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—Pero, ¿le hubiera permitido escaparse? —preguntó el muchacho—. ¿En alguna circunstancia?

—No lo sé. Conociendo a Lestat como yo, diría que me hubiera matado antes de dejarme ir. Pero eso era lo que yo quería, ¿ves? No le importó. No, eso era lo que yo creía que quería. Tan pronto como llegamos a la casa, me apeé del carruaje y subí, como un zombi, las escaleras de ladrillo por donde mi hermano había caído. Hacía meses que la casa estaba desocupada, ya que el superintendente tenía su propia casa. El calor y la humedad de Luisiana ya habían dejado sus huellas en los escalones. En cada uno había hierbas y hasta pequeñas flores silvestres. Recuerdo que sentí la humedad cuando me senté en el último escalón y miré hacia abajo e incluso descansé la cabeza en el ladrillo y toqué con mis manos las pequeñas flores silvestres con tallos como de cera. Arranqué un manojo con una mano.

»—Quiero morir. Máteme. Máteme —dije al vampiro—. Ahora soy culpable de asesinato. Así no puedo vivir.

»Se rió con la impaciencia de la gente que escucha las mentiras de los demás. Y luego, de improviso, me atacó como lo había hecho con el otro hombre. Luché contra él desesperadamente. Puse mis botas contra su pecho y le pateé con toda la fuerza que pude, sintiendo sus dientes clavados en mi garganta y la fiebre golpeándome las sienes. Y, con un movimiento de todo su cuerpo, demasiado rápido para que yo lo viera, súbitamente estaba de pie, mirándome desdeñosamente, desde el pie de la escalera.

»—Pensé que querías morir, Louis —dijo.

El muchacho hizo un sonido abrupto y suave cuando el vampiro pronunció su nombre. El vampiro se percató y dijo rápidamente:

—Sí, ése es mi nombre. Bien; me quedé echado, enfrentado a mi propia cobardía y fatuidad —dijo—. Quizá con ese enfrentamiento tan directo, yo, con el tiempo, pudiera haber ganado el valor necesario para suicidarme y no quedarme gimiendo y rogando a otros que lo hicieran por mí. Me vi revolviéndome, languideciendo en mi sufrimiento cotidiano, al que encontré tan necesario como el arrepentimiento en el confesionario; esperando verdaderamente que la muerte me encontrara inconsciente y merecedor del perdón eterno. Y también me vi a mí mismo al tope de la escalera, exactamente donde había estado mi hermano, dejando luego caer mi cuerpo hasta chocar contra el suelo.

»Pero no hubo tiempo para adquirir ese valor. O debo decir que no hubo tiempo en el plan de Lestat para ninguna otra cosa que no fuera su plan.

»—Ahora, escúchame, Louis —dijo, y se sentó a mi lado en los escalones; sus movimientos fueron tan elegantes y personales que, de inmediato, me hizo pensar en un amante.

»Retrocedí. Pero me puso el brazo derecho encima y me acercó a su pecho. Jamás había estado tan cerca de él y, en la luz mortecina, pude ver el magnífico esplendor de sus ojos y la máscara sobrenatural de su piel. Cuando traté de moverme, me apretó los labios con los dedos y me dijo:

»—Quédate quieto. Ahora te voy a desangrar hasta que casi mueras, y quiero que estés quieto, tan quieto que puedas oír el flujo de tu misma sangre en mis venas. Son tu conciencia y tu voluntad las que deben mantenerte vivo.

»Quise rechazarlo, pero hizo tal presión con sus dedos que me dominó y, tan pronto como dejé mi abortado intento de rebelión, hundió sus dientes en mi cuello.

Al muchacho se le agrandaron los ojos. Se había hundido cada vez más en su silla mientras hablaba el vampiro y ahora tenía la cara tensa, los ojos entrecerrados, como si estuviera aprestándose a lanzar un golpe.

—¿Alguna vez has perdido gran cantidad de sangre? —preguntó el vampiro—. ¿Has tenido esa sensación?

Los labios del muchacho formaron el sonido no, pero no le salió ningún sonido por la boca. Carraspeó.

—No —dijo.

—Las velas ardían en la sala del piso superior, donde habíamos planeado la muerte del superintendente. Una lámpara de petróleo oscilaba con la brisa en la galería. Toda esta luz se hizo una sola y empezó a brillar como si una presencia dorada flotara encima, suspendida en el hueco de la escalera, suavemente enredada en las barandillas, girando y contrayéndose como el humo.

»—Escucha, mantén los ojos abiertos —me susurró Lestat, con sus labios moviéndose apretados contra mi cuello. Recuerdo que ese movimiento de labios me puso de punta todos los pelos de mi cuerpo; envió una comente sensual por mi cuerpo que no fue muy diferente al placer de la pasión…

Meditó, con los dedos apenas doblados bajo la barbilla y el índice que parecía golpear suavemente.

—El resultado fue que al cabo de unos minutos, yo estaba paralizado por la debilidad. Aterrado, descubrí que ni siquiera podía hablar. Lestat aún me aferraba, por supuesto, y el peso de su brazo era como una barra de hierro. Sentí que retiraba los dientes con tal celeridad que los dos agujeros parecieron enormes; y sentí dolor. Y entonces se agachó sobre mi cabeza indefensa y, quitándome el brazo derecho de encima, se mordió su propia muñeca. La sangre se derramó encima de mi camisa y de mi abrigo y él la contempló con ojos brillantes y entrecerrados. Pareció que la miraba durante una eternidad, y el resplandor de la luz ahora colgaba detrás de su cabeza como el trasfondo de una aparición. Pienso que supe lo que pensaba hacer antes de que lo hiciera. Y yo esperaba, en mi estado indefenso, como si lo hubiera estado esperando hacía años. Me puso su muñeca ensangrentada contra los labios y dijo con firmeza, con algo de impaciencia:

»—Louis, bebe.

»Y lo hice.

»—Con calma —me susurró—. Más aprisa —dijo luego.

»Yo bebí, chupando la sangre de la herida, experimentando por primera vez desde mi infancia el placer de chupar los alimentos, con el cuerpo concentrado en una sola fuente vital. Entonces sucedió algo.

El vampiro se apoyó en el respaldo de la silla y frunció un poco el entrecejo.

—Qué patético resulta describir cosas que verdaderamente no pueden describirse —dijo, y su voz fue casi un susurro. El muchacho quedó inmóvil, como si estuviera congelado—. Lo único que vi fue esa luz cuando chupaba la sangre. Y entonces esa cosa… fue un sonido. Al principio un rugido apagado y luego como el tam-tam de un tambor cada vez más frecuente, como si una criatura inmensa se me viniera encima lentamente a través de un bosque oscuro y desconocido, golpeando un gigantesco tambor. Y luego se oyó el sonido de otro tambor, como si otro gigante se acercara detrás del primero, concentrado en su propio tambor, sin prestar la más mínima atención al ritmo del anterior. El sonido se hizo cada vez más fuerte, hasta que pareció no sólo llenar mis oídos sino todos mis sentidos; estaba latiendo en mis labios, mis dedos, en la piel de mis sienes, en mis venas. Sobre todo, en mis venas, un tambor y luego otro tambor; y entonces, de improviso, Lestat alzó la muñeca y yo abrí los ojos y, en aquel instante, me tuve que dominar para no agarrarle la muñeca y ponérmela de nuevo en la boca a cualquier costo; me dominé porque me di cuenta de que el tambor había sido mi corazón y el segundo tambor había sido el suyo. —El vampiro suspiró—. ¿Comprendes?