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»Ahora debes comprender que yo estaba ardiendo de la necesidad física de beber. No podría haber pasado un día más sin alimento. Pero había alternativas, las ratas abundaban en las calles y en algún sitio muy cercano aullaba un perro indefenso. Podría haberme ido de esa habitación y me podría haber alimentado y regresado luego. Pero el interrogante me atenazaba: “¿Estoy condenado? Si es así, ¿por qué sentir lástima por ella, por su rostro débil? ¿Por qué deseo tocar sus brazos delgados y pequeños, tenerla en mis rodillas con la cabeza contra mi pecho, mientras le acaricio sus sedosos cabellos? ¿Por qué hago esto? Si estoy maldito, debo matarla. Sólo tendría que desear transformarla en comida para una existencia maldita, porque, al estar condenado, debo odiarla”.

»Y, cuando pensé esto, vi el rostro de Babette contorsionado por el odio en el momento de tomar la lámpara y encenderla, y vi a Lestat en mi mente y lo odié. Y, sí, me sentí condenado, y eso es un infierno; en ese instante, me agaché y me eché sobre el cuello suave y pequeño y, al oír su débil grito, susurré, aun cuando ya tenía la sangre en mis labios:

»—Es sólo un momento y ya no habrá más dolor.

»Pero ella estaba aferrada a mí y pronto no pude decir nada. Durante cuatro años no había saboreado la sangre humana; durante cuatro años no la había realmente conocido y entonces oí el latido de su corazón con ese ritmo terrible. ¡Y qué corazón! No el corazón de un hombre o un animal sino el corazón de una niña que latía cada vez más fuerte negándose a morir, repicando primero como una débil llamada a la puerta, llorando: “No moriré, no moriré, no puedo morir, no puedo morir…”. Creo que me puse de pie aún aferrado a ella, con el corazón empujando a mi corazón, más rápido y sin esperanza de cesar, con la rica sangre manando demasiado rápida para mí, y la habitación girando. Y entonces, pese a mí mismo, me quedé mirando, por encima de su cabeza agachada y su boca abierta, el rostro mortecino de su madre; ¡y, a través de sus párpados semicerrados, sus ojos brillaron como si estuviera viva! Aparté de mí a la niña. Estaba como una muñeca desarticulada. Y al tratar de escapar de la madre, vi que una figura familiar llenaba la ventana. Era Lestat, que se movió riéndose, con su cuerpo agachado como bailando en la calle enlodada. »—Louis, Louis —me dijo burlón y señalándome con un largo y flaco dedo, como si me hubiera pescado en el acto. Y pasó por el marco de la ventana, me empujó a un lado y sacó de la cama el cuerpo hediondo de la madre y simuló bailar con ella.

—¡Dios santo! —dijo el muchacho.

—Sí, yo podría haber dicho lo mismo —dijo el vampiro. Tropezó con la niña cuando empujaba a la madre dando grandes vueltas, cantando y bailando; el pelo de la madre caía sobre su cara, y su cabeza cayó hacia atrás y un líquido negro le salió de la boca. Él la tiró al suelo. Yo salí por la ventana y corrí por la calle. Él corrió tras de mí.

»—¿Tienes miedo, Louis? —gritó—. ¿Tienes miedo, Louis? La niña está viva, Louis, la dejaste respirando. ¿Regreso y la transformo en una vampira? Podrías usarla, Louis, y piensa en todos los vestidos bonitos que le podríamos comprar. ¡Espera, Louis, espera!

»Y entonces corrió detrás de mí hasta el hotel, por los tejados donde yo esperaba perderlo de vista, hasta que entré por la ventana de nuestra sala y, enfurecido, la cerré de un golpe. Él la golpeó; tenía los brazos abiertos como un pájaro que quiere traspasar los cristales. Y golpeó el marco. Yo estaba totalmente fuera de mí. Caminé alrededor de la habitación buscando alguna manera de liquidarlo. Me imaginé su cuerpo consumido por el fuego en el tejado. Había perdido por completo la razón, de modo que era una furia destructora. Y cuando traspasó el cristal roto, luchamos como jamás habíamos luchado. Fue el infierno el que me detuvo, la idea del infierno, la idea de ser dos almas en el infierno, dos almas que se aferraban en el odio. Perdí mi confianza, mi propósito, mi ímpetu. Caí al suelo y él quedó de pie encima de mí, con los ojos fríos, aunque tenía el pecho agitado.

»—Eres un imbécil, Louis —dijo; su voz era serena, tan serena que me volvió a la realidad—. Está saliendo el sol —agregó con el pecho levemente agitado por la pelea, y los ojos entornados cuando miró por la ventana; nunca lo había visto así, pues la pelea le había hecho salir su mejor parte a la superficie—. Métete en tu ataúd —me dijo sin la menor señal de enfado—. Pero mañana por la noche… hablaremos.

»Bien; yo quedé más que levemente sorprendido. ¡Que Lestat quisiera conversar conmigo! No me lo podía imaginar. En realidad, Lestat y yo jamás habíamos hablado. Pienso que te he descrito con precisión nuestras peleas verbales, nuestros encuentros disgustados.

—Estaba desesperado por el dinero, por sus propiedades —dijo el muchacho—. ¿O es que tenía miedo de estar tan solo como usted?

—Se me ocurrieron esas cosas. Incluso se me ocurrió que Lestat pensaba matarme de alguna manera que yo no conocía. ¿Ves?, en ese tiempo yo no estaba seguro de por qué me despertaba cada tarde, de si era automático cuando me abandonaba ese sueño mortal, ni de por qué, a veces, sucedía antes que en otras ocasiones. Era una de las cosas que Lestat no me explicaba. Y, a menudo, él se levantaba antes que yo. Era superior a mí en todas esas cosas, como te he indicado. Y esa mañana cerré el ataúd con una especie de desesperación.

»Sin embargo, ahora debería explicar que cerrar el ataúd es siempre perturbador. Es como aplicarse una anestesia moderna antes de ser operado. Hasta un error casual de parte de un intruso puede significar la muerte.

—Pero, ¿cómo podría haberlo matado él? No podría haberlo expuesto a la luz sin exponerse a sí mismo.

—Es verdad; pero al levantarse antes que yo, podría haber clavado las tapas del ataúd. O prenderle fuego. Lo principal era que yo no sabía lo que él podía hacer. Aún no sabía lo que podría haber hecho.

»Pero entonces no había nada que yo pudiera hacer al respecto, y, con pensamientos acerca de la mujer y la niña muertas aún en la cabeza, no tenía más energías para discutir con él. Y por si fuera poco, tuve, encima, sueños miserables.

—¡Usted sueña! —exclamó el chico.

—A menudo —dijo el vampiro—. A veces deseo no poder hacerlo. Porque como ser mortal nunca tuve unos sueños tan prolongados y lúcidos; y tampoco tuve pesadillas tan retorcidas. En los primeros tiempos, esos sueños me absorbían tanto que, con frecuencia, luchaba para no despertarme y poder quedarme echado a veces durante horas, pensando en esos sueños, hasta que había pasado la mitad de la noche; y, aturdido por ellos, trataba de comprender su significado. Eran, desde muchos puntos de vista, tan inextricables como los de los mortales. Por ejemplo, soñaba con mi hermano, que estaba a mi lado en un estado entre la vida y la muerte y que me pedía ayuda. Y, a menudo, soñaba con Babette; y frecuentemente —casi siempre— había un trasfondo de gran tierra baldía en mis sueños, esa tierra baldía de la noche que yo había visto cuando Babette me maldijo, como te he contado. Era como si todas las figuras caminaran y hablaran en la mansión desolada de mi alma perdida. No recuerdo lo que soñé ese día, quizá porque sé muy bien lo que Lestat y yo discutimos al atardecer siguiente. Veo que estás ansioso por saberlo.

»Pues, como he dicho, Lestat me sorprendió con su nueva serenidad, su consideración. Pero esa tarde no me desperté para encontrarlo en esa disposición; no al principio. Había unas mujeres en la sala. Las velas eran pocas y estaban repartidas en la pequeña mesa con la cena. Lestat tenía un brazo alrededor de una de las mujeres y la besaba. Ella estaba muy ebria y era muy hermosa, una gran muñeca de mujer con una cofia cuidada cayéndole por los hombros desnudos y por los pechos parcialmente descubiertos. La otra mujer estaba sentada a la mesa, bebiendo un vaso de vino. Pude ver que los tres habían cenado (Lestat simulaba cenar… Quedarías sorprendido de cómo la gente no nota que un vampiro sólo simula comer). Y la mujer a la mesa estaba aburrida. Todo esto me agitó. No sabía lo que Lestat se traía entre manos. Si entraba en la habitación, esa mujer tornaría su atención hacia mí. Y no me podía imaginar lo que sucedería, salvo que Lestat pensaba matarlas a las dos. La mujer en el sofá junto a él ya bromeaba acerca de sus besos, su frialdad, su carencia de deseo. Y la mujer a la mesa los miraba con unos ojos negros que parecían llenos de satisfacción; cuando Lestat se puso de pie y le puso las manos sobre los blancos brazos desnudos, se animó. Agachado para besarla, él me vio a través de la rendija de la puerta. Y sus ojos se fijaron en mí un instante y luego tornó a hablar con las damas. Se agachó y apagó las velas de la mesa.