»Y allí estábamos con todo ese gentío de mortales; las puertas del auditorio se abrieron y un joven se nos acercó y señaló las escaleras por encima de los hombros de la gente. Teníamos un palco, uno de los mejores, y si la sangre no había oscurecido por completo mi piel ni había convertido a Claudia en una niña humana, este ujier no pareció percatarse de ello o no le importó. De hecho, sonrió con mucha amabilidad cuando abrió las cortinas que daban a las dos sillas delante de la barandilla de metal.
»—¿Crees que tienen esclavos humanos? —me preguntó Claudia.
»—Lestat nunca confió en los esclavos humanos —le contesté. Observé que se llenaban los asientos; contemplé los sombreros maravillosamente floreados que navegaban ahí debajo, por las filas de butacas de seda. Los hombros blancos brillaban en la amplia curva de los palcos, alejándose de nosotros; los diamantes centelleaban a la luz de las lámparas.
»—Recuerda: sé astuto esta vez —me susurró Claudia con su rubia cabeza gacha—. Eres demasiado caballeroso.
»Se apagaban las luces, primero en los palcos y luego a lo largo de las paredes de la planta baja. Un grupo de músicos se habían colocado ya frente al escenario. Y al pie del largo telón de terciopelo, el gas parpadeó, luego ganó intensidad y la audiencia retrocedió como envuelta por una nube gris en la cual sólo brillaban los diamantes sobre las muñecas, los cuellos y los dedos. Y un murmullo descendió como una nube gris hasta que todo el sonido se concentró en una única tos persistente. Luego, el silencio. Y el ritmo lento de una pandereta. A la vez, se oyó la aguda melodía de una flauta de madera que parecía seleccionar el agudo toque metálico de la pandereta y que la conjugaba en una melodía fantasmagórica y medieval. Entonces, el sonido de las cuerdas subrayó a la pandereta. Y la flauta subió y, en esa melodía, expresó algo melancólico, triste. Esa música tenía encanto, y toda la audiencia pareció acallada y en comunión, como si la música de esa flauta fuera una cinta luminosa que se desenrollaba en la oscuridad. Ni siquiera cuando se levantó el telón se rompió el silencio. Las luces se encendieron y el escenario no pareció un escenario sino un lugar en un denso bosque; la luz relumbraba sobre los troncos naturales de los árboles y en la espesura de las hojas, debajo del arco de oscuridad que reinaba más arriba, y a través de los árboles se podía ver lo que parecía una ribera baja y de piedra y, más allá, las aguas luminosas del río. Ese mundo tridimensional estaba creado por una pintura en una fina pantalla de seda que se movía suavemente debido a una débil ráfaga de aire.
»Unos aplausos recibieron a la ilusión, reuniendo adherentes de todas partes del auditorio hasta que consumó su breve crescendo y desapareció. Una figura oscura y arropada avanzaba por el escenario de árbol en árbol, tan rápidamente que, cuando salió a las luces dio la sensación de aparecer mágicamente en el centro; un brazo salió relampagueante de su capa para mostrar una guadaña de plata y el otro una máscara en la punta de un fino palo sobre el rostro invisible, una máscara que mostraba el rostro deslumbrante de la Muerte, una calavera pintada.
»Hubo murmullos entre el público. Era la Muerte de pie ante la audiencia, con la guadaña en alto; la Muerte al borde de un bosque tenebroso. Y algo en mí reaccionó de igual manera que en la audiencia, no con miedo sino de una manera humana, ante la magia de ese frágil decorado pintado, ante el misterio del mundo allí iluminado, el mundo en el que se movía aquella figura con su ondulante capa negra, con la gracia de una gran pantera, provocando esos murmullos, esos gemidos, esos susurros reverentes.
»Y entonces, detrás de esa figura cuyos mismos gestos parecían poseer un poder cautivante como el ritmo de la música con que se movía, aparecieron otras figuras por los costados. Primero, una anciana, muy encorvada y gacha, con su pelo gris como el musgo, sus brazos colgando con el peso de una gran canasta llena de flores. Sus pasos lentos se arrastraban por el suelo y su cabeza se sacudía con el ritmo de la música y los pasos saltarines del Maldito Segador. Y entonces retrocedió cuando lo vio y, lentamente, depositó su canasta y puso las manos juntas como si estuviera en oración. Parecía muy cansada. Poco a poco, fue dejando caer la cabeza hasta apoyarla sobre las manos, como si durmiera y las extendió hacia él, en súplica. Pero cuando él se le acercó y se agachó para mirarla directamente a la cara, que estaba ensombrecida debajo de sus cabellos, dio un paso atrás y movió las manos como para refrescar el aire. De forma vacilante, se produjeron algunas risas tímidas entre la concurrencia. Pero cuando la anciana se levantó y salió atrás de la Muerte, las risas resonaron abiertamente.
»La música aceleró su ritmo mientras la anciana perseguía a la Muerte por todo el escenario hasta que, al final, se apoyó en la oscuridad de un viejo tronco metiendo su máscara bajo un brazo como un pájaro. Y la anciana, perdida, derrotada, recogió su canasta mientras la música se ajustaba a sus pasos lentos. Y ella se fue del escenario.
»No me gustó. Ni me gustaron las risas. Pude ver que entraban otras figuras en el escenario, que la música orquestaba sus gesticulaciones y que un montón de mendigos y mutilados, con muletas y vestidos con trapos grises, se acercaban a la Muerte, quien giró y escapó de uno con un súbito arqueamiento de la espalda, del otro con un gesto femenino de disgusto, de todos ellos finalmente con una cansada muestra de aburrimiento y apatía.
»Fue entonces cuando me di cuenta de que la mano blanca y lánguida que hacía esos gestos cómicos no estaba pintada. Era una mano de vampiro la que hacía reír al público. Una mano de vampiro fue la que levantó entonces la calavera sonriente, cuando el escenario quedó vacío. Y entonces ese vampiro, todavía con la máscara tapándole el rostro, adoptó de forma maravillosa la posición de descansar su peso contra un árbol pintado en la seda, como si se estuviera durmiendo plácidamente. La música lo acompañó como el canto de los pájaros, lo arrulló como el paso del agua; y el foco, que lo centraba en un círculo amarillo, se hizo más pálido y casi se desvaneció mientras él dormía.
»Otro rayo de luz traspasó el telón de fondo y pareció fundirlo para revelar a una joven de pie y solitaria al fondo del escenario. Era majestuosamente alta y estaba coronada por una voluminosa masa de cabellos dorados. Pude sentir el temor de la audiencia cuando pareció flotar en la luz y el bosque lúgubre creció y ella pareció perdida entre los árboles. Estaba perdida, y no era una vampira. Las manchas de su camisa y de su falda sucia no eran de pintura de decorado, nada había tocado su cara perfecta, que ahora miraba a la luz, tan hermosa y finamente cincelada como la cara de una virgen de mármol. Su pelo era un velo aureolado. No podía ver en la luz, aunque todos la podíamos ver a ella. Y el gemido que dejaron escapar sus labios pareció emitir un eco por encima del cántico agudo y romántico de la flauta, que era un tributo a su belleza. La figura de la Muerte se despertó de pronto en su pálido rayo de luz y se dio vuelta para contemplarla tal como la había visto el público. Y estiró su mano libre con reverencia.