»Y entonces arreglamos las habitaciones como a ella le gustaba, con un llamativo empapelado rosa y dorado en las paredes, y abundancia de damasco y de muebles aterciopelados, cojines bordados y colgaduras de seda para la cama con dosel. Todos los días aparecían docenas de rosas en los estantes de mármol de la chimenea y en las mesas que llenaban la alcoba acortinada de su cuarto, reflejándose de forma interminable en los espejos. Y, por último, llenó las altas ventanas con un verdadero jardín de camelias y helechos.
»—Extraño las flores; es lo que más extraño —murmuró. Y las buscó incluso en las pinturas que comprábamos en las tiendas y galerías, una telas magníficas como yo jamás había visto en Nueva Orleans: desde los clásicos ramos que parecían tener vida, y que te tentaban a tocar sus pétalos, que caían sobre un mantel tridimensional, hasta un estilo nuevo y perturbador en el cual los colores parecían irradiar tal intensidad que destruían las líneas antiguas, la vieja solidez, para lograr una visión como cuando estoy en el estado más próximo al delirio y las flores crecen ante mis ojos y se deshacen como las llamas de una lámpara. París inundaba aquellas habitaciones.
»Allí me encontré en mi propia casa, una vez más abandonándome a sueños de una simplicidad etérea, porque el aire era dulce como el aire de nuestro patio en la rué Royale; y todo estaba vivo con una sorprendente profusión de luz de gas que llegaba incluso a los altos techos ornamentados y les sacaba todas las sombras. La luz corría por los adornos dorados, chispeaba en los candelabros. La oscuridad no existía. Los vampiros no existían.
» Aunque estaba empeñado en mi búsqueda, era agradable pensar que, durante una hora, padre e hija subían al cabriolé y dejaban ese lujo civilizado, únicamente para pasear por las riberas del Sena, pasar el puente del Barrio Latino y vagabundear por esas calles más angostas, más oscuras, a la búsqueda de la Historia y no de víctimas. Luego retornábamos al reloj palpitante y a los morillos de latón y a las cartas de azar sobre la mesa. Libros de poetas, el programa de una obra de teatro y, alrededor de todo, el zumbido suave del gran hotel, los distantes violines, una mujer que hablaba con una voz rápida y animada por encima del sonido de un cepillo de pelo; y un hombre, allá arriba, en el piso más alto, repetía una y otra vez al aire nocturno:
»—Comprendo, estoy empezando a comprender, estoy empezando a comprender…
»—¿Te gusta de este modo? —preguntó Claudia, quizá para hacerme saber que no se había olvidado de mí porque ahora pasase las horas en silencio; no se hablaba más de vampiros.
»Pero algo estaba mal. No se trataba de la antigua serenidad, el ánimo pensativo que es el recogimiento. Era una meditación intranquila, una insatisfacción latente. Y aunque desaparecía de sus ojos cuando yo la llamaba o le contestaba, la furia parecía acumularse muy cerca de la superficie.
»—Oh, tú sabes cómo me gustaría —le contesté, persistiendo en el mito de mi propia voluntad— alguna buhardilla cerca de la Sorbona, lo bastante cerca del alboroto de la rué St. Michel, lo suficientemente distante. Pero fundamentalmente me gusta esto, que te gusta a ti.
»Pude ver que se crispaba mirando por encima de mí, como diciendo: “No tienes remedio; no te me acerques demasiado; no me preguntes lo que yo te pregunto: ¿estás contento?”.
»Mis recuerdos son demasiado claros, demasiado agudos; las cosas debieran gastarse en los bordes y lo irresoluto debería suavizarse. De ese modo, hay escenas tan cerca de mi corazón como fotos en un marco; sin embargo, son retratos monstruosos que ningún artista ni ninguna cámara jamás lograrán; y, una y otra vez, veo a Claudia al borde del piano, la última noche en que Lestat tocaba, preparándose a morir; y la cara de Claudia cuando él la provocaba, esa contorsión que de inmediato se convertía en una máscara; la atención le podría haber salvado la vida a Lestat si, de hecho, estaba muerto de verdad.
»Algo se acumulaba en Claudia, algo que se revelaba lentamente al testigo menos predispuesto del mundo. Tenía una nueva pasión por los anillos y brazaletes, nada propia de una niña. Su espalda pequeña y derecha no era la de una niña y, a menudo, ella entraba delante de mí en pequeñas boutiques y señalaba con un dedo imperioso un perfume o unos guantes, y los pagaba ella misma. Nunca me alejaba mucho y siempre me sentía incómodo, no porque temiera algo en esa inmensa ciudad, sino porque le tenía miedo a ella. Siempre había sido la “niña perdida” para sus víctimas, la “huérfana”, y ahora parecía algo diferente, algo corrompido y sorprendente a los transeúntes que sucumbían ante ella. Pero esto frecuentemente era privado; yo me quedaba una hora rastreando alrededor de la esculpida mole de Notre-Dame o sentado en el carruaje junto al parque.
»Y entonces, una noche, cuando me desperté en la cama lujosa del hotel, sobre un libro aplastado incómodamente debajo de mí, descubrí que se había ido. No me animé a preguntar a los criados si la habían visto. Nuestra costumbre era no prestarles atención; no teníamos nombre para ellos. La busqué por los corredores, por las calles adyacentes, incluso en el salón de fiestas, donde me dio un miedo inexplicable cuando pensé que estaba allí sola. Pero, por último, la vi llegar al recibidor, con su cabello brillando bajo su bonete debido a la lluvia, una niña que aparecía corriendo como después de una picara escapada, encendiendo los rostros de los hombres y mujeres mientras subía por la gran escalera y me pasaba como si no me hubiera visto. Una imposibilidad, una extraña y graciosa pose.
»Cerré la puerta cuando se quitaba la capa con un revoloteo de gotas doradas, y se sacudía el pelo. Las cintas de su bonete cayeron a los costados y sentí gran alivio al ver el vestido infantil, aquellas cintas y algo maravillosamente agradable en sus brazos, una pequeña muñeca. Unida quizá con alambres debajo de su vestido flotante, sus pequeños pies sonaron como una campana.
»—Es una señora muñeca —me dijo mirándome—. ¿Ves? Una señora muñeca. —Y la puso en el armario.
»—Así parece —susurré.
»—La hizo una mujer —dijo ella—. Hace muñecas infantiles, todas iguales; tiene una tienda de muñecas y yo le dije que quería una muñeca adulta.
»Sus palabras eran provocadoras, misteriosas. Tomó asiento con los rizos empapados mojándole la frente mientras hablaba de esa muñeca.
»—¿Sabes por qué la hizo para mí? —me preguntó.
»Deseé que la habitación estuviera en sombras para poder retirarme de aquel círculo cálido de juego superfluo, hacia la oscuridad; deseé no estar sentado en la cama como en un escenario iluminado, mirándola delante de mí y en los espejos, con sus mangas anchas.
»—Porque eres una niña hermosa y ella quiso hacerte feliz —dije con una voz extraña hasta para mí mismo.
»Se rió en silencio.
»—Una niña hermosa —dijo mirándome—. ¿Todavía piensas que lo soy? —preguntó; y se le volvió a oscurecer el rostro y volvió a juguetear con la muñeca; sus dedos empujaron el pequeño borde del vestido hasta los pechos de porcelana—. Sí, me parezco a sus muñecas; yo soy su muñeca. La deberías ver en esa tienda, agachada sobre sus muñecas, cada una con la misma cara, los mismos labios.
»Se tocó los labios. Algo pareció moverse de repente, algo dentro de las mismas paredes de la habitación y los espejos temblaron con su imagen como si la tierra hubiera suspirado debajo de sus cimientos. Los carruajes temblaron en las calles, pero estaban demasiado distantes. Y entonces vi lo que estaba haciendo su figura aún infanticlass="underline" en una mano tenía a la muñeca; la otra, en sus labios. Y la mano que tenía la muñeca la estaba aplastando, aplastando y rompiendo, hasta que quedó hecha un montón de porcelana que cayó de su mano abierta y sangrante sobre la alfombra. Movió el diminuto vestido y produjo una lluvia de partículas rotas y yo desvié la mirada y luego la vi en el espejo inclinado frente al fuego, con sus ojos estudiándome de arriba abajo. Se movió por ese espejo en mi dirección y yo me encogí en la cama.