»Los ojos de Claudia estaban fijos en Lestat, aunque levantó la mano izquierda y lentamente desabrochó los botones del niño que estaba a su lado y metió la mano bajo la mísera camisa y sintió la piel desnuda. Lestat hizo otro tanto; pero súbitamente, su mano cobró vida propia, se deslizó bajo la camisa y rodeó el cuerpo del niño en un cálido abrazo, acercándoselo de modo que su cara quedó hundida en el cuello del niño. Movió los labios por el cuello y el pecho y los diminutos pezones. Entonces, pasó su otro brazo por la camisa abierta, de modo que el niño quedó indefenso, lo apretó aún más entre sus brazos y le hundió los dientes en la garganta. La cabeza del niño cayó hacia atrás, se le soltaron los rizos, y nuevamente dejó escapar un leve gemido y movió los párpados, pero no los abrió. Y Lestat se arrodilló, con el niño apretado contra él, chupando, con su propia espalda arqueada y rígida. Su cuerpo se movía hacia atrás y hacia adelante, transportando al niño, y sus gemidos prolongados subían y bajaban siguiendo el ritmo de su lenta oscilación, hasta que, de repente, todo su cuerpo se puso tenso y sus manos parecieron buscar algún medio para alejarse del niño, como si éste fuese una carga inútil que colgara de él; y por último abrazó al niño nuevamente y, lentamente, lo recostó en los mullidos cojines, chupando menos, ahora casi de forma inaudible.
»Se apartó. Sus manos presionaron al niño. Se arrodilló con la cabeza hacia atrás, y sus largos cabellos rubios cayeron despeinados. Y entonces, lentamente, se echó en el suelo, doblándose, la espalda contra la pata del sillón.
»—Ah…, Dios —susurró con la cabeza hacia atrás y los párpados semicerrados. Pude ver que el color le subía por las mejillas, le llegaba a las manos. Una mano se apoyó en su rodilla, temblorosa y luego cayó inmóvil.
»Claudia no se había movido. Permanecía como un ángel de Botticelli al lado del niño ileso. El cuerpo del otro niño ya se había encogido, el cuello como un tallo fracturado, la cabeza pesada cayendo ahora en un ángulo torpe, el ángulo de la muerte, sobre el almohadón.
»Pero algo estaba mal. Lestat miraba al techo. Pude ver su lengua entre los dientes. Estaba demasiado inmóvil, como si intentase decir algo, pasar la barrera de los dientes y tocarse los labios. Pareció temblar de forma convulsiva… Entonces se relajó pesadamente; no obstante, no se movió. Un velo había caído sobre sus claros ojos grises. Miraba al techo. Y un sonido partió de su garganta. Salí de las sombras del corredor, pero Claudia dijo con tono decidido:
»—¡Vuelve atrás!
»—… Louis… —dijo él, por fin lo pude oír—, Louis…, Louis…
»—¿No te gusta, Lestat? —le preguntó ella.
»—Algo está mal —murmuró él, y abrió los ojos como si hablara con un esfuerzo colosal; no se podía mover, no se podía mover para nada—. ¡Claudia! —Aspiró aire nuevamente y sus ojos rodaron en dirección a ella.
»—¿No te gusta la sangre de los niños?… —preguntó ella en voz baja.
»—Louis… —susurró él, levantando por último la cabeza por un instante: volvió a caer en el sofá—. Louis, es…, es… ajenjo. Demasiado ajenjo. Me ha envenenado. Louis… —trató de levantar una mano. Me acerqué más y sólo la mesa nos separó.
»—¡Atrás! —repitió ella; y entonces saltó del sofá y se acercó a él, mirándolo a la cara como él había mirado a los niños—. Ajenjo, padre —dijo ella—. ¡Y láudano!
»—¡Demonio! —le dijo él—. Louis…, ponme en mi ataúd. —Trató de levantarse—. ¡Ponme en mi ataúd!
»Su voz fue ronca, apenas audible. La mano tembló, se levantó y cayó.
»—Yo te pondré en tu ataúd, padre —dijo ella como si lo estuviera calmando—. Te pondré allí para siempre.
»Y entonces, de abajo de los almohadones del sofá, sacó un cuchillo de cocina.
»—¡Claudia! ¡No hagas eso! —le dije yo. Pero ella me miró con una virulencia como nunca le había visto en su expresión. Y, mientras yo me quedaba paralizado, ella le abrió la garganta y él dejó escapar un grito agudo y sofocado.
»—¡Dios mío! —gritó—. ¡Dios!
»La sangre manó sobre su camisa, por el abrigo. Manó como jamás podría haberlo hecho de un ser humano; toda la sangre con que se había alimentado antes del niño y la del niño; y movía la cabeza haciendo un sonido burbujeante. Ella le hundió el cuchillo en el pecho y él se agachó hacia adelante, con la boca abierta, sus colmillos al descubierto, las dos manos tratando, convulsivas, de asir el cuchillo, revoloteando alrededor del mango. Levantó la vista hasta mí, con el pelo sobre los ojos.
»—¡Louis! ¡Louis!
»Dejó escapar un gran gemido y cayó de costado en la alfombra. Ella se quedó mirándolo. La sangre corría por todos lados como agua. El gruñía, tratando de levantarse, con un brazo encogido debajo de su pecho y el otro moviéndose por el suelo. Y, entonces, de repente, ella se arrojó sobre él y, aferrándose de su cuello con ambas manos, le hundió los dientes mientras él se defendía.
»—¡Louis! ¡Louis! —gimió una vez más, luchando, intentando desesperadamente alejarla; pero ella quedó encima de él, y su cuerpo, levantado por el hombro de Lestat, se sacudió y cayó nuevamente hasta que se separó; y, cuando encontró el suelo, se alejó rápidamente de él, con sus manos en los labios. Mi cuerpo estaba convulso por lo que acababa de presenciar, y me sentía incapaz de seguir mirando.
»—Louis —dijo ella, pero yo sólo sacudí la cabeza; por un instante, toda la casa pareció oscilar; pero ella insistía—. Louis, mira lo que le pasa.
»Había dejado de moverse. Estaba echado de espaldas. Y todo el cuerpo le temblaba, se le secaba; la piel estaba gruesa y arrugada y tan blanca que se le veían todas las pequeñas venas. Quedé perplejo, pero no pude apartar la vista, ni siquiera cuando la forma de los huesos empezó a asomar, sus labios retrocedieron hasta los dientes, la piel de la nariz se secó y mostró dos grandes agujeros. Pero sus ojos siguieron iguales, mirando enloquecidos al techo, con el iris bailoteando de una punta a la otra, mientras la carne se hundía hasta los huesos y se convertía en un pergamino que tapaba al esqueleto. Por último, puso los ojos en blanco y así quedó, sólo una masa de rizado cabello rubio, un abrigo, un par de botas brillantes y ese horror que había sido Lestat; y yo lo miré, desesperado.
»Durante largo rato. Claudia simplemente se quedó allí. La sangre había empapado la alfombra, ensombreciendo las flores bordadas. Brillaba pegajosa y negra sobre los suelos. Había manchado el vestido, los zapatos blancos, las mejillas de Claudia. Se limpió con una servilleta arrugada, trató de limpiarse las manchas del vestido y, entonces, me dijo:
»—¡Louis, debes ayudarme a sacarlo de aquí!
»—No —contesté. Y le di la espalda; ella seguía con el cadáver a sus pies.
»—¿Estás loco, Louis? ¡No puede quedarse aquí! —me dijo—. Y los niños. ¡Debes ayudarme! El otro ha muerto del ajenjo. ¡Louis!
»Yo sabía que tenía razón, que era necesario. No obstante, me pareció algo imposible.
»Tuvo que rogarme; casi me llevó de la mano. Encontramos el horno de la cocina aún repleto con los huesos de la madre y la hija que ella había asesinado; un acto peligroso, una estupidez. Entonces ella metió los cadáveres en un saco y lo arrastró por las piedras del patio hasta el coche. Yo mismo até el caballo, dejando dormir al soñoliento cochero, y conduje el carruaje a las afueras de la ciudad, rápidamente, en dirección al pantano St. Jean, que se extendía hasta el lago Pontchartrain. Ella se sentó a mi lado, en silencio, hasta que pasamos las puertas iluminadas de las pocas casas rurales y el camino se angostó y se volvió escabroso; el pantano se extendía a ambos lados y era como un muro al parecer impenetrable de cipreses y de enredaderas. Podía oler el hedor de los vegetales podridos, oír el ronroneo de los animales.