»—No hables de ella —le dije.
»—Muy bien. Hablaba de la plantación. No de ella. ¡Ella! Tu dama amorosa, tu fantasía —me sonrió—. ¿Sabes?, al final todo salió como yo quería, ¿no es así? Pero te cuento de mi joven amigo y cómo…
»—Ojalá tocaras su música —dije en voz baja, sin agresividad, pero lo más persuasivo posible.
»A veces esto funcionaba con Lestat. Si yo le decía algo específicamente correcto, se ponía a hacerlo. Y entonces lo hizo; con una leve mueca, como diciendo: “Tú, tonto”, empezó a tocar la música. Oí las puertas de la sala trasera y los pasos de Claudia por el corredor. “No vengas, Claudia —pensé yo, sintiéndola—, aléjate antes de que todos quedemos destrozados.” Pero ella vino y se detuvo ante el espejo del pasillo. Pude oírla abrir la pequeña mesa tocador y luego el susurro de su peine. Tenía un perfume floral. Me di vuelta lentamente para verla cuando apareciese en la puerta, aún de blanco, y se encaminara por la alfombra hacia el piano en silencio. Se quedó al lado del teclado, con sus manos sobre la madera, su mentón sobre las manos y los ojos fijos en Lestat.
»Pude ver el perfil de Lestat y la pequeña cara de Claudia más allá, mirándolo.
»—¿Qué pasa ahora? —dijo él, doblando la página y dejando que su mano le cayera sobre la pierna—. Me irritas. ¡Tu mera presencia me irrita!
»Volvió la vista a la página.
»—¿De verdad? —dijo ella con su voz más dulce.
»—Sí. Y te diré algo más. He conocido a alguien que sería mucho mejor vampiro que tú.
»Esto me dejó perplejo. Pero no tuve necesidad de decirle que continuara.
»—¿Entiendes lo que quiero decir? —prosiguió.
»—¿Se supone que lo dices para asustarme? —preguntó ella.
»—Eres una malcriada porque eres la única niña —dijo él—. Necesitas un hermano. O, más bien, yo necesito un hermano. Me aburrís vosotros dos. Unos vampiros egoístas, meditabundos, que agobiáis nuestras propias vidas. No me gusta.
»—Supongo que podríamos poblar el mundo de vampiros, sólo nosotros tres —dijo ella.
»—¿Lo crees? —dijo él, sonriente, y en su voz hubo una nota de triunfo—. ¿Piensas que lo podrías hacer? Supongo que Louis te ha contado cómo se hace o lo que él piensa que se debe hacer. Vosotros no tenéis ese poder. Ninguno de los dos.
»Esto pareció perturbarla. Era algo que ella no había previsto. Lo estudiaba. Pude ver que no se lo creía por completo.
»—¿Y quién te dio ese poder? —preguntó ella en voz baja, pero con un dejo de sarcasmo.
»—Eso, querida mía, es algo que jamás sabrás. Porque hasta el Erebus en que vivimos debe tener su aristocracia.
»—Eres un mentiroso —dijo ella con una corta carcajada y, en el instante en que él volvió a posar los dedos en el teclado, prosiguió—: Pero tú dificultas mis planes.
»—¿Tus planes?
»—Vine en son de paz a ti, aunque seas el padre de las mentiras. Tú eres mi padre —dijo ella—. Quiero hacer las paces contigo. Quiero que las cosas sean como antes.
»Entonces él fue el incrédulo. Me echó una mirada, luego la miró a ella.
»—Eso puede ser. Pero entonces deja de hacerme preguntas. Deja de seguirme. Deja de buscar vampiros en todas las callejuelas. ¡No hay otros vampiros! Aquí es donde vives y aquí es donde debes quedarte. —Pareció confuso un momento, como si el volumen de su propia voz lo confundiera—. Cuidaré de ti. Tú no necesitas nada.
»—Y tú no sabes nada y, por eso, detestas mis preguntas. Todo está en claro. Por tanto, tengamos paz porque no podemos tener nada más. Tengo un regalo para ti.
»—Espero que sea una mujer hermosa con unos atractivos que tú jamás tendrás —dijo él, y la miró de arriba abajo.
»Ella cambió de cara. Fue como si casi perdiera un dominio que jamás la había visto perder. Pero entonces movió la cabeza y, estirando un brazo pequeño y redondo, le tiró de la manga.
»—He hablado en serio. Estoy harta de discutir contigo. El infierno es odio, gente que vive en odio eterno. Nosotros no estamos en el infierno. Puedes aceptar el regalo o no. No me importa. Pero terminemos de una vez por todas con este problema. Antes de que Louis, disgustado, nos abandone a ambos.
»Lo obligó a que dejara el piano, bajó la tapa de madera sobre el teclado e hizo girar el taburete para que los ojos de Lestat le siguieran hasta la puerta.
»—Hablas en serio. Un regalo. ¿Qué quieres decir con un regalo?
»—No te has alimentado lo suficiente. Lo puedo ver por tu color, por tus ojos. Nunca estás lo bastante alimentado a esta hora. Digamos que te puedo hacer disfrutar mucho. Dejad que los niños vengan a mí —susurró ella y se fue. Él me miró. Yo no dije nada. Era como si hubiera estado intoxicado. Noté la curiosidad en su rostro, la sospecha. La siguió por el pasillo. Y luego oí que emitía un largo y consciente gemido, una mezcla perfecta de hambre y lujuria.
»Cuando llegué a la puerta, y tardé un rato, él estaba agachado sobre el sofá. Allí había dos niños, echados entre los cojines suaves de terciopelo, totalmente abandonados al sueño como hacen los niños, con las bocas sonrojadas abiertas, sus caras redondas y pequeñas, suaves. Tenían la piel húmeda, radiante; los rizos del más moreno caían sobre su frente, húmedos y pegados a la piel. De inmediato vi, por su ropa idéntica y pobre, que se trataba de huérfanos. Y se habían devorado lo que les habían servido con nuestra mejor vajilla. El mantel estaba salpicado de vino y una pequeña botella estaba en medio de los platos y los cubiertos grasientos. Pero en la habitación había un aroma que no me gustó. Me acerqué, para ver mejor a los dos pequeños dormidos, y pude ver que tenían los cuellos desnudos pero que nadie los había tocado. Lestat se había agachado al lado del más moreno; era, de lejos, el más hermoso. Podría haber sido elevado a la cúpula pintada de una catedral. No tenía más de siete años, pero poseía una belleza perfecta que es asexual y angelical. Lestat le pasó suavemente la mano por el cuello pálido y luego rozó los labios sedosos. Dejó escapar un suspiro que tenía una anticipación deseosa, dulce, dolorosa.
»—Oh…, Claudia… —suspiró—. Te has lucido. ¿Dónde los encontraste?
»Ella no dijo nada. Se había vuelto a un sillón oscuro y estaba sentada entre dos grandes cojines, con sus piernas estiradas, los tobillos cayendo de modo que no se podían ver las plantas de sus hermosos zapatos sino los costados curvos, sus ornamentos delicados.
»Miraba a Lestat.
»—Ebrios con brandy —dijo—. Una copita —y señaló la mesa—. Pensé en ti cuando los vi… Pensé que si los compartía contigo, me perdonarías.
»Él se quedó encantado con el piropo. La miró, estiró una mano y la tomó del fino tobillo.
»—¡Tontita! —susurró, y se rió; pero entonces se calló como no queriendo despertar a los niños condenados. Le hizo a ella un gesto íntimo, seductor—. Ven a sentarte a su lado. Tú coges éste y yo el otro. Ven.
»La abrazó cuando ella pasó a su lado y la puso al lado del otro niño. Acarició el pelo húmedo del niño, le pasó los dedos por los párpados redondos y por el borde de las cejas. Y luego puso toda su mano suave sobre la cara del niño y le acarició las sienes, las mejillas y el mentón, masajeando la piel joven. Se había olvidado de que estábamos allí, pero retiró la mano y se quedó inmóvil un instante, como si su deseo lo marease. Miró al techo y luego puso manos a la obra. Dobló lentamente la cabeza del niño sobre el sofá y los párpados del niño se pusieron tensos un segundo y un gemido escapó de sus labios.