»Estaba repartiendo las cartas, dándome una mano a mí sobre la pequeña mesa de roble. Miré las cartas pero no las toqué.
»—No lo sé… —le susurré—. Únicamente que quizá no hubo voluntad de vivir, ni tenacidad…, porque simplemente no hubo ninguna necesidad de ello.
»Sus ojos me miraron serenos, sin dar la menor señal de sus pensamientos ni de que comprendía los míos.
»—Porque quizá —proseguí yo— es incapaz de morir. Tal vez él y nosotros somos… verdaderamente inmortales.
»Durante largo rato se quedó mirándome.
»—Consciente en aquel estado —agregué por último, cuando desvié la mirada—. De ser así, ¿no tendría también conciencia en cualquier otro estado? El fuego, la luz del sol…, ¿qué importancia tiene?
»—Louis —dijo ella en voz baja—, tú tienes miedo. No te mantienes en garde contra el miedo. Sabremos esas respuestas cuando encontremos a quien pueda contestárnoslas, quien posea el conocimiento de los siglos, de todo el tiempo en que criaturas como nosotros han pisado la tierra. Ese conocimiento fue nuestro derecho de nacimiento y él nos privó de él. Se ganó la muerte.
»—Pero no murió… —dije yo.
»—Está muerto —dijo ella—. Nadie puede haber escapado de esa casa a menos que saliera con nosotros, a nuestro mismo lado. No. Él está muerto y lo mismo le sucede a su esteta tembloroso, a su amigo. La conciencia, ¿qué importancia tiene?
»Juntó las cartas y las puso a un lado, haciéndome un gesto para que le pasara los libros que estaban al lado del baúl, esos libros que había desempacado apenas subiera a bordo, las pocas narraciones selectas de vampiros que ella había tomado como guías. No incluían ninguna ficción desorbitada de Inglaterra, ni historias de Edgar Allan Poe, nada de fantasía. Únicamente esos contados textos del este de Europa que se habían convertido en una especie de Biblia para ella. En esos países sin duda incineraban los restos de un vampiro cuando lo encontraban, le atravesaban el corazón con una estaca y le cortaban la cabeza. Ella leía esos libros durante horas, esos antiguos libros que habían sido leídos y releídos antes de que llegaran a cruzar el Atlántico; eran narraciones de viajeros, narraciones de sacerdotes y eruditos. Y entonces ella planeaba nuestro viaje, sin necesidad de lápiz o papel, sino únicamente en su cabeza. Un viaje que nos alejaría al instante de las capitales brillantes de Europa y nos llevaría al mar Negro, donde ella se alojaría en Varna y empezaría a realizar su búsqueda en las zonas rurales de los Cárpatos.
»Para mí se trataba de una propuesta no muy deseable puesto que me ataba a ella; yo tenía deseos de otros lugares y de otros conocimientos que Claudia ni siquiera había empezado a comprender. Hacía años que se habían plantado en mí las semillas de esos deseos, semillas que se transformaron en flores amargas cuando el barco pasó el estrecho de Gibraltar y entró en las aguas del Mediterráneo.
»Yo quería que esas aguas fueran azules. Y no lo eran. Eran las aguas de la pesadilla, ¡y cómo me hicieron sufrir entonces cuando me esforcé por recordar las aguas que los sentidos incultos de una jovenzuela habían dado como realidad, que una memoria indisciplinada había dejado que pasaran al olvido! El Mediterráneo era negro, negro en la costa de Italia, negro en la costa de Grecia, siempre negro, negro cuando, en las primeras horas frías antes del alba, mientras Claudia dormía preocupada por su aspecto y por la mísera ración que la precaución permitía a su hambre de vampira, yo bajaba una linterna, la hacía pasar por el vapor que subía hasta que las llamas prácticamente lamían las aguas; y nada salía a la luz de esa superficie pesada salvo la misma luz, el reflejo de ese rayo que viajaba constante a mi lado, un ojo fijo que parecía fijarse en mí desde las profundidades y decirme: “Louis, tu única búsqueda es de oscuridad. Este mar no es tu mar. Los mitos de los nombres no son nuestros mitos. Los tesoros del hombre no son tuyos”.
»Pero, ¡oh, con qué amargura me llenaba en esos momentos la búsqueda de los vampiros del Viejo Continente, una amargura que apenas podía siquiera saborear, como si el mismo aire hubiera perdido su frescura! Porque, ¿qué secretos, qué verdades tenían para nosotros esos monstruos de la noche? ¿Cuáles, necesariamente, serían sus limitaciones en caso de que los encontráramos? Realmente, ¿qué pueden decir los condenados a los condenados?
»Nunca pisé tierra en El Pireo. No obstante, en mi imaginación anduve por la Acrópolis de Atenas, mirando cómo se elevaba la luna desde el techo abierto del Partenón, midiendo mi altura con la grandeza de esas columnas, caminando por las calles de esos griegos que murieron en Maratón, y escuchando el sonido del viento en los antiguos olivares. Esos eran los monumentos de los hombres que no podían morir; no eran las piedras de los muertos vivientes. Allí estaban los secretos que habían superado el paso del tiempo; secretos que yo apenas había empezado a entender.
»Y, sin embargo, nada me desvió de nuestra búsqueda y nada me podía hacer desviar, comprometido como estaba; y me pregunté sobre el riesgo grave de nuestras investigaciones, el riesgo de cualquier pregunta que es hecha de verdad, ya que la respuesta debe representar un precio incalculable, un peligro trágico. ¿Quién sabía eso mejor que yo, que había presidido sobre la muerte de mi propio cuerpo, viendo todo lo que yo llamaba humano desvanecerse y morir únicamente para formar una cadena irrompible que me ató a este mundo y, al mismo tiempo, me hizo un exiliado en el mismo, un espectador eterno con un corazón que latía?
»El mar me produjo malos sueños, agudos recuerdos. Una noche invernal en Nueva Orleans, cuando caminaba por el cementerio de St. Louis, vi a mi hermana, vieja y jorobada, con un ramo de rosas blancas en los brazos, las espinas cuidadosamente escondidas en un viejo pergamino, la cabeza cana gacha, mientras sus pasos la llevaban serena por la peligrosa oscuridad hasta la tumba donde estaba la lápida de su hermano Louis, al lado de la de su hermano menor… Louis, quien había muerto en el incendio de Pointe du Lac dejándole un generoso testamento a un ahijado que ella nunca conoció. Esas flores eran para Louis, como si no hubiera pasado medio siglo desde su muerte, como si su memoria, como si la memoria de Louis, no la dejara en paz. La pena había aguzado su belleza cenicienta, la pena había doblado su espalda angosta. ¿Y qué no hubiera dado yo, mientras la contemplaba, por tocar su pelo gris, susurrarle unas palabras de cariño, como si el amor no hubiera liberado en los años siguientes un horror peor que el dolor? La dejé con dolor. Una y otra vez.
»Y entonces soñé demasiado. Soñé demasiado tiempo, en la prisión de ese barco, en la cárcel de mi cuerpo, a ritmo con la salida del sol como ningún ser humano lo estaba ni jamás lo había estado. Y mi corazón latía más fuerte a la espera de las montañas del este de Europa; finalmente, latía más rápido con la esperanza de que, en algún sitio, pudiéramos encontrar en ese paisaje primitivo la respuesta a por qué se ha permitido este sufrimiento en el reino de Dios o cómo pudiera terminarse. Yo no tenía el valor de terminarlo, lo sabía, sin esa respuesta. Y llegó el momento en que las aguas del Mediterráneo se transformaron en las del Mar Negro.
El vampiro suspiró. El muchacho descansaba sobre un codo, con la cara apoyada en la palma de su mano; y su expresión ávida era incongruente con lo rojizo de sus ojos.
—¿Piensas que estoy jugando contigo? —preguntó el vampiro, y sus finas cejas se arquearon un instante.
—No —dijo rápidamente el joven—. Es más sabio no hacerle preguntas. Usted me lo contará todo a su debido tiempo.
Y cerró la boca como si ya estuviera listo para que continuara el vampiro.
Se oyó un ruido a la distancia. Provino del viejo edificio Victoriano que los rodeaba; era el primer ruido que oían. El muchacho levantó la mirada a la puerta del pasillo. Fue como si se hubiera olvidado de que existía el edifico. Alguien caminaba pesadamente sobre los tablones. Pero el vampiro siguió imperturbable. Desvió la mirada como si se alejara nuevamente del presente.