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—Y allí estaba usted —dijo el muchacho después de una pausa—, junto a otro vampiro al que no podía soportar.

—… Pero tenía que quedarme a su lado —le contestó el vampiro—. Como ya te he dicho, me tenía en sus manos. Sugería que había muchas cosas que yo desconocía y que sólo él me las podía decir. Pero, en realidad, lo más importante que me enseñó fueron cosas prácticas y no muy difíciles de aprender solo: cómo podíamos viajar en barco, por ejemplo, haciendo transportar nuestros ataúdes como si contuvieran los restos de un ser querido a quien se llevaba a enterrar: cómo nadie se animaría a abrir el ataúd y cómo podíamos levantarnos de noche a cazar ratas… Cosas por el estilo. Y luego estaban las tiendas y los comerciantes que él conocía, que nos admitían a altas horas para vendernos la ropa más elegante de París. Y los agentes dispuestos a convenir asuntos financieros en restaurantes y cabarets. Y de todas esas cuestiones mundanas, Lestat fue un maestro apropiado. Yo no pude saber qué clase de hombre había sido en la vida. Ni me importaba, porque, por todas las apariencias, él ahora era un hombre como yo, lo que no me incumbía mucho salvo cuando me hacía la vida más llevadera que de no haber estado presente. Tenía un gusto impecable, aunque mi biblioteca para él era “una pila de polvo”, y se enfureció más de una vez con sólo verme leer un libro o escribir notas en un cuaderno.

»—Eso es un disparate mortal —me decía. Y gastaba tanto dinero en arreglar espléndidamente Pointe du Lac que hasta yo, que nada me importaba el dinero, me sorprendí. Y con los visitantes que llegaban a Pointe du Lac, algunos viajeros que venían por el camino del río, a caballo o en carruajes y pedían hospitalidad para pasar la noche, trayendo cartas de presentación de otros plantadores de Nueva Orleans, era tan gentil y amable que me facilitaba las cosas. Por lo tanto, me encontraba atado a él, y escandalizado cada vez más con su crueldad.

—Pero, ¿no molestaba a esa gente? —preguntó el chico.

—Ah, sí, a menudo. Pero te contaré un pequeño secreto que se aplica no sólo a los vampiros sino a los generales, los soldados y los reyes. La mayoría de nosotros preferimos ver morir a alguien que ser objeto de rudeza bajo nuestros techos. Es extraño…, sí, pero muy cierto, te lo aseguro. Ese Lestat salía a cazar seres humanos todas las noches. Yo lo sabía. Pero si él hubiera sido rudo y desagradable con mi familia, mis huéspedes o mis esclavos, yo no lo podría haber soportado. Pero no lo fue nunca. Parecía deleitarse con los visitantes. Decía que no debíamos fijarnos en gastos en lo que concernía a nuestras familias. Y me pareció que le daba lujos a su padre hasta un grado casi ridículo. Al ciego había que decirle continuamente lo finas y costosas que eran sus chaquetas y sus ropas y qué buenos cortinados importados se le habían puesto en la cama, y qué vinos franceses y españoles teníamos en la bodega, y cuánto había dado la plantación en un año de mala cosecha, cuando en toda la costa se hablaba de dejar el índigo y cosechar azúcar. Pero, en otras ocasiones, reñía al anciano, como ya te mencionaré. Se ponía hecho una furia y el anciano tartamudeaba como un niño.

¿No te cuido acaso con un esplendor de príncipes? —le gritaba Lestat—. ¿No te doy todos los gustos? ¡Deja de decirme que quieres ir a la iglesia o que yo vea a tus amigos! ¡Qué disparate! Tus viejos amigos se han muerto. ¡Por qué no te mueres y me dejas en paz a mí y a mi dinero!

»El anciano sollozaba y decía que esas cosas poco le importaban en la vejez. Se hubiera quedado feliz con su pequeña granja. A menudo quiso preguntarle dónde estaba su granja, de dónde habían llegado a Luisiana, para tener alguna pista del lugar en donde Lestat podía conocer a otro vampiro. Pero no me animé a sacar a relucir esas cosas, porque el viejo se pondría a llorar y Lestat se enfurecería. Pero esos ataques no eran más frecuentes que los períodos de una bondad casi empalagosa, cuando Lestat le llevaba a su padre una bandeja con la cena y lo alimentaba pacientemente mientras le hablaba del tiempo y de las noticias de Nueva Orleans, o de las actividades de mi madre y de mi hermana. Era evidente que había un gran abismo entre padre e hijo, tanto en educación como en refinamiento, pero no pude averiguar cómo había sucedido. Y, con respecto a todo ese asunto, yo me armé de la mayor frialdad posible.

»La existencia, como he dicho, era posible. Siempre había la promesa detrás de sus labios burlones de que sabía grandes cosas o cosas terribles, que tenía comunicación con esferas sobrenaturales que yo ignoraba. Y todo el tiempo me despreciaba y me atacaba por mi amor a la vida, mi renuncia a matar y la casi pesadilla que representaba ese acto para mí. Se rió a carcajadas cuando yo descubrí que me podía mirar en un espejo y que las cruces no me hacían el menor efecto. Y se mofaba poniéndose el dedo sobre los labios cuando yo le preguntaba acerca de Dios o del demonio.

»—Una noche me gustaría conocer al demonio —me dijo una vez con una sonrisa maligna—. Lo perseguiría de aquí hasta los bosques del Pacífico. Yo soy el demonio.

»Y cuando me aterroricé al oír aquello, se deshizo en carcajadas. Pero lo que sucedió fue que simplemente por el disgusto que me provocaba llegué a ignorarlo y, no obstante, a estudiarlo con una fascinación distante y objetiva. A veces me encontré mirándole la muñeca de donde yo había sacado mi vida de vampiro, y me quedaba tan inmóvil que mi mente parecía abandonar mi cuerpo, o, mejor, mi cuerpo parecía transformarse en mi mente; y entonces él me miraba con una ignorancia terca acerca de lo que yo quería saber. Y me sacudía y me desconcertaba. Soporté todo esto con una impasibilidad que yo antes no había conocido en mi vida mortal, y llegué a comprender que se trataba de una parte de mi naturaleza de vampiro; que me podía sentar en mi casa de Pointe du Lac y pensar durante horas en la vida mortal de mi hermano, y que podía verla breve y clara en la oscuridad, comprendiendo ahora la pasión vana y sin sentido con que yo me había condolido de su pérdida y me había lanzado sobre los demás seres humanos. Toda esa confusión era entonces como la de unos bailarines frenéticos en medio de la niebla. Y entonces, en esta extraña naturaleza de vampiro, sentí una profunda tristeza. Pero no meditaré acerca de ello. No quiero darte la impresión de que meditaba, porque eso me hubiera parecido una pérdida inmensa; yo miraba a mí alrededor, a todos los mortales que conocía, y veía toda la vida como algo precioso; condenaba todas esas pasiones y culpas infructíferas con que la dejaban escapar por los dedos como arena. Fue entonces, como vampiro, que llegué a conocer a mi hermana. Prefería la vida de la ciudad a la plantación; era algo que necesitaba para conocer su propio tiempo vital y su propia belleza y llegar a casarse, y no meditar sobre el hermano muerto o sobre mi alejamiento, ni convertirse en una enfermera de mi madre. Y les proporcioné todo lo que necesitasen o quisiesen; estuve atento al deseo más superficial y nimio de ellas. Mi hermana se reía de mi transformación cuando nos encontrábamos de noche y salíamos a caminar por las aceras angostas de madera, por la hilera de árboles bajo la luna, saboreando el olor del azahar y el calor acariciante, hablando durante horas de sus pensamientos y sueños más secretos, esas pequeñas fantasías que no se animaba a contar a nadie y que a mí me las susurraba cuando a solas nos sentábamos en la sala a media luz. Y yo la veía como a una criatura dulce, palpable, relumbrante, preciosa, que pronto crecería, envejecería y moriría, alguien que no podía perder esos momentos que en su intangibilidad nos prometía tan equívocamente, tan erróneamente… la inmortalidad; como si fuera un derecho de nacimiento el que no pudiéramos darnos cuenta de ello sino en el momento de la vida en que tenemos tanto pasado atrás como futuro por delante. Cuando, en realidad, todo momento debe conocerse para entonces ser saboreado inmediatamente.