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»—¿Qué vampiro te convirtió a ti? —le preguntaba sin sacar la vista de sus libros y dejando los párpados bajos para evitar sus miradas furibundas—, ¿Por qué nunca hablas de él? —continuaba preguntando, como si sus furiosas objeciones no existieran. Parecía inmune a la irritación de Lestat.

»—¡Sois unos codiciosos, vosotros dos! —dijo él la noche siguiente, mientras caminaba por toda la habitación, y miró a Claudia con ojos vengativos; ella estaba en su rincón, en el círculo de luz de una vela, con los libros a su alrededor—. ¡La inmortalidad no es suficiente para vosotros! ¡No! ¡Le miraríais los dientes al caballo regalado por el mismo Dios! Se le podría ofrecer a cualquier hombre de la calle y aceptaría de inmediato…

»—¿Es lo que hiciste tú? —preguntó ella con suavidad, moviendo apenas los labios.

»—Pero tú, tú tienes que saber la razón de ello. ¿Quieres que termine? ¡Te puedo dar la muerte con más facilidad de la que tuve al darte tu vida de ahora!

»Se dirigió hacia ella, y la frágil llama de Claudia me arrojó encima la sombra de Lestat. Formó una aureola sobre su cabeza rubia y dejó su cara, salvo por la mejilla brillante, en la oscuridad.

»—¿Quieres la muerte?

»—La conciencia no es la muerte —susurró ella.

»—¡Contéstame! ¿Quieres la muerte?

»—Y tú das todas esas cosas. Proceden de ti. La muerte y la vida —dijo ella, riéndose de él.

»—Sí —dijo él—. Lo hago.

»—Tú no sabes nada —le dijo ella seriamente, y su voz era tan baja que el más mínimo ruido de la calle la podía interrumpir, alejar sus palabras, y me encontré haciendo un esfuerzo por escucharla desde mi posición, recostado en el respaldo de la silla—. Supongamos que el vampiro que te creó a ti no sabía nada, y el vampiro que creó a ese vampiro tampoco sabía nada y el vampiro anterior, tampoco, y así hasta que la nada procede de la nada, hasta que no hay más que nada. Y nosotros debemos vivir con el conocimiento de que no hay conocimiento.

»—¡Sí! —exclamó él súbitamente, con su voz impregnada de algo distinto a la furia.

»Quedó en silencio. Ella también. Él dio media vuelta lentamente, como si yo hubiera hecho algún movimiento que lo hubiese alertado, como si me hubiese levantado detrás de él. Me hizo recordar cómo giran los seres humanos cuando sienten mi aliento en su piel y, de repente, saben que allí donde pensaban estar completamente solos no lo están…, y luego ese momento de espantosa sospecha, antes de que vean mi rostro y abran la boca. Ahora me miraba y yo apenas podía ver el movimiento de sus labios. Y entonces lo sentí. Tenía miedo. Lestat tenía miedo.

»Ella lo miraba con la misma mirada, sin la menor emoción ni pensamiento.

»—Tú la infestaste con esto… —susurró él.

»Encendió una cerilla con un ruido súbito, prendió las velas de la chimenea, levantó las pantallas opacas de las lámparas y paseó por la habitación encendiendo las luces hasta que la pequeña llama de Claudia quedó abatida; se apoyó de espaldas contra la chimenea, mirando de luz en luz, como si ellas restableciesen una especie de paz, y dijo:

»—Voy a salir.

»Ella se puso de pie apenas él pisó la calle; de improviso, se detuvo en medio de la habitación y se estiró, y su pequeña espalda se arqueó, con los brazos rígidos hasta sus puñitos y los ojos absolutamente cerrados un instante, y luego abriéndolos como si se despertara de un sueño. Hubo algo obsceno en su gesto; la habitación pareció temblar con el miedo de Lestat, e hizo un eco de su última respuesta. Ella se puso alerta. Debo de haber hecho algún movimiento involuntario para alejarme de ella, porque vino hasta el brazo de mi silla y, poniendo su mano sobre mí libro, un libro que hacía horas que no leía, me dijo:

»—Ven conmigo.

»—Tenías razón. Él no sabe nada. No nos puede decir nada —le dije.

»—¿Pensaste alguna vez que lo podría hacer? —me preguntó con el mismo tono de voz—. Encontraremos a otros de nuestra especie. Los encontraremos en Europa central. Allí es donde viven en gran número. Los relatos, tanto de ficción como los de verdad, llenan volúmenes con esas cantidades. Estoy convencida de que todos los vampiros provienen de allí, si es que provienen de algún sitio. Le hemos aguantado demasiado tiempo. Vamos. Y deja que la carne instruya a la mente.

»Pienso que sentí un temblor de deleite cuando ella pronunció esas palabras. “Y deja que la carne instruya a la mente.”

»—Deja el libro a un costado y mata —me susurró.

»La seguí por las escaleras y el patio, y, por una callejuela, pasamos a otra calle. Entonces, se dio vuelta con los brazos extendidos para que la alzara en brazos, aunque, por supuesto, no estaba cansada; sólo quería estar cerca de mi oído, agarrarse de mi cuello.

»—No le he contado mi plan: el viaje, el dinero —le dije, consciente de que había algo en ella más allá de mi comprensión, y ella, casi sin peso, siguió en mis brazos.

»—Él mató al otro vampiro —dijo ella.

»—No, ¿por qué dices eso? —le pregunté. Pero no me afligió que dijera eso; removió mi alma como si fuera un charco de agua quieta hasta entonces. Sentí como si ella me estuviera removiendo lentamente para algo; como si fuera el piloto de nuestra lenta caminata por la calle a oscuras.

»—Porque ahora lo sé —dijo ella con autoridad—. El vampiro lo transformó en un esclavo y él lo mató. Lo mató antes de que supiera lo que quizá sabe ahora, y, entonces, presa del pánico, te hizo su esclavo. Y tú has sido su esclavo.

»—En realidad, no… —le susurré; sentí que apretaba sus mejillas contra mis sienes; estaba fría y necesitaba matar—. No un esclavo. Una especie de cómplice estúpido —le confesé, me confesé a mí mismo, con mucha rabia en las entrañas y palpitación en las sienes, como si se me contrajesen las venas y mi cuerpo se convirtiera en un mapa de venas torturadas.

»—No, un esclavo —insistió ella con su voz grave y monótona, como si estuviera pensando en voz alta y sus palabras fueran revelaciones, letras de un crucigrama—. Y yo liberaré a los dos.

»Me detuve. Apretó su mano contra la mía, pidiéndome que continuara. Caminábamos por la ancha calle al lado de la catedral, hacia las luces de la plaza Jackson; el agua corría rápida por la alcantarilla en medio de la calle, plateada a la luz de la luna.

»Ella dijo:

»—Lo mataré.

»Me quedé inmóvil al final de la calleja. Sentí que se movía en mis brazos; bajó como si lograra algo liberándose de mí sin la torpe ayuda de mis manos. La puse en la acera de piedra. Le dije que no, sacudí la cabeza. Tuve la sensación que te he descrito antes de que los edificios a mi alrededor —el cabildo, la catedral, los apartamentos a lo largo de la plaza— eran todos como la seda, y una ilusión, y se rasgarían de repente, con un viento horrible, y una grieta se abriría en la tierra, que era la única realidad.

»—Claudia —le dije, apartando mi mirada.

»—¿Y por qué no matarlo? —dijo ahora, alzando la voz hasta que chilló—. ¡No me sirve para nada! ¡No le puedo sacar nada! Y él me causa dolor, ¡algo que no toleraré!

»—¿Y si no es tan inútil? —le dije. Pero la vehemencia era falsa. Desesperada. ¡Estaba tan alejada de mí, con sus pequeños hombros erguidos y decididos, y su paso rápido, como una niñita que, al salir los domingos con sus padres, quiere caminar adelante y simular que está sola!—. ¡Claudia! —llamé, y la alcancé de inmediato; le toqué la pequeña cintura y sentí que se endurecía como el hierro—. ¡Claudia, tú no lo puedes matar!

—le susurré; ella dio unos pasos atrás, saltando, resonando en las piedras y salió a la calle abierta. Un cabriolé pasó a nuestro lado y oímos unas carcajadas y el ruido de los caballos y las ruedas. Luego la calle quedó en silencio. La seguí por ese espacio inmenso hasta las puertas de la plaza Jackson, donde se aferró a las rejas. Me acerqué a ella.