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»Ojalá pudiera describir su manera de hablar, cómo, cada vez que hablaba, parecía salir de un estado contemplativo parecido al que a mí me inducía y que tanto esfuerzo me costaba evitar; y, sin embargo, jamás se movía y parecía siempre alerta. Esto me distrajo al mismo tiempo que me atrajo con fuerza, y del mismo modo en que atraía esa habitación, su simpleza, su rica y cálida combinación de elementos esenciales: los libros, el escritorio, las dos sillas al lado del fuego, el ataúd, los cuadros. El lujo de las habitaciones del hotel me pareció vulgar, peor aún, absurdo al lado de esa habitación. Yo lo comprendí todo, salvo el chico mortal, a quien no entendí en absoluto.

»—No estoy seguro —dije, incapaz de quitar los ojos del horrible Satán medieval—. Tendría que saber de qué provienes…, de quién provienes. Si vienes de otros vampiros… o de otra parte.

»—De otra parte… —dijo—. ¿Qué significa de otra parte?

»—¡Eso! —dije señalando el cuadro medieval.

»—Eso es un cuadro —dijo.

»—¿Nada más?

»—Nada más.

»—Entonces, Satán… ¿Algún poder satánico te ha dado el poder como jefe o como vampiro?

»—No —respondió con calma, con tanta calma que me fue imposible saber lo que pensaba de mis preguntas; si es que las consideraba en absoluto; si las pensaba del modo en que yo consideraba que lo haría.

»—¿Y los otros vampiros?

»—No —dijo.

»—Entonces, ¿nosotros no somos… —me agaché hacia adelante—, no somos las criaturas de Satán?

»—¿Cómo podríamos ser las criaturas de Satán? —preguntó—. ¿Crees que Satán creó al mundo?

»—No, creo que lo creó Dios, si es que lo creó alguien. Pero Él debe haber creado también a Satán y quiero saber si somos sus criaturas.

»—Exacto, y, en consecuencia, si crees que Dios creó a Satán, debes percatarte de que todo el poder de Satán proviene de Dios, y que Satán es simplemente una criatura de Dios, por lo que nosotros también somos criaturas de Dios. En realidad, no existen las criaturas de Satán.

»No pude ocultar mis sentimientos ante sus palabras. Me apoyé en el respaldo de cuero, contemplé ese pequeño grabado del demonio, liberado por el momento de cualquier sensación de obligación por la presencia de Armand, perdido en mis propios pensamientos, en las implicaciones irrefutables de su lógica.

»—Pero, ¿por qué te preocupa eso? Seguramente lo que te digo no te sorprende —dijo—. ¿Por qué permites que te afecte?

»—Permíteme que te lo explique —empecé a decir—. Sé que eres un vampiro maestro. Te respeto. Pero soy incapaz de igualar tu serenidad. Sé lo que es, pero no la poseo y dudo de que jamás la logre. Lo acepto.

»—Comprendo —dijo—. Lo observé en el teatro; tu sufrimiento, tu simpatía por aquella muchacha. Vi tu simpatía por Denis cuando te lo ofrecí; te mueres cuando matas, como si sintieras que se merezca morir, y te refrenas en todo. Pero ¿por qué, con esa pasión y ese sentido de la justicia, quieres llamarte hijo de Satán?

»—Soy un demonio —contesté—, tan demonio como cualquier otro vampiro. He matado una y otra vez y lo haré nuevamente. Acepté a ese chico, Denis, cuando me lo ofreciste, aunque no pude saber si iba a sobrevivir o no.

»—¿Por qué crees que eso te hace tan demonio como cualquier otro vampiro? ¿Acaso no hay categorías del mal? ¿Es acaso el mal una gran sima peligrosa en la que uno cae con el primer pecado y se desploma a las profundidades?

»—Sí, creo que sí —le dije—. No es lógico, tal como tú lo enuncias. Es oscuro, es vacío. Y no tiene ningún consuelo.

»—Pero tú no estás siendo justo —dijo con una primera señal de expresión en la voz—. Sin duda alguna, atribuyes muchos niveles y gradaciones al bien. Existe el bien de la inocencia de un niño y está el bien del monje que ha abandonado todo a los demás y vive una vida de privaciones y servicio. El bien de los santos, el bien de las amas de casa. ¿Es todo lo mismo?

»—No, pero se iguala en que es infinitamente diferente del mal —le contesté.

»Yo no sabía que pensaba esas cosas. Las dije entonces como si fueran mis pensamientos. Y eran mis sentimientos más profundos que tomaban una forma que jamás podrían haber tomado de no haberlos dicho de esa manera en una conversación con un tercero. Pensé que tenía una mente pasiva, en cierto sentido. Quiero decir que mi mente sólo podía expresarse, formular ideas, sobre esa base de nostalgias y de dolor cuando era tocada por otra mente; fertilizada por otra, profundamente excitada por otra mente y llevada a formar conclusiones. Entonces sentí el más raro y agudo alivio de la soledad. Con facilidad, pude imaginar y sufrir ese momento de años antes, en otro siglo, cuando estuve al pie de la escalera de Babette; sentí la frustración perpetua y metálica de todos los años con Lestat; y luego ese cariño perdido y apasionado por Claudia que había hecho retroceder a la soledad detrás de la suave indulgencia de los sentidos, los mismos sentidos que añoraban el crimen. Y vi la cima desolada de la montaña del este de Europa donde me había enfrentado con aquel vampiro sin inteligencia y lo había matado en las ruinas del monasterio. Y fue como si la gran nostalgia femenina de mi mente volviera a despertarse para ser satisfecha. Y la sentí, pese a mis propias palabras:

»—Pero es oscuro, es vacío. Y no tiene ningún consuelo.

»Miré a Armand, a sus grandes ojos castaños en ese rostro rígido y eterno que me miraba como a un cuadro; y sentí la lenta oscilación del mundo físico que había sentido en el salón de los murales, el empuje de mi antiguo delirio, el despertar de una necesidad tan terrible que la misma promesa de su satisfacción acarreaba la insoportable posibilidad de la desilusión. Y, no obstante, allí estaba la cuestión, la cuestión horrible, antigua y obsesionante del mal.

»Creo que me llevé las manos a la cabeza como hacen los mortales cuando tienen una gran preocupación y se cubren instintivamente la cara y acarician el cráneo como si pudieran penetrar los huesos y masajear el órgano viviente y aliviarle su dolor.

»—¿Y cómo se logra ese mal? —me preguntó—. ¿Cómo cae uno en desgracia y en un instante es tan violento como los tribunales de la Revolución o el más cruel de los emperadores romanos? Simplemente, ¿se debe perder un domingo de misa o morder la hostia consagrada? ¿O robar un pedazo de pan… o dormir con la esposa del vecino?

»—No… —dije—, no.

»—Pero si el mal no tiene gradaciones y existe, ese estado de maldad sólo necesita un único pecado. ¿No es eso lo que aseguras? Que Dios existe y…

»—No sé si Dios existe. Y, por lo que sé…, no existe.

»—Entonces el pecado no tiene importancia —dijo él—. Ningún pecado alcanza el mal.

»—Eso no es verdad. Porque si Dios no existe, nosotros somos las criaturas de mayor conciencia del universo. Sólo nosotros comprendemos el paso del tiempo y el valor de cada minuto de vida humana. Y lo que constituye el mal, el verdadero mal, es el asesinato de una sola vida humana. No tiene la menor importancia que un hombre pueda morir mañana o pasado mañana o con el tiempo… Porque si Dios no existe, esta vida…, cada segundo de la misma…, es lo único que tenemos.

»Se recostó en el respaldo y guardó silencio por el momento; sus grandes ojos se entornaron y fijaron en las profundidades del fuego. Ésa fue la primera vez, desde que se había acercado a mí, en que desviaba la mirada, y me encontré observándolo sin que me viese. Durante largo rato, se sentó de ese modo, y pude sentir sus pensamientos, como si fueran palpables en el aire como humo. No los leía, ¿comprendes?, pero sentía su poder. Parecía tener una aureola, y, aunque su rostro era muy joven, yo sabía que eso no significaba nada, parecía ser infinitamente viejo y sabio. No lo podría definir, porque no podría describir de qué modo las líneas juveniles de su cara y sus ojos expresaban inocencia y, al mismo tiempo, edad y experiencia.