió un silbido—. Cuidado, ahora… se nos va.

En la pantalla el trazo de actividad cerebral quedó reducida a una simple línea horizontal. Observaron en silencio durante un largo minuto, hasta que hubo un débil temblor en el monitor cardíaco.

El hombre se echó hacia delante y conectó toda la potencia. Gruñó.

—Nada. Ha muerto. Pobre Dolly.

—¿Y qué le digo a JN?

—La verdad. Ya casi lo sabe. Hemos llegado más lejos con Jinx y Dolly de lo que podíamos esperar. Te dije que nos introducíamos en un área peligrosa con los osos, pero seguimos adelante.

—Esperaba poder mantener a Jinx al menos otros cuatro días. Ahora no podemos arriesgarnos. Tendré que decirle a JN que vamos a despertarle ahora mismo.

—Si no hacemos eso lo mataremos. Has visto los monitores. —Mientras hablaba, ya se había dirigido al sistema de control de inyección de la segunda cámara experimental, e incrementaba los niveles hormonales a través de la media tonelada de masa corporal de Jinx—. Pero tú eres la jefa. Si insistes, le mantendré un poco más.

—No. —Se mordió el labio y se balanceó ante la pantalla—. No podemos correr ese riesgo. Sigue, Wolfgang, devuélvelo a la conciencia. ¿Cuánto tiempo ha estado Dolly en total?

—Ciento noventa horas y catorce minutos.

Ella se rió nerviosamente y volvió a ponerse los zapatos.

—Bien, es un récord para la especie. Tenemos eso para consolarnos. Tengo que irme. ¿Puedes terminarlo todo sin mí?

—Tendré que hacerlo. No te preocupes, es sólo mi cuarta hora extra de hoy. —Sonrió amargamente, pero más para sí mismo que para Charlene—, ¿Sabes lo que pienso? Si JN llega a encontrar alguna vez un medio para que un humano permanezca despierto y sano durante veinticuatro horas al día, lo primero que hará será que los trabajadores como nosotros hagamos turnos triples.

Charlene Bloom le sonrió y asintió, pero su mente ya estaba centrada en la temida reunión. Cabizbaja, salió del edificio en forma de hangar. Sus pasos resonaban hasta el techo de acero. Tras ella, Wolfgang la observó partir. Su mirada era una mezcla de furia y pena.

—Eso es, Charlene —musitó entre dientes—. Eres la jefa, así que ve a que te echen la bronca. Es justo. Los dos nos la merecemos, después de lo que le hemos hecho a la pobre Dolly. Pero deberías dejar de besar el culo de JN y decirle que nos está forzando demasiado. Probablemente te pondrá a cargo de los archivos, pero lo tendrás bien merecido… Deberías haber dado tu brazo a torcer antes de perder a uno de estos animales.

A cien metros de distancia, más allá de la puerta abierta, Charlene Bloom se giró bruscamente para mirarle. Parecía molesta. Alzó la mano y le hizo una seña.

—¿Lee mis pensamientos? —se dijo él, volviéndose a la consola de control—. No. Sólo está asustada. Preferiría quedarse aquí a decirle a JN lo que ha pasado en la última media hora.

Se dirigió a la pantalla de Jinx. El gran oso marrón tenía que ser devuelto a la conciencia, una fracción de grado cada vez. No podían permitirse perder otro animal.

Se frotó el mentón sin afeitar, se rascó ausente la entrepierna y observó las señales telemétricas. ¿Qué era lo mejor? Nadie tenía experiencia real en aquel asunto, ni siquiera la propia JN.

—Vamos, Jinx. Hagámoslo bien. No queremos que sientas dolor cuando vuelva la circulación. El azúcar en la sangre primero, luego serotonin y el equilibrio del potasio. Eso no está nada mal.

Wolfgang Gibbs no se sentía realmente furioso con Charlene. Le gustaba mucho. Era la preocupación por Dolly y Jinx lo que le trastornaba. Tenía poca paciencia y respeto con muchos de sus superiores. Pero sentía gran afecto y preocupación por los osos y los otros animales.

2

Charlene Bloom tardó casi un cuarto de hora en atravesar el hangar principal. No era sólo sus pocas ganas de asistir a la reunión inminente lo que retardaba sus pasos: cincuenta experimentos se estaban llevando a cabo en el edificio, y la mayoría estaban bajo su control administrativo.

En una cripta poco iluminada había una docena de gatos domésticos, insomnes y trastornados. Una delicada operación les había quitado parte de su formación reticular, la sección del cerebelo que controlaba el sueño. Estudió las anotaciones. Llevaban despiertos ininterrumpidamente mil ciento ochenta horas, mes y medio. Los monitores mostraban por fin evidencias de malfuncionamiento neurológico. Podría llamarlo locura felina en su informe mensual.

La mayor parte de los animales no mostraba ahora interés alguno en la comida ni en el sexo. Un puñado de ellos se habían vuelto fieros y atacaba a todo el que se le acercaba. Pero todos permanecían aún vivos. Eso era un progreso. Su último experimento fracasó cuando había transcurrido menos de la mitad de ese tiempo.

Cada sección del edificio contenía jaulas con temperatura controlada. En la siguiente zona llegó a las salas donde se encontraban los roedores y marsupiales hibernados. Caminó lentamente ante cada una de las jaulas, con la atención dividida entre los animales y sus pensamientos en torno a la inminente reunión.

Las marmotas y las ardillas estaban junto a los jerbos mutados. ¿Quién era el encargado? Aston Naugle, si no se equivocaba. No era tan organizado como Wolfgang Gibbs, ni tan trabajador, pero al menos no le provocaba escalofríos.

Ella era más alta que Wolfgang. Y superior a él en tres grados. Pero había algo en aquellos ojos oscuros… igual que en los animales. Él no tenía miedo a los osos, ni a los grandes gatos, ni a sus superiores. Un pensamiento repentino la asaltó. Esa mirada. Iba a declarársele una noche de éstas, estaba segura. ¿Y entonces?

Súbitamente consciente de que el tiempo pasaba, se dio prisa en el siguiente corredor. Sus zapatos la estaban matando, pero no podía llegar tarde. ¡Malditos zapatos!… ¿Por qué no podía conseguir nunca un calzado que le viniera bien, como el resto del mundo? No puedo llegar tarde. En los laboratorios, desde que JN había sido nombrada Directora, la impuntualidad era un pecado capital («Cuando se retrasa el comienzo de una reunión, se roba el tiempo de todos por su falta de eficiencia…»).

El corredor continuaba en el exterior del edificio principal y se convertía en un largo camino cubierto. Echó un vistazo a las nubes de la mañana. Aún parecía que iba a llover. ¿Qué iba a pasar con aquel tiempo de locos? Desde que el ciclo climatológico se había alterado, ninguno de los informes meteorológicos valía un comino. Había nieblas a ras de suelo sobre las colinas cercanas a Christchurch y hacia más calor de lo que se esperaba. Según los partes, la situación era tan mala en el hemisferio norte como en Nueva Zelanda. Y los americanos, europeos y soviéticos sufrían nevadas mucho peores.

Volvió a pensar en el primer laboratorio. Todo había sido diseñado contando con una humedad menor. No le extrañaba que los refrigeradores de aire estuvieran helándose sobre Jinx, pues la humedad en el exterior debía de ser cerca del cien por cien. Tal vez deberían añadir un deshumidificador al sistema, porque el que ahora tenían funcionaba como una maldita máquina de nieve. ¿Debería pedir ese equipo en la reunión de hoy?

La reunión.

Charlene apartó su atención de los experimentos de laboratorio. Ya habría tiempo para preocuparse por eso más tarde. Se apresuró. Tras un corto tramo de escaleras y un giro a la izquierda, llegó a la C-53, la sala de conferencias donde se celebraban las reuniones semanales. Y, gracias a Dios, había llegado antes que JN.