»Esto me fue posible comprenderlo debido al distanciamiento, a la sublime soledad con que Lestat y yo nos movíamos por el mundo de los seres mortales. Y todos los problemas materiales no nos importaban. Debería contarte la naturaleza práctica de todo esto.
»Lestat siempre había sabido robar a sus víctimas elegidas ropas suntuosas y otros signos de extravagancia. Pero los grandes problemas del secreto le habían resultado una tremenda batalla. Yo sospechaba que debajo de esa pátina de caballero era absolutamente ignorante, incluso de los asuntos financieros más simples. Pero yo no lo era. Entonces él podía conseguir dinero en cualquier momento y yo podía invertirlo. Si no estaba metiendo la mano en el bolsillo de un muerto en un callejón, estaba entonces en las mesas de juego de los salones más elegantes de la ciudad, usando su capacidad de vampiro para ganar dólares y oro a los jóvenes hijos de plantadores que se engañaban con su simpatía y su amistad. Pero eso jamás le había dado la clase de vida que pretendía; entonces me había metido en la vida sobrenatural para poder conseguir un gerente y un inversionista, cuyas capacidades profesionales de la vida mortal le podían brindar un elemento fundamental para su vida.
»Pero deja que te describa Nueva Orleans como era entonces, para que puedas comprender la simplicidad de nuestras vidas. No había ninguna ciudad en Norteamérica como Nueva Orleans. No sólo estaba llena de franceses y españoles de todas categorías, que habían formado su propia aristocracia, sino que habían llegado todas las variedades de inmigrantes, principalmente irlandeses y alemanes. Entonces no sólo estaban los esclavos, realmente fantásticos con sus vestimentas tribales y sus costumbres, sino la clase creciente de gente libre de color, esa gente maravillosa de nuestro propio mestizaje y de las islas, que produjo una casta magnífica y única de artesanos, artistas, poetas y famosas bellezas femeninas. Y estaban los indios, que en verano llenaban los muelles vendiendo hierbas y obras de artesanía. Y en medio de todo esto, en medio de esta Babilonia de idiomas y colores, estaba la gente del puerto, los marineros de los barcos, que venían en gran número a gastarse el dinero en las salas de fiesta, a comprar por una sola noche a las mujeres hermosas, oscuras y blancas, a cenar lo mejor de las cocinas francesa y española y a beber los vinos importados de todo el mundo. Luego, además de todo eso, al cabo de unos años de mi transformación, aparecieron los norteamericanos, que construyeron la ciudad al norte del Barrio Francés, con magníficas mansiones griegas que en la noche brillaban como templos. Y, por supuesto, los plantadores, siempre los plantadores, que llegaban a la ciudad en landos deslumbrantes a comprar vestidos de fiesta y objetos de plata, y gemas; a llenar las callejuelas angostas hasta la vieja Ópera Francesa y el Théátre d’Orleans y la catedral de San Luis, de cuyas puertas salían los cánticos de la misa los domingos y resonaban por encima de las multitudes de la Place d’Armes, por encima del ruido y el alboroto del Mercado Francés, por encima de los velámenes fantasmagóricos y silenciosos de los barcos en las aguas del Mississippi, que golpeaban contra los muelles, sobre el nivel de la misma Nueva Orleans, de modo que los barcos parecían flotar en el cielo.
»Así era Nueva Orleans: un lugar magnífico y mágico para vivir. Un lugar en el cual un vampiro, ricamente vestido y caminando con gracia por los charcos de luz de una lámpara de aceite, no atraía más la atención en las noches que cientos de otras exóticas criaturas; si es que atraía alguna, si es que alguien susurraba detrás de un portaclass="underline" “Oh, ese hombre… ¡qué pálido, cómo relumbra…, cómo se mueve! ¡No es natural!”. Una ciudad en la que el vampiro podía desaparecer antes de que alguien pudiera terminar de decir esas palabras, buscando los callejones en los que podía ver como un gato, en los bares a oscuras donde los marineros dormían con sus cabezas apoyadas en las mesas, en hoteles con habitaciones de altísimos techos donde una figura solitaria podía sentarse, con sus pies sobre un almohadón bordado, con sus piernas cubiertas con medias, su cabeza inclinada bajo la luz mortecina de una única vela, sin jamás ver la gran sombra que se movía por las flores de yeso del techo, sin ver lo largos dedos blancos que se acercaban a apagar la frágil llama.
»Es extraordinario, aunque no fuera por nada más, que muchos de esos hombres y mujeres dejaran detrás de ellos un monumento, una estructura de mármol y piedra y ladrillo que aún permanece de pie, de modo que cuando desaparecieron las lámparas de aceite y los edificios de oficinas llenaron las manzanas de Canal Street, algo irreducible de belleza y romance permaneció; quizá no en todas las calles, pero sí en tantas que el paisaje es para mí siempre el paisaje de aquellos tiempos. Y cuando camino por las calles —iluminadas por las estrellas— del Quarter o del Garden District, nuevamente vuelvo a aquella época. Supongo que ésa es la naturaleza de los monumentos, ya sea una pequeña casa o una mansión de columnas corintias y rejas de hierro forjado. El monumento no dice que este o aquel hombre caminó por aquí. No, es lo que él sintió en un momento lo que continúa en su sitio. La luna que aparecía sobre Nueva Orleans aún aparece. Mientras los monumentos sigan en pie, seguirá apareciendo igual. El sentimiento, al menos aquí… y allí… continúa siendo el mismo.
El vampiro pareció triste. Suspiró como si dudara de lo que acababa de decir.
—¿De qué hablaba? —preguntó de improviso, como si estuviera un poco cansado—. ¿De qué era? Ah, sí de dinero. Lestat y yo teníamos que hacer dinero. Y te contaba que él podía robar. Pero lo que importaba era la inversión posterior. Debíamos utilizar lo que acumulábamos. Pero me he anticipado. Yo mataba animales. Pero ya volveré a ese tema en un momento. Lestat mataba seres humanos todo el tiempo, a veces dos o tres por la noche; a veces más. Bebía de uno nada más que para satisfacer una sed momentánea y luego pasaba a otro. Cuanto mejor era el humano, solía decir en su modo vulgar, más le gustaba. Una jovencita, ése era su plato favorito para las primeras horas del atardecer; pero la matanza triunfal para Lestat era un joven. Un joven de más o menos tu edad lo atraía en especial.
—¿Yo? —susurró el muchacho; apoyado en los codos, se inclinó hacia adelante para mirar fijamente a los ojos del vampiro; luego se volvió a echar para atrás.
—Sí —dijo el vampiro, como si no hubiera observado el cambio de expresión en el joven—. Pues mira, ellos representaban para Lestat la mayor pérdida, porque estaban en la antesala de la máxima posibilidad de vida. Por supuesto, Lestat no lo comprendía. Yo llegué a comprenderlo. Lestat no entendía nada.
»Te daré un ejemplo perfecto de lo que le gustaba a Lestat. Al norte, por el río, estaba la plantación Freniere, una magnífica extensión de tierra que tenía grandes esperanzas de hacer una fortuna con el azúcar poco después de que se hubiera inventado el proceso de refinamiento. En esto hay algo perfecto e irónico; esa tierra que yo amaba producía azúcar refinada. Digo esto con más tristeza de lo que creo que te imaginas. Esa azúcar refinada es un veneno. Fue la esencia de la vida de Nueva Orleans, tan dulce que puede ser fatal, tan ricamente provocativa que todos los demás valores se pueden olvidar… Pero te estaba diciendo que por el río vivían los Freniere, una antigua familia que en esa generación había producido cinco jovencitas y un joven. Pues tres de esas mujeres estaban destinadas a no casarse, pero dos de ellas aunaran lo bastante jóvenes, y todas dependían del único varón. Él iba a dirigir la plantación del mismo modo que yo lo hacía para mi madre y mi hermana; iba a negociar las bodas, hacer los ahorros cuando toda la riqueza del lugar estuviera en peligro, debido a una mala cosecha de caña, y luchar y mantener a distancia al universo entero. Lestat decidió que lo quería a él. Y cuando únicamente el destino casi se burla de Lestat, se puso fuera de sí. Arriesgó su propia vida para conseguir al muchacho Freniere, quien se había comprometido en un duelo. En una fiesta, había insultado a un joven criollo español. En realidad, el incidente no tenía la menor importancia, pero como la mayoría de los criollos, éste estaba dispuesto a morir por nada. Ambos estaban dispuestos a morir por nada. El hogar francés se convulsionó. Debes comprender que Lestat lo sabía perfectamente. Ambos habíamos estado en la plantación de los Freniere; él, cazando esclavos y ladrones de gallinas; yo, animales.