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»—Nosotros nos mezclamos con la noche —dijo—. Tenemos un resplandor funéreo.

»Y entonces, poniendo su mejilla contra la de Claudia, se rió para amenguar su crítica; y Celeste también se rió, así como Santiago, y la habitación cobró vida con el tintineo sobrenatural de sus risas: las veces sobrenaturales que repiqueteaban contra las paredes pintadas y avivaban las débiles llamas de las velas.

»—Ah, pero hay que cubrir estos rizos —dijo Celeste, jugueteando con el pelo rubio de Claudia. Y entonces me di cuenta de algo que era absolutamente obvio: todos se habían teñido de negro sus cabellos con la excepción de Armand. Y eso era lo que junto a las negras vestimentas daba la perturbadora impresión de que éramos estatuas del mismo cincel y de las mismas pinceladas. No puedo decir cuánto me impresionó ese hecho. Pareció tocar algo en mi interior, algo que yo no podía averiguar del todo.

»Me encontré mirando uno por uno los espejos angostos y observando a todos por encima de sus hombros. Claudia brillaba como una joya; lo mismo le sucedería a ese chico mortal que dormía en la habitación de abajo. Tomé conciencia de que los encontraba opacos de una manera espantosa: opacos, todos opacos dondequiera que yo mirara; sus brillantes ojos de vampiros se repetían, su ingenio era opaco como una campana de latón.

»Únicamente el conocimiento que necesitaba distrajo esos pensamientos.

»—Los vampiros del este de Europa… —dijo Claudia—, esas criaturas monstruosas, ¿qué relación tienen con nosotros?

»—Unos espectros —contestó suavemente Armand desde lejos, jugando con sus perfectos oídos sobrenaturales, que podían oír lo que era más mudo que un susurro. La habitación quedó en silencio—. Su sangre es diferente, vil. Aumentan como nosotros, pero sin habilidad ni cuidado. En los viejos tiempos…

«Abruptamente dejó de hablar. Pude ver su rostro en el espejo. Estaba extrañamente rígido.

»—Cuenta de los viejos tiempos —dijo Celeste, con su voz chillona con un tono humano. Había algo sórdido en su voz.

»Y entonces Santiago también habló con tono provocador:

»—Sí, cuéntanos de los aquelarres y de las hierbas que nos harían invisibles —sonrió—. ¡Y de las cremaciones en la estaca!

»Armand fijó sus ojos en Claudia.

»—Cuídate de estos monstruos —dijo, y sus ojos, de forma deliberada, pasaron de Celeste a Santiago—. Estos espectros te atacarán como si fueras humana.

»Celeste se estremeció, murmurando algo con desprecio; una aristócrata hablando de primos vulgares que llevaban el mismo nombre. Pero yo miraba a Claudia, cuyos ojos parecían tener las mismas brumas que antes. De repente, apartó la vista de Santiago.

»Las voces de los otros volvieron a oírse, como si conferenciaran entre ellos sobre las muertes de esa noche, describiendo este o aquel encuentro sin un indicio de emoción; los desafíos a la crueldad surgían de vez en cuando como relámpagos de luz blanca: un vampiro alto y delgado estaba arrinconado por una inútil narración de vida humana, carente de espíritu, que le impedía hacer lo más entretenido que se podía hacer en ese momento. Era simple, opaco, de palabra lenta, y caía en largos períodos de silencio estupefacto, como si, casi ahíto de sangre, se pudiera meter ya en el ataúd y permanecer allí. Y, no obstante, seguía escuchando, mantenido por la presión de su grupo anormal, que había hecho de la inmortalidad un círculo de conformistas. ¿Cómo lo habría averiguado Lestat? ¿Había estado con ellos? ¿Por qué se había ido? Nadie había imperado sobre Lestat; él había sido el amo de su pequeño círculo, ¡pero cómo habrían elogiado su inventiva, su juego felino con las víctimas! Y la “pérdida”…, esa palabra, ese valor que había tenido suprema importancia para mí como vampiro novato y que tantas veces había escuchado: Tú “perdiste” la oportunidad de matar a ese niño; tú “perdiste” la oportunidad de asustar a esa vieja o enloquecer a aquel hombre, lo que habría logrado una pequeña prestidigitación.

»La cabeza me daba vueltas. Un común dolor de cabeza humano. Deseé alejarme de esos vampiros. Únicamente la figura distante de Armand me clavaba en el sitio pese a sus advertencias. Ahora parecía remoto, aunque a menudo sacudía la cabeza y pronunciaba unas pocas palabras aquí y allí, de modo que parecía formar parte de ellos; y su mano se levantaba ocasionalmente de la garra de león de su silla. Mi corazón latió cuando lo vi de esa manera; vi que nadie había pescado su mirada cuando me encontré con ella y nadie la encontraba de tanto en tanto como yo. No obstante, se mantuvo distanciado de mí y sólo sus ojos retornaban a mí. Su advertencia seguía resonando en mis oídos; sin embargo, la descarté. Me quería ir del teatro y allí estaba reuniendo una información que, como mínimo, me era inútil e infinitamente aburrida.

»—Pero, entre vosotros, ¿no existe el crimen, algún delito máximo? —preguntó Claudia. Sus ojos violetas estaban fijos en mí, incluso en el espejo, cuando me encontraba de espaldas a ella.

»—¿Un delito? ¡El aburrimiento! —gritó Estelle y señaló a Armand con su dedo blanco; él se rió un poco con ella desde su distante posición al otro lado de la habitación—. ¡El aburrimiento es la muerte! —gritó ella, y mostró sus colmillos de vampira, de modo que Armand se llevó la lánguida mano a la frente en un gesto teatral de pánico y condena.

»Pero Santiago, que observaba con las manos a la espalda, intervino:

»—Un delito —dijo—: Sí que lo hay; un delito por el cual buscaríamos a otro vampiro hasta darle muerte. ¿Os podéis imaginar de qué se trata? —Miró a Claudia, luego a mí y volvió al rostro imperturbable de Claudia—. Vosotros deberíais saberlo, ya que sois tan misteriosos acerca del vampiro que os creó.

»—¿Por qué? —preguntó ella, abriendo los ojos apenas y las manos aún inmóviles sobre las piernas.

»Un murmullo se oyó en la habitación, primero en un rincón luego en todo el recinto. Y todos los rostros se dirigieron a Santiago, que permaneció con las manos a la espalda, de pie frente a Claudia. Sus ojos brillaron cuando se percató de que tenía la palabra. Y entonces, vino en mi dirección, se puso detrás de mí y, con una mano sobre mi hombro, dijo:

»—¿Acaso tú no sabes de qué crimen se trata? ¿No te lo dijo tu maestro vampiro?

«Haciéndome dar vuelta lentamente con esas manos intrusas y ya conocidas, me tocó el corazón levemente siguiendo el ritmo de sus palabras.

»—Es el delito que significa muerte para cualquier vampiro que lo cometa. ¡Se trata de matar a tu propia especie!

»—¡Aaah! —exclamó Claudia, y se puso a reír a carcajadas; caminó por la sala con su vestido de seda, a pasos firmes; me tomó de la mano—. Me temía que fuera haber nacido, como Venus, de la espuma. ¡Como nos pasó a nosotros! ¡Un maestro vampiro! Vamos, Louis, vamos —me dijo y me hizo un gesto para que la siguiera.

»Armand se reía. Santiago quedó en silencio. Y fue Armand quien se puso de pie cuando llegamos a la puerta.

»—Seréis bienvenidos mañana por la noche. Y la noche siguiente.

»Pienso —siguió contando el vampiro, tras una pausa— que contuve la respiración hasta que llegamos afuera. Caía la lluvia y toda la calle parecía triste y desolada, pero hermosa. Volaban unos pocos pedazos de papel en el viento; un carruaje brillante pasó con el ruido pesado y rítmico de los cascos de los caballos. El cielo era de un violeta pálido. Caminé rápidamente con Claudia a mi lado. Cuando se cansó de mis largos pasos, me la puse en los brazos.