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—Judith, refrénate. Me estás presionando. No estoy del todo seguro de querer…

—Ni yo. Jan, puede que nos veamos forzados a esto, aunque a algunos de nosotros no le guste la decisión. Las cosas han empezado a desmoronarse aquí en los últimos meses, poco a poco.

—Sé que los tiempos son duros…

—Empeorarán. Por la manera en que están jodiendo al Instituto, no podemos permitirnos el lujo de quedarnos cruzados de brazos. Si pretenden violarnos, tenemos que combatir con todo lo que tengamos; aunque eso signifique arriesgarnos a que Salter Wherry intente jodernos también.

Él le quitó las hojas de la mano, suspirando.

—De acuerdo, de acuerdo. Si insistes, lo haré. Vamos a convertirnos en expertos para Salter Wherry y sus empresas. Pero Judith, ¿tienes que ser tan ruda? Preferiría evitar esas desagradables sugerencias de violación. ¿Por qué no podemos considerar esta situación como la primera caricia de la mano perfumada de Salter Wherry intentando seducirnos gentilmente? —Hizo un alegre guiño—. Eso me parece muchísimo más atrayente. En la seducción, querida, hay muchísimo más espacio para la negociación.

De la alocución de Salter Wherry a la Asamblea General de las Naciones Unidas, poco después del establecimiento de la Estación Salter en una órbita de seis horas alrededor de la Tierra, y antes de que Wherry cortara el contacto con el público en generaclass="underline"

«La Naturaleza rechaza el vacío. Si hay un espacio ecológico abierto, algún organismo aparecerá para ocuparlo. De eso trata la evolución. Hace veinte años hubo una clara crisis en el suministro de recursos minerales. Todo el mundo sabía que empezábamos a carecer de, al menos, doce metales clave. Y casi todo el mundo sabía también que no los encontraríamos en ningún lugar accesible de la Tierra. Tendríamos que trabajar a veinte kilómetros de profundidad, o en el fondo del mar. Decidí que era más lógico trabajar a cinco mil kilómetros de altura. Algunos de los asteroides están compuestos en un noventa por ciento por metales; lo que necesitamos hacer es traerlos a la órbita terrestre.

»Me dirigí primero al Gobierno de los Estados Unidos con mi propuesta de capturar los asteroides y explotarlos. Ofrecí estimaciones de los costes y el probable retorno de la inversión, y lo habría arreglado por una tasa del cinco por ciento.

»Me dijeron que el tema era demasiado controvertido, que desataría cuestiones sobre la propiedad internacional de los derechos minerales. Otros países querrían ser incluidos en el proyecto.

»Muy bien. Vine aquí, a las Naciones Unidas, e hice una exposición detallada de todas mis ideas. Pero después de cuatro años de constante debate y muchos miles de horas de mi tiempo preparando y presentando datos adicionales, no se me ha dado ni una línea de respuesta útil. Formaron ustedes comités de estudio, y comités para estudiar esos comités, y eso fue todo lo que hicieron: hablar.

»La vida es corta. Tengo una ventaja sobre el resto de las personas. Allá en 1950, mi padre invirtió su dinero en ordenadores. Soy muy rico, y me arriesgué. Están ustedes empezando a ver algunos de los resultados en la forma de la PES-Uno, lo que la Prensa prefiere llamar Estación Salter. Servirá fácilmente como hogar para doscientas personas.

»Pero eso no es más que el principio. Aunque la Naturaleza rechaza el vacío, la tecnología moderna lo adora, así como al entorno de microgravedad. Pretendo usarlos al máximo. Construiré una serie de grandes estaciones espaciales, constantemente ocupadas, utilizando materiales sacados de los asteroides. Si alguna nación desea alquilarme espacio o instalaciones, o comprar mis productos manufacturados en el espacio, me sentiré feliz de considerarlo… a precios comerciales. También invito a los habitantes de todas las naciones de la Tierra a unirse a mí en esas instalaciones. Estamos dispuestos a dar todos los pasos necesarios para que la raza humana empiece su exploración de nuestro Universo.»

A medianoche, tras haber leído la alocución dos veces, Jan De Vries volvió a repasar el comentario con el que Salther Wherry había terminado su alocución. Aquellas palabras habían quedado permanentemente unidas a su nombre, y le habían ganado la impotente enemistad de todas las naciones de la Tierra:

«La conquista del espacio es una empresa demasiado importante para ser confiada a los gobiernos.»

De Vries sacudió la cabeza. Salter Wherry era un hombre formidable, dispuesto a desafiar a los gobiernos del mundo… y a ganarles. ¿Tenía Judith el equipo necesario para jugar en su liga?

Cerró la carpeta con el rostro marcado por la preocupación. Un traslado a la Estación Salter sería fascinante. Pero la furia y la hipocresía gubernamental hacia las acciones de Wherry aún continuaban, sin que su éxito las hiciera disminuir… o tal vez era precisamente lo que las mantenía. La popularidad de las arcologías, y la cantidad de solicitudes para embarcar en ellas sólo añadía leña a la furia oficial. Si el Instituto se trasladaba, todo el mundo tendría que comprender que la decisión de unirse al imperio Wherry se añadiría al clamor general. Serían tildados de traidores por la prensa oficial de las Naciones Unidas.

Y cuando se marcharan, ¿qué? Para muchos de ellos, nunca habría un retorno. Perderían la Tierra para siempre.

El edificio zumbaba con el murmullo de un millar de experimentos. Jan De Vries se quedó sentado en su cómoda silla largo rato, reflexionando, mirando por la ventana la húmeda noche, pero viendo solamente la perspectiva nebulosa de su propio futuro. ¿A dónde le llevaría? Al cabo de diez años, ¿estaría en el espacio? ¿Cómo se estaría allí arriba?

Era difícil retener las ideas; se escapaban de su cerebro cansado. Bostezó y se puso en pie. Diez años… era demasiado tiempo. Mejor pensar en las cosas inmediatas: la lista de Judith Niles, el presupuesto, el informe aún no terminado de su viaje. Diez años era el infinito, algo más allá de su perspectiva.

Jan De Vries no tenía medio de saberlo, pero había enfocado mal su bola de cristal. Debería haber mirado mucho más hacia el futuro.

5

—O me reúno con él en persona o no hay acuerdo. Es así de simple, Hans.

—Te digo que no es posible. Ya no mantiene reuniones cara a cara. Ni aquí, ni abajo en la Tierra.

—Tú le ves con frecuencia.

—Bueno, maldita sea, Judith, soy su secretario. Incluso él tiene que ver a algunas personas. Pero tengo autoridad legal para firmar por él, si eso es lo que te preocupa. Comprueba con Zurich cualquier duda que tengas sobre las finanzas. Y si quieres echar un vistazo a cualquier otra cosa en la Estación, dímelo y lo prepararé.

Hans Gibbs parecía casi suplicante. Estaban sentados en una cámara de un octavo de g, a medio camino del eje de la Estación Salter, contemplando las operaciones mineras en Elmo, a un centenar de kilómetros sobre ellos. Arcos eléctricos brotaban y chisporretaban en secuencias aleatorias sobre la superficie del asteroide en órbita con la Tierra, y transportadores cargados se movían perezosamente por la cadena umbilical.

Desde la distancia, era como un brillante filamento de plata que se extendía hasta el centro de refinamiento de la estación.

Judith Niles apartó la mirada de la hipnótica visión de la interminable cinta sin fin. Sacudió la cabeza y sonrió al hombre sentado frente a ella.

—Hans, no es sólo que sea quisquillosa. Y estoy segura de que tú y yo cerraremos el trato. No es algo que quiera para mí, es por mi equipo del Instituto. Les estoy pidiendo que dejen la seguridad del trabajo gubernamental y corran el riesgo de integrarse en un grupo industrial privado en una instalación orbital.