»—Pero no había terminado todo —susurré yo.
»Y pude ver que los ojos se le volvían a llenar de lágrimas y que la boca se le retorcía de dolor.
»—¿Qué le pasó a ella? —le pregunté.
»—No lo sé —dijo sacudiendo la cabeza, con el frasco contra su frente, como si fuera algo refrescante, aunque en realidad no lo era.
»—¿Vino a la posada?
»—Dijeron que ella había salido —confesó él con lágrimas en las mejillas—. ¡Todo estaba cerrado! Ellos se ocuparon de eso. Las puertas, las ventanas. Entonces amaneció y todos gritaban en su busca. La ventana estaba completamente abierta y ella no estaba allí. Ni siquiera me tomé el tiempo para ponerme la bata. Me puse a correr. Me paré de repente frente a ella, allí afuera, detrás de la posada. Mis pies se detuvieron justo delante de ella… Estaba echada debajo de los ciruelos. Tenía una copa vacía en la mano. Estaba aferrada, aferrada a una copa vacía. Ellos dijeron que se lo merecía… Ella buscaba agua para llenarla… —aseguró.
»El frasco cayó de sus manos. Se tapó las orejas con las manos, con el cuerpo hacia adelante y la cabeza también gacha.
»Durante largo rato me quedé mirándolo; no tenía nada que decirle. Y cuando agregó en voz baja que ellos querían desacralizarla, diciendo que ella, Emily, era ahora una vampira, le aseguré en voz baja, aunque pienso que no me oyó, que no lo era.
»Por último se movió hacia adelante como si se fuera a caer. Pareció querer coger la vela y, antes de que su brazo se apoyara en el mueble, su dedo tocó la cera caliente y apagó la pequeña llama que quedaba. Nos quedamos en una completa oscuridad y se le cayó la cabeza sobre el brazo.
»Ahora toda la luz de la habitación pareció concentrarse en los ojos de Claudia. Pero mientras se alargaba el silencio y me quedaba allí sentado esperando que Morgan volviera a levantar la cabeza, apareció la mujer. Su vela lo iluminó, borracho, dormido.
»—Vengan aquí —me dijo ella; había figuras oscuras detrás y la vieja posada de madera bullía con el movimiento de hombres y mujeres—. Acérquense al fuego.
»—¿Qué van a hacer? —le pregunté, levantando a Claudia en mis brazos—. Quiero saber qué propósitos tienen.
»—Vayan al lado del fuego —ordenó ella.
»—No, no lo hagan —dije.
»Pero ella entrecerró los ojos y mostró los dientes.
»—¡Ya mismo! —gruñó.
»—Morgan —dije, pero él no me oyó. No podía oírme.
»—Déjelo así —dijo la mujer con furia.
»—Pero es estúpido lo que están haciendo, ¿no lo comprenden? ¡Esa mujer está muerta!
»—Louis —susurró Claudia para que no pudieran oírla, y me apretó el cuello con su brazo debajo de la piel de mi abrigo—, deja en paz a esta gente.
»Los otros, entonces, entraron en la habitación y se pusieron alrededor de la mesa, con rostros graves.
»—Pero, ¿de dónde vienen esos vampiros? —pregunté—. Han revisado el cementerio. Si se trata de vampiros, ¿dónde se ocultan? Esa mujer no les puede hacer ningún daño. Atrapen sólo a los vampiros, si quieren hacer algo.
»—Durante el día —dijo ella gravemente, guiñando un ojo y moviendo la cabeza con lentitud—. Durante el día; los atrapamos durante el día.
»—¿Dónde? ¿Allí en el cementerio, cavando en las fosas de su propia gente?
»Ella negó con la cabeza.
»—En las ruinas —dijo—. Siempre en las ruinas. Nosotros estábamos equivocados. En los tiempos de mis abuelos, fueron las ruinas y ahora son nuevamente las ruinas. Removeremos piedra por piedra si es necesario. Pero ustedes…, váyanse a su cuarto ahora. Porque si no se van ahora mismo, los sacaremos a esa oscuridad…
»Y entonces, de debajo del delantal, sacó su puño cerrado alrededor de una estaca y la mostró a la luz de la vela.
»—Ya me han oído: ¡váyanse! —dijo, y los hombres empujaron detrás de ella, con las bocas cerradas y los ojos brillando en la oscuridad.
»Sí… —le dije—. Saldremos afuera. Lo prefiero así. Afuera. —Y pasé a su lado, casi arrojándola a un costado, viendo cómo los demás me abrían paso. Puse la mano en el picaporte de la posada y la abrí con un rápido movimiento.
»—¡No! —gritó la mujer con su alemán gutural—. ¡Usted está loco! —y se me acercó corriendo. Luego miró el picaporte, aterrorizada, y puso las manos contra los rústicos tablones de la puerta—. ¿Sabe usted lo que hace?
»—¿Dónde están las ruinas? —le pregunté con calma—. ¿A qué distancia? ¿Están a la izquierda o a la derecha del camino?
»—No, no —dijo sacudiendo violentamente la cabeza; empujé la puerta y sentí el aire frío en la cara.
»Una de las mujeres dijo algo, enfadada y cortante, y uno de los niños gimió en su sueño.
»—Yo me voy. Quiero una cosa de ustedes: díganme dónde están las ruinas para poder evitarlas. Díganmelo.
»—Usted no sabe, no sabe nada —dijo ella, y, entonces, puse mi mano en su muñeca cálida y la hice pasar lentamente la entrada, con sus pies rozando el suelo y los ojos desorbitados. Los hombres se acercaron, pero, cuando ella traspuso la puerta contra su voluntad, se detuvieron. Movió la cabeza; se le cayó el pelo sobre la cara y sus ojos miraron mi mano y luego mi rostro.
»—Dígame —le dije.
»Pude ver que entonces no me miraba a mí sino a Claudia. Ésta se había vuelto y la luz del fuego le daba en el rostro. La mujer no veía las mejillas redondas ni los labios apretados sino los ojos de Claudia, que estaban fijos en ella con una inteligencia demoníaca y oscura. La mujer se mordió el labio con los dientes.
»—¿Al sur o al norte?
»—Al norte —susurró.
»—¿A la izquierda o a la derecha?
»—A la izquierda.
»—¿A qué distancia?
»Su mano se debatió con desesperación.
»—Cinco kilómetros —murmuró.
»La solté y cayó contra la puerta, con los ojos abiertos y llenos de confusión y temor. Me había girado para irme cuando de repente pegó un grito y me pidió que aguardara. Me di vuelta y vi que había quitado el crucifijo de la pared y que lo tenía levantado en mi dirección. Y en el recuento de pesadillas de mi memoria vi a Babette mirándome como lo había hecho hacía tantos años diciéndome aquellas palabras: Aléjate de mí, Satán. Pero el rostro de la mujer estaba desesperado.
»—Llévelo, por favor, en nombre de Dios —dijo—. Y viaje rápido.
»Y la puerta se cerró dejándonos a mí y a Claudia en la oscuridad total.
»En pocos minutos —volvió a contar el entrevistado— el túnel de la noche se cerró sobre las débiles linternas de nuestro carruaje, como si el poblado no hubiera existido jamás. Avanzamos, giramos, con los flejes crujiendo. La luna mortecina revelaba por un instante la silueta pálida de las montañas detrás de los pinos. No podía dejar de pensar en Morgan ni dejar de oír su voz. Todo se entremezclaba con mi propia y horrible anticipación de conocer la cosa que había matado a Emily, la cosa que sin duda era alguien de nuestra propia especie. Pero Claudia estaba frenética. De haber podido conducir los caballos ella misma, se hubiera hecho con las riendas. Una y otra vez me pidió que usara el látigo. Golpeó con salvajismo las pocas ramas bajas que de pronto sonaban contra las linternas delante de nuestras caras; y el brazo aferrado a mi cintura sobre el banco movedizo era firme como el acero.