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»Recuerdo una curva cerrada, el crujir de las linternas y Claudia, que gritaba por encima del ruido del viento:

»—¡Allí, Louis! ¿Lo ves?

»Tiré de las riendas.

»Ella estaba de rodillas, apretada contra mí, y el vehículo se bamboleaba como un barco en alta mar.

»Una gran nube viajera descubrió la luna, y allá, por encima del campo y el camino, se vio el contorno oscuro de la torre. Una larga ventana mostraba el cielo pálido detrás. Me senté allí, aferrado al banco, tratando de enderezar un movimiento que continuaba en mi mente mientras el carruaje se equilibraba sobre sus muelles. Uno de los caballos relinchó. Luego todo quedó quieto.

»Claudia me dijo:

»—Louis, ven…

»Susurré algo, una negativa rápida e irracional. Tenía la impresión clara y aterrorizadora de que Morgan estaba cerca de mí, hablándome de ese modo apasionado con que lo había hecho en la posada. Ni una sola criatura viviente se movió a nuestro alrededor. Únicamente se oían el viento y el frotar de las hojas.

»—¿Piensas que sabe que venimos? —pregunté, y mi voz no me resultó familiar en ese viento. Yo seguía mentalmente en aquella pequeña habitación, como si no hubiera escape de ella, como si el denso bosque no existiera. Creo que temblé. Y luego sentí que la mano de Claudia tocaba con mucha suavidad la mía. Los pinos delgados silbaban detrás de ella y el fragor de las hojas se hizo mayor, como si una gran boca chupase la brisa y comenzase un remolino.

»—La enterrarán en ese cementerio. ¿Es eso lo que harán? ¡Una inglesa! —susurré.

»—Si yo tuviera tu tamaño… —dijo Claudia—. Y si tú tuvieras mi corazón. Oh, Louis…

»Y entonces inclinó su cabeza, y era tal su actitud la de un vampiro a punto de morder que me aparté de ella, pero sus labios sólo se apretaron suavemente contra los míos, encontraron una parte donde aspirar el aliento y dejar luego que pasara a mí cuando mis brazos la abrazaron.

»—Déjame guiarte… —me rogó—. Ya no es posible volverse. Llévame en tus brazos y bajemos por el camino.

»Pero me pareció una eternidad estar allí sentado sintiendo sus labios en mi cara y en mis párpados. Luego se movió, y de improviso la suavidad de su pequeño cuerpo se alejó de mí; hizo un movimiento tan grácil y rápido que pareció volar en el aire al lado del carruaje, con su mano aferrada a la mía un instante y luego dejándose ir. Entonces bajé la vista para encontrarla mirándome, de pie en el camino y en medio del charco de luz de la linterna. Me hizo un gesto cuando retrocedió un pie tras el otro.

»—Louis, baja… —hasta que amenazó con desaparecer en la oscuridad. Y, en un segundo, quité la linterna del gancho y estuve a su lado entre las altas hierbas.

»—¿No sientes el peligro? —le susurré—. ¿No lo puedes respirar en el viento?

»Una de esas sonrisas rápidas y elusivas apareció en sus labios cuando se dio vuelta para dirigirse a la colina. La linterna mostró un sendero entre el alto bosque. Se abrochó su abrigo de lana y avanzó.

»—Espera un momento…

»—El miedo es tu enemigo… —me contestó, pero no se detuvo.

»Avanzó delante de la luz, con el paso seguro, sereno, aun cuando las altas hierbas cedieron el lugar a montones de piedra y el bosque se espesó y la torre distante desapareció con la retirada de la luna y con las grandes redes de las ramas en lo alto. Pronto el ruido y el olor de los caballos murieron en el viento bajo.

»—Sigue alerta —susurró Claudia mientras avanzaba sin cesar, sólo deteniéndose aquí y allí cuando las piedras y los matorrales parecían formar un refugio. Pero las ruinas eran antiguas. Si había sido la plaga o el fuego o el enemigo lo que había asolado el poblado, eso no lo sabíamos. En verdad, únicamente el monasterio permanecía.

»Entonces algo resonó en la oscuridad y fue como el viento en las hojas, pero era algo distinto. Vi que se crispaba la espalda de Claudia, vi el relámpago de su blancura cuando aminoró el paso. Y supe que era el agua abriéndose paso lentamente por la montaña, y la vi allí delante, una cascada recta e iluminada por la luna que caía en una laguna burbujeante. Claudia apareció en el resplandor de la cascada y su mano se aferró a una raíz en la tierra húmeda; y entonces la vi escalar aquel risco; sus brazos temblaban ligeramente; sus pequeñas botas oscilaban, luego se afirmaban en la tierra, luego subían nuevamente. El agua estaba fría, de modo que el aire era fragante. Descansé un momento. Nada se movió a mí alrededor en el bosque. Escuché, separando quedamente el sonido del agua del sonido de las hojas, pero nada se movía. Y entonces, poco a poco, y como un frío que me subió por los brazos y la garganta para llegar finalmente a la cara, caí en la cuenta de que la noche era demasiado desolada, demasiado exánime. Era como si los pájaros evitaran aquel lugar; lo mismo parecía suceder con la miríada de criaturas que tendrían que haber estado a la orilla del agua. Pero Claudia, allá encima, necesitaba la linterna y su abrigo me rozó la cara. La levanté de modo que ella apareció de golpe en la luz como un querubín fantasmagórico. Alargó una mano como si, pese a su pequeño tamaño, pudiera ayudarme a subir. En un momento, volvimos a avanzar, contra la corriente y subiendo la montaña.

»—¿Lo sientes? —me preguntó—. Todo está demasiado silencioso.

»Pero su mano se aferró a la mía como para rogarme silencio. La colina se volvió más escarpada y la quietud era exasperante. Traté de mirar los límites de la luz, de ver cada tronco nuevo cuando se presentaba ante nosotros. Algo se movió y cogí a Claudia, casi empujándola. Pero sólo fue un reptil que marchaba entre las hojas con el látigo de su rabo. Las hojas volvieron a quedarse inmóviles. Pero Claudia se apretó aún más contra mí, bajo los dobleces de mi capa, con una mano aferrada firmemente a la tela de mi abrigo; y pareció empujarme adelante, y mi capa cayó sobre la suya.

»Pronto desapareció el olor del agua y, cuando la luna brilló clara un instante, pude ver delante lo que me pareció un camino. Claudia agarró la linterna y cerró su portezuela de metal. Quise detenerla, mi mano luchó con la suya, pero entonces me dijo en voz baja:

»—Cierra los ojos un momento. Luego ábrelos lentamente. Y, cuando lo hagas, lo verás.

»Me estremecí cuando lo hice, aferrado a su hombro. Pero cuando abrí los ojos, vi detrás de los troncos distantes de los árboles, los largos muros del monasterio y la alta cima cuadrada de la masiva torre. Mucho más lejos, encima de un inmenso valle negro, brillaban los picos nevados de las montañas.

«—Ven —me dijo—, serenamente, como si tu cuerpo no tuviera peso.

»Y, sin vacilar, empezó a caminar hacia aquellos muros, hacia lo que nos esperase en aquel refugio.

»En pocos segundos, encontramos la abertura que nos permitiría pasar, la gran entrada que era aún más negra que las paredes a su alrededor, con las enredaderas tapando sus bordes como para mantener a las piedras en su sitio. Arriba, a través del techo abierto, el olor húmedo de las piedras me crispó la nariz, y allí arriba, detrás de las masas de nubes, vi un débil relumbrar de estrellas. Una inmensa escalera iba de esquina a esquina hasta el alto ventanal que se abría al valle. Y debajo del primer rellano, en la oscuridad, apareció la gran puerta negra que daba a los demás recintos del monasterio.

»Claudia se quedó quieta como si se hubiera convertido en piedra. Bajo la húmeda bóveda, no se le movía ni un cabello. Estaba escuchando. Y entonces me puse a escuchar también, a su lado. Sólo se oía el rumor de viento. Ella se movió, lenta, deliberadamente y, con un pie, abrió poco a poco un espacio en la tierra húmeda delante de ella. Allí pude ver una piedra chata y ancha que resonó hueca cuando ella la pisó suavemente con el tacón. Luego pude ver cómo se levantaba una de las esquinas; y se me ocurrió una imagen, mortífera en sus formas; la de la banda de hombres y mujeres del pueblo que rodeaban a la piedra y la levantaban con una inmensa cuña. Los ojos de Claudia repasaron las escaleras y se fijaron en la ruinosa puerta arruinada debajo de ellas. La luna iluminó un instante a través de una ventana baja. Entonces Claudia retrocedió tan súbitamente que quedó a mi lado sin haber hecho un solo sonido.