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»Claudia había enfundado el cuerpo de Lestat en una sábana porque yo no lo quise ni tocar, y luego, para horror mío, le había esparcido encima los crisantemos de largos tallos. Por tanto tenía un dulce aroma funerario cuando por último lo metí en el carruaje. Casi no pesaba, de tan fláccido que quedó, como algo hecho de cuerdas y trapos. Y me lo puse al hombro y avancé por las aguas negras, el agua que chapoteaba y llenaba mis botas; mis pies buscaban un sendero bajo esas aguas, lejos de donde había dejado a los dos niños. Entré cada vez más profundo con los despojos de Lestat, aunque no sabía por qué. Y, finalmente, cuando apenas podía vislumbrar el pálido espacio del camino y el cielo que peligrosamente se aproximaba al alba, dejé que su cuerpo se resbalara de mis brazos y cayera al agua. Me quedé allí, traumatizado, mirando la forma amorfa de la sábana blanca debajo de esa superficie de lodo. El estupor que me había abrumado desde que abandonáramos la rué Royale amenazó con desvanecerse y dejarme de repente mirando, pensando: “Esto es Lestat. Esto es todo lo que queda de la transformación y el misterio; muerto, ido a la oscuridad eterna”. Sentí de súbito un empujón, como si una fuerza me rogara que descendiese junto a él, me hundiera en el agua negra y jamás regresara. Fue algo fuerte y claro, aunque, en comparación con las voces ordinarias, sólo me pareció un murmullo. Habló sin lenguaje, diciendo: “Tú sabes lo que debes hacer. Húndete en la oscuridad. Déjate ir por completo”.

»Pero, en ese instante, oí la voz de Claudia. Me llamaba por mi nombre. Me di vuelta y por las enredaderas retorcidas, la vi pequeña y distante, como una llama blanca en el camino débilmente iluminado.

»Más tarde, a la madrugada —prosiguió—, Claudia me abrazó y puso su cabeza contra mi pecho en la intimidad del ataúd; me susurró que me amaba; que ahora quedaríamos libres de Lestat para siempre.

»—Te amo, Louis —me repitió una y otra vez hasta que la oscuridad cayó finalmente sobre nosotros y misericordiosamente nos borró toda conciencia.

»Cuando me desperté, ella estaba revisando las cosas de Lestat. Fue una tarea silenciosa, metódica, pero llena de una furia ciega. Sacó los contenidos de los gabinetes, vació cajones sobre las alfombras, sacó una por una sus chaquetas de los roperos; revisó cada bolsillo, tirando las monedas y las entradas al teatro y los pedacitos de papel. Me quedé en la puerta de su dormitorio, atónito, observándola. El ataúd de Lestat estaba allí, lleno de bufandas y pedazos de tapicería. Sentí la compulsión de abrirlo. Tuve el deseo de encontrarlo allí.

»—¡Nada! —exclamó finalmente ella con disgusto en la voz, y metiendo las ropas en el ataúd—. ¡Ni una pista de dónde provenía, de quién lo había creado! Ni una señal.

»Me miró como implorando mi simpatía. Desvié la mirada. No podía mirarla. Volví al dormitorio, esa habitación llena con mis libros y las cosas que había salvado de mi hermana y de mi madre, y me senté en la cama. La pude oír en la puerta, pero no la miré.

»—¡Merecía morir! —me dijo.

»—Entonces nosotros merecemos morir. De la misma manera. Cada noche de nuestras vidas —le contesté—. Aléjate de mí —fue como si mis palabras fueran mis pensamientos, y mi mente únicamente fuera una amorfa confusión—. Te cuidaré porque tú no cuidas de ti misma. Pero no te quiero cerca. Duerme en ese ataúd que te has comprado. No te me acerques.

»—Te dije que lo iba a hacer. Te lo dije… —recordó ella. Su voz nunca había sonado tan frágil, como el tintineo de una campanilla. La miré, perplejo pero inconmovible. Su cara no parecía su cara. Jamás nadie había puesto tal agitación en el rostro de una muñeca.

»—¡Louis, te lo dije! —dijo ella con los labios temblorosos—. Lo hice por nosotros. Para que pudiéramos ser libres.

»No pude soportar su presencia. Su hermosura, su presunta inocencia y esa terrible agitación. Pasé a su lado, quizás empujándola un poco, no lo sé. Y casi había llegado a las barandillas de la escalera cuando oí un sonido extraño.

»En todos los años de nuestra vida en común nunca había oído ese sonido. Nunca más desde esa distante noche en que la había encontrado, cuando era una niña mortal, aferrada a su madre. ¡Estaba llorando!

»Me hizo retroceder contra mi voluntad. No obstante, parecía tan inconsciente, tan desesperada, como si ella no pretendiera que nadie la oyese o no le importara que la oyese el mundo entero. La encontré echada en mi cama, donde tan a menudo me sentaba a leer, con sus rodillas encogidas y todo su cuerpo temblando a fuerza de sollozos. El sonido era terrible. Era más sentido, más espantoso que el llanto mortal que había tenido. Me senté lenta, suavemente, a su lado y le puse una mano sobre el hombro. Levantó la cabeza, sorprendida, con los ojos abiertos y la boca temblorosa. Tenía la cara cubierta de lágrimas, lágrimas que estaban teñidas de sangre. Sus ojos brillaban y el débil toque de rojo manchaba su pequeña mano. No parecía darse cuenta de ello, no parecía verlo. Se alzó el pelo de la frente. Entonces su cuerpo se estremeció con un sollozo prolongado, sordo y necesitado.

»—Louis…, si te pierdo, no tengo nada —susurró—. Desharía lo hecho para recuperarte. No lo puedo hacer.

»Me abrazó, subiéndose encima de mis rodillas, llorando contra mi corazón. Mis manos no tenían ganas de tocarla, pero entonces se movieron como si yo no pudiera detenerlas para abrazarla y acariciarle el cabello.

»—No puedo vivir sin ti… —susurró—. Preferiría morir a vivir sin ti. Moriría del mismo modo que él. No puedo soportar que me mires como lo hiciste. ¡No puedo soportar que no me ames!

»Sus sollozos se hicieron más fuertes, más amargos, hasta que por último me agaché y besé su cuello y sus mejillas suaves. Ciruelas invernales. Ciruelas de un bosque encantado donde la fruta jamás cae de las ramas. Donde las flores jamás se marchitan y mueren.

»—Muy bien, querida mía… —le dije—. Muy bien, amor mío… —y al decir esto la mecí suavemente, lentamente, en mis brazos hasta que se durmió, murmurando algo sobre nuestra eterna felicidad, libres para siempre de Lestat, empezando la gran aventura de nuestras vidas.

»La gran aventura de nuestras vidas —prosiguió, tras una pausa—. ¿Qué significa morir cuando puedes vivir hasta el fin del mundo? ¿Y qué es “el fin del mundo” salvo una frase?; porque ¿quién sabe siquiera lo que es el mundo? Yo ya he vivido dos siglos, he visto las ilusiones de uno hechas trizas por otro, he sido eternamente joven y eternamente viejo, carente de ilusiones, viviendo de momento a momento de una manera que me hizo imaginar un reloj de plata repiqueteando en el vacío; con la superficie pintada, las manecillas delicadamente talladas sin que nadie las mirara, iluminado por una luz que no era luz, como la luz con la que Dios creó al mundo antes de que creara la luz. Latiendo, latiendo, latiendo, con la precisión del reloj, en una habitación tan vasta como el universo.

»Yo estaba caminando de nuevo por las calles; Claudia se había ido a matar por su lado; el perfume de su pelo y de su vestido aferrado a mis dedos, a mi abrigo, y mis ojos se movían muy por delante como el rayo pálido de una linterna. Me encontré en la catedral. ¿Qué significa morir cuando puedes vivir hasta el fin del mundo? Pensaba en la muerte de mi hermano, en el incienso y el rosario. De repente sentí el deseo de estar en el cuarto fúnebre, escuchando el sonido de las voces de las mujeres, que suben y bajan con los Aves, el ruido de los rosarios, el olor de la cera. Pude recordar las lamentaciones. Era algo palpable, como si fuera ayer, detrás de una puerta. Me vi caminando rápido por un corredor y abriendo suavemente la puerta.