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»—¿Lo oyes? —susurró—. Escucha.

»Era tan débil que ningún mortal podía haberlo oído. Y no provenía de las ruinas. Venía no del distante sendero por el que habíamos subido sino de otro, en las alturas de la colina, directamente unido al pueblo. Por ahora nada más que un crujido, pero era continuo; entonces, lentamente, se pudo distinguir el redondo apisonar de unos pasos. Claudia me cogió de la mano y, con una presión silenciosa, me hizo avanzar hasta debajo de la escalera. Pude ver las dobleces de su vestido que se movían suavemente debajo del borde de su capa. El resonar de los pasos aumentó y empecé a percatarme de que un paso seguía al otro con energía, pero que el primero se arrastraba en la tierra. Era un paso de cojo que se acercaba cada vez más por encima del suavísimo silbido del viento. Me latió fuerte el corazón y sentí que se me hinchaban las venas, un temblor me recorrió los miembros y sentía la tela de mi camisa contra la piel, la dureza del cuello, el frotar de los botones contra mi capa.

»Luego me llegó un vago aroma. Era el olor de la sangre, que, de inmediato, me excitó, en contra de mi voluntad; el olor cálido y dulce de la sangre humana; sangre que había sido derramada, que fluía; y entonces sentí el olor de la carne viva y oí, al son de los pasos, una respiración ronca y agitada. Pero, además, había otro sonido, débil y entremezclado con el primero, a medida que los pasos se acercaban a los muros, el sonido de la respiración dificultosa de otra criatura. Y pude oír el corazón de esa criatura, latiendo de forma irregular, un latido temeroso, pero debajo había otro corazón, un corazón que latía cada vez más sonoro, ¡un corazón tan fuerte como el mío! Entonces, en el tupido sendero por el que habíamos venido, lo vi.

»Su hombro inmenso apareció primero y luego un brazo largo y caído; los dedos curvos de su mano; entonces vi su cabeza. Sobre el otro hombro cargaba un cuerpo. En la puerta rota se enderezó, cambió de posición su carga y miró directamente a la oscuridad, hacia nosotros. Todos lo músculos se me pusieron como de acero cuando lo miré, vi el contorno de su cabeza contra el cielo. Pero ninguna de sus facciones era visible salvo el pequeño brillo de luna en los ojos, como si fueran fragmentos de vidrio. Entonces vi el brillo de los botones y oí el ruido cuando movió el brazo libre y una de sus largas piernas avanzó y se metió en la torre, directamente hacia nosotros.

»Me aferré a Claudia, listo para ponerla detrás de mí en un segundo, para salir a su encuentro. Pero entonces vi, perplejo, que sus ojos no me veían como yo los veía y que caminaba luchando contra el peso de su carga. La luna cayó sobre su cabeza gacha, sobre una masa de negros cabellos cerosos y la manga negra de su abrigo. Vi algo extraño en ese abrigo; la solapa estaba rota y la manga parecía descosida. Casi me imaginé que le podía ver la piel a través del hombro. Entonces se movió el ser humano que tenía en sus brazos y gimió de forma lastimera. La figura se detuvo un momento y pareció golpear con la mano al humano. Y en ese momento salí de mi escondrijo y fui a su encuentro.

»No pronuncié una sola palabra; no conocía ninguna que pudiera decir. Sólo supe que me movía a la luz de la luna y que su cabeza oscura y cerosa dio un respingo y que le vi los ojos.

»Durante un instante me miró, y vi la luz que brillaba en esos ojos y que alumbró los dos largos dientes caninos. Un ronco giro estrangulado pareció elevarse de las profundidades de su garganta y, por un segundo, pensé que era la mía. El humano cayó sobre las piedras y se le escapó un agudo gemido de los labios. El vampiro se arrojó contra mí, y su gritó estrangulado subió de volumen a medida que un olor fétido llegaba a mis fosas nasales y unos dedos como garras se hundían en la piel de mi capa. Me caí hacia atrás y me golpeé la cabeza contra el muro; mis manos le buscaron la cabeza y se aferraron a la masa de mugre enredada que era su cabello. De inmediato, se le rasgó la tela podrida de su ropa, pero el brazo que me tenía agarrado era como el acero, y cuando traté de tirar la cabeza hacia atrás, sentí que sus colmillos me tocaban la garganta. Claudia gritó detrás de él. Algo lo golpeó fuertemente en la cabeza y él se detuvo súbitamente, y entonces volvió a ser golpeado. Se dio la vuelta como para lanzar un golpe y entonces le arrojé un puñetazo con toda la fuerza de la que fui capaz. Nuevamente una piedra cayó sobre él y yo arrojé todo mi peso contra él y su pierna coja. Recuerdo haberle golpeado la cabeza una y otra vez, que mis dedos tiraban de aquel cabello hediondo hasta las raíces, y que sus colmillos se proyectaban hacia mí; sus manos me magullaban y arañaban. Rodamos hasta que quedó debajo de mí y la luna brilló sobre su rostro. Me percaté, pese a mi respiración frenética y agitada, de lo que tenía entre mis manos. Los dos ojos enormes eran sólo dos agujeros vacíos y su nariz estaba hecha por dos pozos pequeños y horribles; únicamente una carne pútrida y arrugada cubría su cráneo; y las telas podridas y gastadas que cubrían su estructura estaban llenas de tierra y moho y sangre. Yo estaba luchando contra un cadáver animado y sin mente. Pero entonces todo terminó.

»De arriba, una piedra afilada cayó sobre su frente y un chorro de sangre le salió entre los ojos. Luchó, pero otra piedra le cayó con tal fuerza que oí que se le rompían los huesos. La sangre manó debajo de su pelo, manchando las piedras y la hierba. El pecho se agitó debajo de mí y luego se quedó quieto. Me levanté, con mi corazón ardiendo, y me dolió cada fibra de mi cuerpo. Por un momento, la gran torre pareció inclinarse, pero luego se enderezó. Me apoyé en el muro, mirando aquella cosa y la sangre que le salía por las orejas. Poco a poco, me di cuenta de que Claudia estaba arrullada sobre su pecho, que reconocía su cabello y los huesos que habían formado su cabeza. Reunía los fragmentos de su cráneo. Habíamos conocido al vampiro europeo, la criatura del Viejo Mundo. Estaba muerto.

»Durante largo rato —dijo, tras una pausa, el vampiro— me quedé echado en la ancha escalinata, ignorante de la tierra que la cubría, con mi cabeza muy fría contra la tierra, mirándolo. Claudia estaba a sus pies, con las manos caídas a sus costados. Vi que cerraba los ojos un instante y los dos párpados pequeños hicieron de su cara una estatua blanca iluminada por la luna, inmóvil.

»—Claudia —le dije. Se sobresaltó. Estaba más decaída de lo que casi nunca la había visto. Señaló al humano que yacía en el suelo de la torre, cerca del muro. Aún estaba inmóvil, pero yo sabía que no estaba muerto. Me había olvidado de él por completo; el cuerpo me dolía y aún tenía nublados los sentidos por el hedor del cadáver sangrante. Pero entonces vi al hombre. Y en una parte de mi cabeza, supe lo que le deparaba el destino y no me importó. Yo sabía que apenas faltaba una hora para el alba.

»—Se está moviendo —me dijo ella. Y traté de levantarme de los escalones. “Mejor que no se despierte, mejor que jamás se despierte”, quise decir al pasar indiferente al lado de la cosa que casi nos mata a los dos. Vi la espalda de Claudia y al hombre moviéndose delante de ella, con sus pies retorciéndose en la hierba. No sé lo que esperaba ver a medida que me acercaba, qué campesino o granjero aterrorizado, qué individuo miserable era aquél, que ya había visto el rostro de esa cosa que lo había traído aquí. Y, por un momento, no me di cuenta de quién estaba allí, hasta que vi que se trataba de Morgan, cuya pálida cara mostraba ahora la luna, así como las marcas del vampiro en la garganta, y los ojos azules mirando mudos e inexpresivos.