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—¿Gibbs, dijo? Wolfgang Gibbs. ¿El tipo fornido del pelo rizado? ¿Manejó él mismo las operaciones de ascenso y descenso?

—Sí. Pero no tengo ningún motivo para cuestionar su competencia…

—Ni yo, no sugiero eso. He leído sus informes. Es bueno. —Judith Niles hizo un gesto a su secretaria—. ¿Hubo alguna otra anomalía que considere significativa?

—Hubo una. —Charlene Bloom inspiró profundamente y buscó otra página en su cuaderno de notas—. Cuando estábamos a unos quince grados sobre la temperatura de congelación las ondas cerebrales alcanzaron una forma estable. Y Wolfgang Gibbs advirtió una cosa muy extraña en ellas. Parecían tener el mismo perfil que los ritmos cerebrales a temperatura normal, sólo que dilatados en el tiempo.

Se detuvo. Al otro extremo de la mesa, Judith Niles se había incorporado de un salto.

—¿Muy similares?

—No lo hemos pasado aún por el ordenador. A simple vista parecían idénticas… pero cincuenta veces más lentas que de costumbre.

Durante una fracción de segundo Charlene pensó que había visto intercambiar una mirada entre Judith Niles y Jan De Vries. Luego, la Directora la miró con toda su intensidad.

—Quiero verlo por mí misma. Más tarde el doctor De Vries y yo iremos al hangar y echaremos un vistazo a este proyecto. Pero denos más detalles, mientras estamos todos aquí. ¿Cuánto tiempo mantuvo la fase estable, y cuál fue la temperatura corporal más baja? ¿Y qué hay de los ajustes triptófanos?

Bajo la mesa, Charlene se frotó las manos contra la falda. Iba a ser una sesión larga, lo sabía. Sus manos empezaron a temblar, y podía sentir el sudor en las palmas. ¿Estaba bien preparada? Lo sabría dentro de unos pocos minutos. Si a la Directora le apetecía entrar en detalles, el visitante del Instituto tendría que esperar largo rato.

3

El día, para Hans Gibbs, se estaba volviendo largo y confuso.

Cuando se le sugirió una visita al Instituto de Neurología de las Naciones Unidas en Christchurch, aquello le había parecido una distracción perfecta de la rutina. Estaría una semana en gravedad terrestre en vez de en el cuarto-g de PES-Uno. Ganaría créditos para sus ejercicios, y necesitaba todos los que pudiera sumar. Podría recoger unas cuantas cosas. Abajo que rara vez eran lanzadas como cargamento: ¿cuánto tiempo hacía desde que habían saboreado una ostra en PES-Uno? Y aunque Christchurch estaba en Nueva Zelanda, lejos de los centros de acción política, podría formar sus propias impresiones sobre las recientes tensiones mundiales. Se hacían muchas acusaciones y contra acusaciones, pero era probable que siguiera siendo el mismo tumulto de siempre que los habitantes de Abajo insistían en llamar diplomacia.

Lo mejor de todo era que podría pasar un par de noches con el viejo Wolfgang. La última vez que salieron juntos, su primo aún estaba casado. Eso había congelado un poco las cosas (pero menos de lo que debería; algo que explicaba tal vez que Wolfgang no estuviera casado ahora).

El descenso había sido un desastre. No el vuelo en la Lanzadera, claro; eso había supuesto un par de horas de descanso, una suave reentrada, seguida por la activación de los turbocohetes y un largo aterrizaje en Aussieport, en el norte de Nueva Guinea. El aterrizaje se había ajustado precisamente a lo previsto. Pero aquello fue lo último que salió acorde con el plan.

El espaciopuerto australiano, que atendía a Australia, Nueva Zelanda y Polinesia, normalmente se enorgullecía de su informalidad y su ambiente. Según la leyenda, el visitante podía encontrar a unos pocos kilómetros del puerto todos los vicios convencionales del mundo, más alguno de los no convencionales (el canibalismo había sido parte de la vida nativa en Nueva Guinea mucho después de que hubiera desaparecido en el resto del mundo).

Hoy, toda la informalidad había desaparecido. El espaciopuerto estaba lleno de oficiales de cara sombría que querían verificar todos los artículos de su equipaje, documentos, planes de viaje y los motivos de su llegada. Le sometieron a cuatro horas de interrogatorio. ¿Tenía parientes en Japón o en los Estados Unidos? ¿Era simpatizante del Movimiento de Distribución de Alimentos? ¿Cuáles eran sus puntos de vista sobre el Partido Aislacionista Australiano? Háblenos, en detalle, de los nuevos procesadores de comida sintética desarrollados para las arcologías en órbita.

Allí estaban pasando muchas cosas, admitió muy pronto, pero le salvó la simple ignorancia. Claro, había nuevos métodos sintetizadores, y muy buenos, pero él no sabía nada de ellos… no se le permitía saber nada; eran secreto comercial.

Su primer regalo para Wolfgang (una gema pura de dos quilates, manufacturada en el autoclave orbital de PES-Uno), fue retenido para ser examinado. Se le informó que se lo enviarían al Instituto junto con sus pertenencias si pasaba la inspección. Su otro regalo fue confiscado sin que se le prometiera su devolución. Las semillas desarrolladas en el espacio podrían contaminar algunos elementos de la flora australiana.

Su paciencia se agotó en ese punto. Las semillas eran estériles, señaló. Las había traído consigo sólo por la novedad, por sus extrañas formas y colores.

—¿Qué demonios les pasa, amigos? —se quejó—. No es la primera vez que vengo. Soy un visitante regular… echen un vistazo a esos visados. ¿Qué creen que voy a hacer, irrumpir en Cornwall House y tirarme a la Primera Dama?

Le miraron glacialmente, evaluando su observación, y luego continuaron con el cuestionario. Él no intentó ningún otro chiste. Dos años antes, la frenética vida sexual de la esposa del Primer Ministro había sido el tema de conversación favorito de todo el mundo. Ahora no provocaba ni un parpadeo. Si el resto de la Tierra se parecía a este sitio, los cambios climatológicos debían estar produciendo peores efectos de lo que ninguna de las naciones desarrolladas deseaba admitir. Las menos afortunadas estaban bastante dispuestas a hablar del tema y suplicaban ayuda en interminables e improductivas sesiones ante las Naciones Unidas.

Cuando por fin se le permitió cerrar las maletas y continuar su camino, el transporte rápido a Christchurch ya había partido. Tuvo que conformarse con un hidroavión Mach Uno, lo que hizo que en vez de una hora de vuelo el viaje se convirtiera en un maratón de seis. A cada parada se repetía la inspección del equipaje y los documentos.

Cuando hicieron el último aterrizaje, estaba furioso, hambriento y exhausto. Las formalidades para entrar en Christchurch parecían durar eternamente, pero reconoció que comparadas con las de Aussieport eran diligentes. Le parecía que ya le habían formulado todas las preguntas posibles, y sus respuestas pasaron a los bancos de datos centralizados de Australasia.

Cuando por fin llegó al Instituto y le mostraron la gran oficina de Judith Niles, era la una de la madrugada según su reloj biológico interno, y casi mediodía según la hora local. Ingirió un estimulante —uno desarrollado originalmente allí, en el Instituto—, y curioseó por la oficina.

En una de las paredes había un diagrama de su sueño personal, exactamente del mismo tipo de los que él usaba. Ella dormía un poco menos de seis horas cada noche, más una breve cabezada después del almuerzo algún día que otro. Se dedicó a observar la librería. Allí estaban los estudios que cabía suponer: Dement, Oswald y Colquhoun, sobre el sueño; el informe Fisher-Koral sobre la hibernación en los mamíferos; los historiales de Williams sobre insomnes sanos. Durante el curso acelerado que había recibido en PES-Uno los había visto todos de pasada, aunque la biblioteca de allá arriba no estaba diseñada para almacenar copias en papel como aquellas.