»Le pedí que no lo tomara muy en serio y él simuló desdén y la ignoró a su vez. Pero una tarde entró perplejo y me contó que ella lo había seguido. Aunque se negara a ir con él a matar, lo había seguido.
»—¿Qué le pasa? —me gritó él, como si yo fuera el causante de su vida y debiera saberlo.
»Y entonces, una noche nuestros sirvientes desaparecieron. Dos de las mejores criadas que habíamos tenido, una mujer y su hija. El cochero fue enviado a su casa y volvió para informar que habían desaparecido. Y entonces apareció el padre a nuestra puerta golpeando el llamador. Se quedó en la acera de ladrillo mirándome con la suspicacia que tarde o temprano aparecía en los rostros de los mortales que nos conocían desde hacía algún tiempo: la sospecha de una antesala de la muerte. Traté de explicarle que no habían estado en la casa, ni la madre ni la hija, y que debíamos empezar de inmediato su búsqueda.
»—¡Es ella! —me susurró Lestat desde las sombras tan pronto como cerré la puerta—. Ella les ha hecho algo y nos ha puesto en peligro a todos.
»Y subió corriendo la escalera de caracol. Yo sabía que ella se había ido, que se había escapado mientras yo estaba en la puerta, y también sabía algo más: que un vago hedor cruzaba el patio desde la cocina cerrada, un hedor que difícilmente se mezclaba con la mieclass="underline" el hedor de los cementerios. Oí que Lestat bajaba cuando me acerqué a las persianas cerradas, pegadas con herrumbre al pequeño edificio. Allí jamás se preparaba comida, no se hacía ningún trabajo, de modo que yacía como una vieja bóveda de ladrillo bajo la madreselva. Se abrieron las persianas; los clavos se habían oxidado y oí que Lestat retenía la respiración cuando entramos en esa oscuridad absoluta. Allí estaban echadas sobre los ladrillos, madre e hija juntas, el brazo de la madre alrededor de la cintura de la hija, la cabeza de la hija contra el pecho de la madre, ambas sucias con excrementos y llenas de insectos. Una gran nube de mosquitos se levantó cuando se movieron las persianas y los alejé de mí con un disgusto convulsivo. Las hormigas reptaban imperturbables sobre los párpados y las bocas de la pareja muerta; y, a la luz de la luna, pude ver el mapa infinito de senderos plateados de caracoles.
»—¡Maldita sea! —exclamó Lestat, y yo lo tomé del brazo y lo mantuve a mi lado usando toda mi fuerza.
»—¿Qué piensas hacer con ella? —insistí—. ¿Qué puedes hacer? Ya no es más una niña que hace lo que le decimos, simplemente porque se lo decimos. Debemos enseñarle.
»—¡Ella sabe! —Se apartó de mí y limpió su abrigo—. ¡Ella sabe! ¡Hace años que sabe lo que tiene que hacer! ¡Lo que se puede arriesgar y lo que no se puede! ¡No le permitiré hacer esto sin mi permiso! No lo toleraré.
»—Entonces, ¿eres el amo de todos nosotros? No le enseñaste eso. ¿Acaso lo iba a colegir de mi tranquila sumisión? Creo que no. Ella se cree igual a nosotros. Te digo que debes razonar con ella, instruirla para que respete lo que es nuestro. Todos nosotros lo debemos respetar.
»Se fue, obviamente concentrado en lo que yo acababa de decirle, aunque no me lo admitiera. Y llevó su venganza a la ciudad. No obstante, cuando regresó, ella todavía no había llegado. Se sentó apoyado en el brazo del sillón de terciopelo y extendió sus largas piernas en el asiento.
»—¿Las enterraste? —me preguntó.
»—Han desaparecido —dije. Ni siquiera me animé a decir que había quemado sus restos en el viejo horno de la cocina—. Pero ahora tenemos que lidiar con el padre y el hermano —le dije. Temí su malhumor. Deseé planear algo de inmediato que nos resolviera todo el problema. Pero entonces él dijo que el padre y el hermano no existían ya, que la muerte había ido a cenar a su pequeña casa, cerca del puerto, y que se había quedado a dar las gracias cuando terminaron.
»—El vino —dijo pasándose un dedo por los labios—; los dos habían bebido demasiado vino. Me encontré golpeando la cerca —se rió—. Pero no me gusta este mareo. ¿Te gusta?
»Y cuando me miró, tuve que sonreírle, porque el vino le estaba produciendo efecto y estaba alegre; y, en ese momento, cuando su rostro estaba amable y razonable, me acerqué y le dije al oído:
»—Oigo que Claudia golpea a la puerta. Sé bueno con ella. Ya todo ha terminado.
»Ella entró entonces con el lazo de su sombrero desprendido y sus bolitas llenas de lodo. Los observé con tensión. Lestat tenía una mueca en los labios; y ella se mostraba tan ignorante de él como si no estuviera allí. Tenía un ramo de crisantemos blancos en sus brazos, un ramo tan grande que parecía aún más pequeña que en la realidad. Se le deslizó el sombrero hacía atrás, colgó un instante de su hombro y cayó al suelo. Y por todo su cabello pude ver pétalos de crisantemos blancos.
»—Mañana es fiesta de Todos los Santos, ¿lo sabéis? —preguntó.
»—Sí —le dije.
»Es el día en Nueva Orleans en que todos los creyentes van a los cementerios a arreglar las tumbas de sus seres queridos. Limpian las paredes de yeso de las bóvedas, limpian los nombres grabados en el mármol. Y finalmente llenan las tumbas de flores. En el cementerio de St. Louis, que estaba muy próximo a nuestra casa, en el que estaban enterradas todas las grandes familias de Luisiana, en el que estaba enterrado mi propio hermano, incluso había pequeños bancos de hierro puestos ante las tumbas para que las familias pudieran sentarse y recibir a otras familias que habían ido al cementerio con el mismo propósito. Era un festival en Nueva Orleans; podía parecer una celebración de la muerte a los viajeros que no lo comprendían, pero era una celebración de la vida eterna.
»—Compré esto a uno de los vendedores —dijo Claudia. Su voz era suave e indefinible. Sus ojos se mostraban opacos y carentes de emoción.
»—¡Para las dos que dejaste en la cocina! —dijo Lestat con furia. Ella lo miró por primera vez, pero no dijo nada. Se quedó mirándolo como si jamás lo hubiera visto. Y luego dio varios pasos en su dirección y lo miró como si aún estuviera examinándolo. Me acerqué. Pude sentir la rabia de Lestat y la frialdad de Claudia. Ella se dirigió a mí, y luego, pasando la vista de uno al otro, preguntó:
»—¿Cuál de vosotros dos lo hizo? ¿Cuál de vosotros me hizo lo que soy?
»Yo no podría haberme quedado más atónito con cualquier otra cosa que hubiera hecho o dicho. Y, sin embargo, fue inevitable que de ese modo se rompiera el prolongado silencio. Ella pareció estar muy poco preocupada por mí. Tenía la mirada fija en Lestat.
»—Tú hablas de nosotros como si siempre hubiéramos existido tal cual somos ahora —dijo ella, con su voz suave, medida, el tono infantil mezclado con la seriedad de la mujer—. Tú hablas de los demás como mortales; de nosotros, como vampiros. Pero no siempre las cosas fueron así. Louis tenía una hermana mortal; yo la recuerdo. Y hay una foto de ella en el baúl.
¡Lo he visto mirándola! Él era tan mortal como ella y como yo, igual. ¿Por qué, si no, este tamaño, estas formas? —Abrió los brazos y dejó caer los crisantemos al suelo.
»Pronuncié su nombre. Pienso que quise distraerla. Fue imposible. La marea se había soltado. Los ojos de Lestat ardían con una profunda fascinación, con un placer maligno.
»—Tú nos hiciste así, ¿verdad? —lo acusó ella.
»Él levantó las cejas con una sorpresa burlona.
»—¿Lo que sois? —preguntó—. ¡Y seríais alguna otra cosa de lo que sois! —juntó las rodillas y se inclinó hacia delante, entrecerrando los ojos—. ¿Sabes cuánto tiempo hace? ¿Te puedes imaginar a ti misma? ¿Debo buscar a una mendiga vieja para mostrarte cuál sería tu aspecto mortal si yo te hubiera dejado sola?
»Ella se alejó de él, se quedó un instante como si no tuviera idea de adonde ir y luego se acercó a la silla al lado de la chimenea; encaramándose allí, se acurrucó como una niña indefensa. Puso las rodillas contra su pecho; tenía el abrigo de pana abierto y su vestido de seda le tapaba las rodillas. Miró las cenizas de la chimenea, pero no había nada indefenso en su mirada. Sus ojos tenían una vida independiente, como si su cuerpo estuviera poseído.