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»Y, cuando metí la llave en la cerradura de la cabina, sentí el mayor agotamiento que quizás haya sentido en toda mi vida. Jamás, en todos los años que había vivido con mi selecta familia, había conocido el miedo que experimenté esa noche, la vulnerabilidad, el terror puro. Y no iba a haber un súbito alivio. Ninguna súbita sensación de seguridad. Únicamente ese alivio que al final impone el cansancio cuando ni el cuerpo ni la mente pueden soportar más el terror. Porque aunque ahora Lestat estuviera a muchos kilómetros de distancia de nosotros, él, con su resurrección, había despertado en mí una red de miedos complejos de los que no podía escapar. Incluso cuando Claudia me dijo: “Estamos a salvo, Louis, estamos a salvo”, y le susurré la palabra sí, pude recordar a Lestat en el marco de aquella puerta, y aquellos ojos bulbosos, aquella piel llena de cicatrices. ¿Cómo había regresado, cómo había triunfado sobre la muerte? ¿Cómo cualquier criatura podía sobrevivir a la ruina arrugada en que se había convertido? Fuera la respuesta que fuese, ¿qué significaba, no sólo para él sino para mí, para Claudia? Estábamos a salvo de él, pero… ¿estábamos a salvo de nosotros mismos?

»Los pasajeros empezaron a ser víctimas de una extraña “fiebre”. Sin embargo, el barco estaba sorprendentemente limpio, aunque, de tanto en tanto, se podían encontrar sus cuerpos, sin peso y resecos, como si hiciera días que estuvieran muertos. No obstante, seguía esa fiebre. Primero un pasajero sintió debilidad e hinchazón en la garganta; de vez en cuando había allí marcas y, otras veces, en otros sitios; a veces no había ninguna marca reconocible, aunque se abría una antigua herida y volvía a doler. Y, a veces, el pasajero, que dormía cada vez más a medida que avanzaba el viaje y que avanzaba la fiebre, se moría durmiendo. Por tanto, hubo entierros en el mar en varias ocasiones mientras cruzábamos el Atlántico. Naturalmente temeroso de la fiebre, yo evitaba a los demás pasajeros, no deseaba estar con ellos en el salón de fumar, ni conocer sus historias ni oír sus sueños y esperanzas. Yo «comía» a solas. Pero a Claudia le gustaba observar a los pasajeros, quedarse en cubierta y verlos ir y venir en el atardecer, para luego decirme en voz baja cuando me sentaba en las sillas de cubierta:

»—Pienso que ella caerá víctima de…

»Yo bajaba después con mi libro y miraba por el ojo de buey, sintiendo la suave oscilación del mar, escrutando las estrellas, mas claras y brillantes de lo que jamás eran en tierra, hundiéndose para tocar las olas. Parecía, por momentos, cuando me sentaba a solas en la cabina a oscuras, que el cielo había bajado para encontrarse con las aguas y que en esa reunión se revelaría un gran secreto; algún gran golfo se cerraría milagrosamente para siempre. Pero, ¿quién iba a hacer semejante revelación cuando el cielo y el mar ya no se podían distinguir más y ya no era más que el caos? ¿Dios? ¿Satán? De repente se me ocurrió qué consuelo sería conocer a Satán, mirarlo a la cara, por más terrible que fuera su aspecto, para saber que le pertenecía totalmente y, de ese modo, poner a descansar para siempre el tormento de esa ignorancia. Pasar a través de un velo que me separaba para siempre de todo lo que yo denominaba la naturaleza humana.

»Sentí que el barco se aproximaba cada vez más a ese secreto. No había un final visible en el firmamento; se cerraba encima de nosotros con una belleza y un silencio sobrecogedores. Pero entonces las palabras poner a descansarse, hicieron horribles. Porque no habría descanso en la maldición, no podía haber descanso. ¿Y qué era este tormento comparado con los fuegos eternos del infierno? El mar meciéndose bajo esas estrellas constantes —aquellas mismas estrellas—, ¿qué tenía que ver eso con Satán? Y esas imágenes que nos parecen tan extáticas en nuestra infancia, cuando estamos todos convulsionados con el frenesí mortal que apenas nos podemos imaginar que son deseables; el serafín contemplando para siempre la faz de Dios— y la misma faz de Dios—, aquello era el descanso eterno, del cual este suave y mecedor océano sólo era una remota promesa.

»Pero incluso en esos momentos, cuando el barco dormía y todo el mundo dormía, ni el cielo ni el infierno parecían algo más que una fantasía atormentadora. Conocer a uno o al otro, creer en ellos…, ésa quizás era la única salvación con la que yo podía soñar.

»Claudia, con el mismo gusto que Lestat por la luz, encendía las lámparas cuando se levantaba. Tenía un mazo maravilloso de naipes, comprados a una dama de a bordo; las imágenes de las cartas eran al estilo de María Antonieta y el reverso tenía flores de lis doradas sobre un violeta brillante. Hacía un solitario en el que las cartas daban los números del reloj. Y me preguntó hasta que, al final, empecé a contestarle acerca de cómo pudo sobrevivir Lestat. Ella ya no estaba conmovida. Si recordaba sus gritos en el incendio, no le interesaba pensar en ellos. Si recordaba que antes del fuego había derramado lágrimas de verdad en mis brazos, nada cambiaba para ella; era, como de costumbre en el pasado, una persona de pocas indecisiones, una persona para quien la quietud habitual no significa ansiedad ni remordimiento.

»—Tendríamos que haberlo enterrado —dijo—. Fuimos unos tontos en pensar que debido a su aspecto estaba muerto.

»—Pero, ¿cómo pudo haber sobrevivido? —le pregunté—. Tú lo viste, tú sabes en qué se convirtió.

»Yo, en realidad, no tenía ganas de ahondar en ello. Con todas mis ganas lo hubiera desterrado de mis pensamientos, pero mi mente no me lo permitió. Y fue ella quien entonces me dio las respuestas, porque el diálogo, en verdad, era consigo misma.

»—Supongamos que había dejado de pelear contra nosotros, que todavía vivía —dijo ella—, encerrado en ese inservible cuerpo seco, consciente y calculando…

»—¡Consciente, en ese estado! —murmuré yo.

»—Y supongamos que cuando llegó a las aguas del pantano y oyó que se alejaba nuestro vehículo, aún tenía fuerzas suficientes para hacer mover esos huesos. Había criaturas a su alrededor. Una vez lo vi romperle la cabeza a una lagartija y mirar la sangre derramarse en un vaso. ¿Te puedes imaginar la tenacidad de la voluntad de vivir que tendría, con sus manos buscando en el agua lo que se moviera?

»—¿Voluntad de vivir? ¿Tenacidad? —murmuré—. Supón que haya sido algo diferente…

»—Y entonces, cuando sintió que resucitaban sus fuerzas, nada más que para sostenerlo y llevarlo hasta el camino, en algún sitio encontró a alguien. Quizá se escondió a la espera de que pasara un carruaje; quizá se arrastró reuniendo la sangre que podía hasta llegar a las chozas de los inmigrantes o a una de esas casas solitarias en el campo. ¡Y qué espectáculo debe de haber sido! —Miró la lámpara que colgaba, entrecerró los ojos y bajó el tono de su voz, sin emoción—. Y entonces, ¿qué hizo? Para mí, está claro. Si no pudo regresar a Nueva Orleans a tiempo, es casi seguro que llegó al antiguo cementerio de Bayou. El hospital de caridad lleva allí cada día nuevos ataúdes. Y puedo verlo abriéndose paso en la tierra húmeda hasta uno de esos ataúdes, echando el reciente contenido en el pantano y encerrándose allí hasta el siguiente atardecer en esa tumba en la que ningún hombre osaría molestarlo. Sí… eso es lo que hizo. Estoy segura.

»Lo pensé largo rato, imaginándome todo, viendo lo que debía haber ocurrido. Y luego la oí agregar, pensativa, cuando bajó una carta y miró el rostro ovalado de un rey vestido de blanco:

»—Yo podría haberlo hecho. ¿Por qué me miras de ese modo? —me preguntó, reuniendo sus cartas. Sus pequeños dedos batallaron para hacer un buen mazo y barajarlas.

»—Pero, ¿tú crees realmente que, si hubiéramos incinerado sus restos, se hubiera muerto» —pregunté.

»—Por supuesto que lo creo. Si no hay con qué levantarse, no hay quien se levante. ¿A dónde quieres llegar?