»La gran fachada de la catedral se levantó en una enorme masa oscura del otro lado de la plaza, pero las puertas estaban abiertas y adentro pude ver una luz suave, trémula. Era la tarde del sábado y la gente iba a la confesión para la misa del domingo y la comunión. Las velas ardían en los candelabros. Al final de la nave, el altar se elevaba entre las sombras cubierto de flores blancas. Había sido en la iglesia vieja, en este mismo lugar, donde habían traído a mi hermano para el último servicio antes de ir al cementerio. Y, súbitamente, me di cuenta de que yo no había vuelto a ese sitio desde entonces, que nunca había pasado de nuevo por esos escalones de piedra, cruzado el atrio y pasado por esas puertas abiertas.
»No tenía miedo. En todo caso, deseaba que pasara algo, que esas piedras temblaran cuando yo cruzara el atrio en sombras y viera el distante tabernáculo en el altar. Recordé que había pasado en una ocasión cuando las vidrieras estaban radiantes y los cánticos resonaban en Jackson Square. Entonces había vacilado, preguntándome si había algún secreto que Lestat no me hubiese revelado, algo que pudiera destruirme si entraba. Sentí ganas de entrar, pero había rechazado la idea, deshaciéndome de la fascinación de las puertas abiertas, la multitud de gente haciendo una sola voz. Yo tenía algo para Claudia, una muñeca que le llevaba, una muñeca que había sacado de la vitrina a oscuras de una juguetería, y la había puesto dentro de una gran caja con cintas y papel delicado. Una muñeca para Claudia. Recuerdo haberla apretado contra mí, oyendo las fuertes vibraciones del órgano detrás, con mis ojos entrecerrados debido al gran resplandor de las velas.
»Entonces pensé en ese momento; el miedo que sentí de la mera visión del altar, del sonido del Pange Lingua. Y nuevamente pensé, persistente, en mi hermano. Podía ver el ataúd yendo por el pasillo central, la procesión de los fieles detrás. Ahora no sentí miedo. Como te dije, en todo caso sentí ganas de tener algún temor, de encontrar alguna razón para tener miedo cuando avanzaba lentamente a lo largo de los altos muros ensombrecidos. Hacía frío y estaba húmedo pese al verano. La idea de la muñeca de Claudia volvió a mí. ¿Dónde estaba esa muñeca? Claudia había jugado con ella durante años. De improviso me puse a buscar esa muñeca en el recuerdo, del modo absurdo y frenético de quien busca algo en una pesadilla, llegando a puertas que no se abren o cajones que no se cierran, sin saber por qué su esfuerzo parece tan desesperado, por qué la súbita visión de una silla con un mantón encima le inspira tanto horror.
»Yo estaba en la catedral. Una mujer salió del confesionario y pasó la larga cola de quienes aguardaban. Un hombre, que tendría que haberse acercado, se quedó inmóvil, y mi ojo, sensible incluso a mi condición vulnerable, notó el hecho y me di vuelta para verlo. Me miraba. Rápidamente le di la espalda. Lo oí entrar en el confesionario y cerrar la puerta. Caminé por el pasillo del costado y entonces, más debido al agotamiento que a la convicción, me acerqué a un banco lateral y tomé asiento. Casi hice la genuflexión por antiguo hábito. Tenía la mente tan confusa y atormentada como la de cualquier mortal. “Oye y ve”, me dije a mí mismo. Y con este acto de voluntad, mis sentidos emergieron del tormento. A mi alrededor, en la penumbra, oí el susurro de las oraciones, el leve repiqueteo de los rosarios; el suave gemido de la mujer que se hincó en la duodécima estación. Del mar de bancos de madera se elevó el olor de las ratas. Una rata solitaria se movía en las inmediaciones del altar, una rata en el gran altar de madera tallada de la Virgen María. Los candelabros de oro brillaban en el altar; un gran crisantemo blanco de repente se dobló sobre su tallo; había gotas brillantes en sus pétalos, una fragancia amarga subía de los vasos, de los altares frontales y de los altares laterales, de las estatuas de vírgenes y Cristos y santos. Contemplé las estatuas; de pronto, y de forma completa, me obsesioné con los perfiles exánimes, los ojos fijos, las manos vacías, los dobleces congelados. Entonces mi cuerpo sufrió tal convulsión que se dobló hacia adelante y mi mano se aferró al banco siguiente. Era un cementerio de formas muertas, de efigies funerales y de ángeles de piedra. Levanté la vista y me vi a mí mismo en una visión casi palpable, subiendo los escalones del altar, abriendo el diminuto tabernáculo sacrosanto, alcanzando con manos monstruosas el cáliz consagrado y tomando el Cuerpo de Cristo y arrojando sus blancas hostias sobre la alfombra y luego pisando las hostias sagradas delante del altar, dando la Sagrada Comunión al polvo. Me puse de pie y me quedé contemplando esa visión. Supe perfectamente bien su significado.
»Dios no vivía en esa iglesia; esas estatuas daban una imagen de la nada. Yo era el sobrenatural en esa catedral. ¡Yo era el único no mortal que estaba consciente bajo ese techo! Soledad. La soledad hasta el borde de la locura. La catedral se deshizo en mi visión; los santos se sobrecogieron y cayeron. Las ratas comían la Sagrada Eucaristía y anidaban en los antepechos de las ventanas. Una rata solitaria, con un rabo enorme, estaba royendo y gruñendo en el mantel del altar hasta que cayeron los candelabros sobre las losas cubiertas por el moho. Me quedé de pie, intocado. Sin morir. Súbitamente, agarré la mano de yeso de la Virgen y la vi romperse en mi mano; dejé esa mano sobre mi palma y con la presión de mi dedo se convirtió en polvo.
»Y de repente, a través de las ruinas, a través de la puerta abierta por la que podía ver la tierra baldía en todas direcciones, incluso el gran río helado y atrapado por las ruinas incrustadas de los navíos, por esas ruinas llegaba una procesión fúnebre, una banda de hombres pálidos, blancos, y de mujeres, monstruos con ojos brillantes y vestimentas al viento, y el ataúd crujiendo sobre las ruedas de madera, las ratas correteando sobre el mármol roto y agrietado, la procesión avanzando; y entonces pude ver a Claudia en esa procesión, con sus ojos fijos detrás de un fino velo negro, una mano enguantada sobre un negro misal y la otra sobre el ataúd que se movía a su lado. Y allí, en ese ataúd, vi con horror el esqueleto de Lestat, debajo de una tapa de cristal, con la piel arrugada y presionada sobre la mismísima textura de sus huesos, y sus ojos como unos agujeros, y su cabello rubio y ondulado sobre la seda blanca.
»La procesión se detuvo. Los fieles siguieron su camino, llenando, silenciosos, las polvorientas hileras de bancos. Y Claudia, dándose vuelta con su libro, lo abrió y levantó el velo negro de su rostro, sus ojos fijos en mí cuando su dedo dobló la página.
»—Y ahora estás condenado en la tierra —susurró, y su susurro hizo un eco en las ruinas—. Y ahora estás condenado en la tierra, que ha abierto su boca para recibir la sangre de tu hermano. Mientras labres esta tierra, a partir de ahora no le darás fortaleza. Serás un fugitivo y un vagabundo en la tierra…, y la venganza contra quien te mate será siete veces siete.
»Le grité; grité y el grito se elevó desde las profundidades de mi ser como una inmensa fuerza negra que rompía mis costillas y enviaba mi cuerpo rodando contra mi voluntad. Un gemido espantoso salió de los penitentes, un coro que creció cada vez más alto cuando me di vuelta para ver a todos a mí alrededor, empujándome en el pasillo contra los mismos costados del ataúd. Me di la vuelta para recuperar el equilibrio y me encontré apoyado en él con ambas manos. Y permanecí allí contemplando no los restos de Lestat, sino el cuerpo de mi hermano mortal. Una quietud cayó como si el velo hubiera caído sobre todos y disuelto sus formas debajo de sus silenciosos dobleces. Allí estaba mi hermano, joven y rubio y dulce como había sido en la vida, tan real y cálido que jamás lo podría haber recordado así; estaba tan perfectamente recreado, era tan perfecto en todos sus detalles… Sus cabellos rubios estaban peinados encima de su frente, los ojos los tenía cerrados como si durmiera, sus dedos suaves estaban aferrados al crucifijo sobre el pecho, y sus labios se veían tan rosados y sedosos que casi no pude soportar verlos y no tocarlos. Y justo cuando estiré la mano para tocarlos, la visión se disolvió.