»Me alejé de los pantanos, volví al corazón de la ciudad vieja, y el suave apretón de la mano de Claudia me reconfortó. Ella había hecho un ramo de lo recogido en todos los muros de los jardines, y lo tenía contra la pechera de su vestido amarillo, con su rostro enterrado en aquel perfumado recuerdo. Entonces me dijo, con un susurro tal que tuve que agacharme para oírlo:
»—Louis, estás preocupado. Tú conoces el remedio. Deja que la carne… que la carne instruya a la mente.
»Me dejó la mano y la miré alejarse, dándose vuelta una vez para susurrarme la misma orden.
»—Olvídalo. Deja que la carne instruya a la mente…
»Me hizo recordar aquel libro de poemas que yo tenía en las manos cuando ella me dijo esas palabras por primera vez, y vi el verso escrito sobre la página:
Sus labios eran rojos, su aspecto era libre, sus rizos eran tan amarillos como el oro, su piel era tan blanca como la lepra. Ella era la pesadilla, la-muerte-en-vida que espesa la sangre del hombre con el frío.
»Ella me sonrió desde una esquina distante, una pizca de seda amarilla visible un momento en la angosta oscuridad; luego desapareció. Mi compañera, para siempre…
»Me fui entonces a la rué Domaine y pasé rápidamente ante las ventanas a oscuras. Una lámpara se extinguió muy lentamente detrás de una gruesa pantalla de lazo, y la sombra del diseño se expandió sobre el ladrillo, se debilitó y luego terminó en la oscuridad.
»Continué adelante, acercándome a la casa de Madame Le Clair, oyendo los violines chillones pero distantes de la sala de arriba y luego la aguda risa metálica de los invitados. Me quedé frente a la casa, en las sombras, viendo a un puñado de ellos moviéndose en las habitaciones iluminadas; de ventana a ventana caminaba un huésped, con un vino en la copa pálido como el limón, y su cara miraba la luna como si buscara algo desde una mejor posición, y finalmente la encontró en la última ventana, con su mano sobre el oscuro cortinado.
»Delante había una puerta abierta en el muro de ladrillos y una luz caía sobre el pasillo al que daba acceso. Me moví en silencio por la calleja angosta y me encontré con los espesos aromas de la cocina que subían por el aire más allá de la puerta. El olor, apenas nauseabundo para un vampiro, de la comida hecha. Entré. Alguien acababa de cruzar el patio y la puerta trasera. Pero entonces vi otra figura. Estaba al lado del fuego de la cocina: una negra delgada con un pañuelo brillante en la cabeza; sus facciones estaban como talladas de una manera exquisita y brillaba a la luz como una figura esculpida en diorita. Revolvió la comida en la olla. Atrapé el perfume dulce de las especies y el verde frescor de la mejorana y del laurel, y luego en una oleada, vino el hedor horrible de la carne cocinada, la sangre y la carne descomponiéndose en los fluidos hirvientes. Me acerqué y la vi bajar su larga cuchara de hierro y se quedó con las manos sobre sus caderas generosas; la blancura de su delantal acentuaba su talle pequeño y fino. Los jugos de la olla hacían espuma y escupían sobre los carbones encendidos de abajo. El oscuro olor de la mujer me llegó; su perfume picante, más fuerte que el de la mezcla de la olla, me pareció casi prohibido cuando me apoyé en las paredes de las enredaderas. Arriba los violines agudos empezaron un vals y los pisos de madera crujieron con las parejas de bailarines. El jazmín del muro me rodeó y luego se alejó como el agua que deja la playa impecable y limpia. Y nuevamente sentí su perfume salado. Se había ido a la puerta de la cocina y tenía su largo cuello graciosamente inclinado mientras miraba debajo de la ventana iluminada.
»—¡Monsieur! —me dijo, y salió entonces al rayo de luz amarilla. Ésta cayó sobre sus grandes pechos redondos y sus largos brazos sedosos, y sobre la larga y fría belleza de su cara—. ¿Está buscando la fiesta, señor? —preguntó ella—. La fiesta es arriba…
»—No, querida, no estaba buscando la fiesta —le dije al salir de las sombras—. Te estaba buscando a ti.
»Todo —prosiguió el vampiro— estaba preparado cuando me desperté a la tarde siguiente: el baúl de ropa estaba camino del barco, así como la caja que contenía el ataúd. Los criados se habían ido; los muebles estaban cubiertos de lienzos blancos. La visión de los pasajes y de una colección de notas de crédito bancario y algunos otros papeles, todo metido en una gruesa cartera, hizo que el viaje saliera a la luz brillante de la realidad. Habría dejado de matar de haber sido posible y, por tanto, me ocupé de ello a hora temprana al igual que Claudia; y cuando se acercaba el momento de irnos, me encontré a solas en el piso esperándola. Había tardado demasiado para mi estado de nervios. Temía por ella, aunque podía engañar a cualquiera y hacerse ayudar si se encontraba demasiado lejos de la casa. Muchas veces había convencido a desconocidos de que la trajeran a la misma puerta de su “padre”, quien les agradecía profusamente por haber devuelto a su hija perdida.
»Cuando llegó, lo hizo corriendo, y cuando dejé mi libro, me imaginé que se había olvidado de la hora. Creería que era más tarde de lo que era en realidad. Por mi reloj de bolsillo aún teníamos una hora. Pero, apenas llegó a la puerta, supe que estaba equivocado.
»—¡Louis, las puertas! —dijo sin aliento; su pecho estaba agitado, tenía una mano sobre el corazón. Corrió por el pasillo, conmigo detrás, y, cuando me hizo una señal desesperada, cerré las puertas que daban a la galería.
»—¿Qué pasa? —le pregunté—. ¿Qué te ocurre?
»Pero se acercó a las ventanas de la calle, las largas ventanas francesas que jamás se abrían a los angostos balcones sobre la calle. Levantó la pantalla de la lámpara y rápidamente apagó las velas de un soplido. La habitación quedó a oscuras y luego se iluminó poco a poco con las luces de la calle. Claudia se quedó de pie y agitada, con una mano sobre el pecho, y, entonces, me cogió de la mano y me llevó hasta la ventana.
»—Alguien me ha seguido —me susurró entonces—. Lo podía oír manzana tras manzana detrás de mí. ¡Al principio pensé que no era nada! —Hizo una pausa para recuperar el aliento; su cara estaba blanca por la luz azulada que llegaba de las ventanas de enfrente—. Louis, es el músico —musitó.
»—Pero, ¿qué importancia puede tener? Debe de haberte visto con Lestat.
»—Louis, está allí abajo. Mira por la ventana. Trata de verlo.
»Ella parecía muy conmovida, casi temerosa. Como si no pudiera soportar que la vieran por la ventana. Salí al balcón, aunque mantuve mi mano cogida a la suya mientras ella se escondía tras los cortinados y me la apretaba como si temiera por mí. Eran las once de la noche y la rué Royale en ese momento estaba tranquila. Las tiendas estaban cerradas y el público del teatro había desaparecido. Una puerta se cerró en algún sitio a mi derecha y vi que un hombre y una mujer salían rápidamente y se dirigían hacia la esquina. Sus pasos se alejaron. No podía ver a nadie, no podía sentir a nadie. Sólo podía oír la respiración agitada de Claudia. Algo se movió en la casa; di un respingo y entonces reconocí el aleteo y el movimiento de los pájaros. Nos habíamos olvidado de los pájaros. Pero Claudia se había sobresaltado peor que yo y se me acercó.