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»Me encontré mirando fijamente el cráneo y oyéndola como si sus palabras me azotasen para obligarme a dar media vuelta y enfrentarme a los latigazos. La idea se me ocurrió más como un golpe frío que como un pensamiento: que ahora nada quedaba de mí sino ese cráneo. Me di vuelta y, a la luz de la lámpara, vi sus ojos como dos llamaradas oscuras en su rostro blanco. Una muñeca de la que alguien había arrancado cruelmente los ojos y los había reemplazado con un fuego demoníaco. Me encontré acercándome a ella, susurrando su nombre, formándose un pensamiento en mis labios y luego muriendo; cerca de ella, luego lejos de ella, recogiendo su abrigo y su sombrero. Vi un guante diminuto en el suelo, en las sombras, y, por un momento, pensé que era una mano diminuta, cortada.

»—¿Qué te pasa…? —Se me acercó mirándome a la cara—. ¿Qué es lo que siempre ha estado pasando? ¿Por qué miras de ese modo el cráneo, el guante?

»Hizo esta pregunta con delicadeza…, pero no con la suficiente. Había un leve cálculo en su voz, una indiferencia inalcanzable.

»—Te necesito —le dije sin querer decirlo—. No puedo soportar el perderte. Eres la única compañera que he tenido en la inmortalidad.

»Pero, ¡por cierto que debe haber otros! ¡Sin duda no somos los únicos vampiros de la Tierra! —le oí decir, como yo lo había dicho, se lo oí con mis propias palabras, que volvían a mí en la marea de su toma de conciencia, de su búsqueda.

»Pero no hay dolor —pensé de improviso—. Hay urgencia, una urgencia despiadada.

»—¿Acaso no eres como yo? —preguntó, mirándome de frente—. ¡Tú me has enseñado todo lo que sé!

»—Lestat te enseñó a matar. —Recogí el guante—. Aquí tienes, vamos…, salgamos. Quiero salir…

»Yo tartamudeaba y traté de ponerle los guantes. Levanté la gran masa de rizos de sus cabellos y los arreglé sobre el cuello del abrigo.

»—¡Pero tú me enseñaste a ver! —me dijo—. Tú me enseñaste las palabras ojos de vampiro —continuó ella—. Tú me enseñaste a beberme el mundo, a tener hambre de algo más que…

»—Nunca quise que esas palabras ojos de vampiro tuvieran el significado que tú les das —le dije—. Suenan distintas cuando tú las pronuncias. —Ella me tiraba de la manga tratando de que yo la mirase—. Vamos —le dije—. Tengo que mostrarte algo…

»Y rápidamente la hice pasar por el corredor y las escaleras en espiral y a través del patio a oscuras. Pero yo no sabía lo que tenía que mostrarle ni a dónde me dirigía. Únicamente que tenía que ir, con un instinto sublime y condenado.

»Pasamos deprisa por la ciudad en las primeras horas de la noche; el cielo mostraba ahora un pálido violeta y las nubes habían desaparecido; el aire a nuestro alrededor era fragante, aun cuando nos alejamos de los jardines espaciosos hacia esas callejuelas angostas y pobres donde las flores estallan en las grietas de las piedras y las inmensas adelfas brotan con gruesos y resinosos tallos blancos y rosados, como una hierba monstruosa, en los terrenos baldíos. Oía el staccato de los pasos de Claudia a mi lado mientras se apresuraba siguiéndome, sin pedirme en ningún momento que aminorara la marcha; y finalmente llegó con su cara de infinita paciencia a una calle angosta y oscura donde aún había unas pocas casas francesas antiguas entre las fachadas españolas, unas antiguas casitas con el yeso carcomido. Yo había encontrado la casa con un esfuerzo ciego, consciente de que siempre había sabido dónde estaba y que siempre la había evitado; que siempre había girado en el farol de la esquina sin querer pasar por la ventana baja donde había oído llorar a Claudia por primera vez. La casa estaba en silencio. Más hundida que en aquellos tiempos, la entrada cruzada por cuerdas para colgar la ropa, las hierbas altas entre los bajos cimientos, las dos ventanas rotas y emparchadas con telas. Toqué las persianas.

»—Aquí fue donde te vi por primera vez —le dije, pensando contárselo todo para que ella comprendiese, pero sintiendo aún la frialdad de su mirada, de su expresión—. Te oí llorar. Estabas en esa habitación con tu madre. Y tu madre estaba muerta. Hacía días que lo estaba y tú no lo sabías. Te aferrabas a ella, gimiendo…, llorando lastimeramente, y vi tu cuerpo blanco, febril y hambriento. Tratabas de despertarla de la muerte, te aferrabas a ella en busca de calor, por miedo. Era casi la mañana y… —Me llevé las manos a las sienes—. Abrí las persianas… Entré en la habitación. Sentí lástima por ti. Lástima, pero también… algo más.

»Vi que abría los labios, los ojos.

»—Tú… ¿te alimentaste de mí? —susurró—. ¡Yo fui tu víctima!

»—Sí —le dije—. Lo hice.

»Hubo un momento tan elástico y doloroso que fue casi insoportable. Se quedó inmóvil en las sombras, y sus ojos inmensos se concentraron en la oscuridad; el aire cálido se elevó de repente, suavemente. Entonces dio media vuelta. Oí el sonido de sus zapatos mientras corría. Y corrió, corrió… Me quedé petrificado, oyendo los sonidos cada vez más débiles. Y, entonces, giré; se desató en mí el miedo, miedo creciente, enorme e insuperable, y corrí detrás de ella. Era impensable que no pudiera alcanzarla, que no la alcanzara de inmediato y le dijera que la amaba, que debía tenerla, debía conservarla. Y cada segundo que corrí por la callejuela a oscuras era como alejarme de mí gota a gota; mi corazón latía, hambriento, latiendo y resonando y rebelándose contra el esfuerzo. Hasta que, súbitamente, me detuve. Ella estaba bajo un farol de la calle, mirando, muda, como si no me conociera. La tomé de la pequeña cintura con ambas manos y la levanté hasta la luz. Ella me estudió con su rostro contorsionado, la cabeza de costado como si no quisiera mirarme directamente, como si debiera reflejar una abrumadora sensación de repulsión.

»—Tú me mataste —susurró—. ¡Tú me robaste la vida!

»—Sí —le dije, cogiéndola de la mano para poder sentir los latidos de su corazón—. Más bien traté de hacerlo. Beberte la vida. Pero tenías un corazón como ningún otro que yo hubiera oído, un corazón que latía y latía hasta que tuve que dejarte, tuve que alejarte de mí a menos que aceleraras mi pulso hasta causar mi muerte. Y Lestat me encontró; a mí, a Louis, el sentimental, el tonto, dándose un banquete con una niña de cabellos dorados, una Inocente Sagrada, una niña pequeñita. Te trajo del hospital donde te habían llevado y yo nunca supe lo que pensaba hacer, salvo lo que intuí. “Tómala, termínala”, dijo él. Volví a sentir la pasión. Oh, ya sé que te he perdido ahora para siempre. ¡Lo puedo ver en tus ojos! Me miras como a los mortales, desde lejos, desde una fría región de autosuficiencia que no puedo entender. Pero yo lo hice. Volví a sentir por ti un hambre vil e insoportable, quise tu martilleante corazón, esta mejilla, esta piel. Eras rosada y fragante como los niños mortales, dulce con la pizca de sal y de polvo. Te volví a poseer. Y cuando pensé, sin que eso me importara, que tu corazón me mataría, él nos separó y, abriéndose su propia muñeca, te dio de beber. Y tú bebiste. Bebiste y bebiste hasta que casi lo desangraste y él quedó debilitado. Pero entonces ya eras una vampira. Esa misma noche, bebiste sangre humana y, desde entonces, lo has hecho cada noche.

»Su rostro no había cambiado. Su piel era como la cera de las velas; únicamente sus ojos tenían vida. No había nada más que decirle. La bajé al suelo.

»—Te tomé la vida —dije—. El te la devolvió.

»—Y aquí está —dijo entre dientes—. ¡Y os odio a los dos!

El vampiro se detuvo.

—Pero, ¿por qué se lo contó usted? —preguntó el muchacho después de una pausa respetuosa.

—¿Cómo podía no decírselo? —El vampiro lo miró con cierta perplejidad—. Tenía que saberlo. Tenía que sopesar una cosa con la otra. No era como si Lestat le hubiera sacado toda la vida como lo había hecho conmigo; yo la había atacado. ¡Se hubiera muerto! No hubiera tenido ninguna vida mortal. Pero ¿qué importancia tiene? Para todos nosotros es una cuestión de años. ¡Morir! Entonces lo que ella vio más gráficamente fue lo que sabían todos los hombres: que la muerte llega inevitable a menos que uno elija… ¡esto!