»—Te pido que los mantengas alejados de nosotros —le dije cuando llegué a la puerta, pero no pude volver la mirada; ni siquiera quise la suave intrusión de su voz.
»—No te vayas —dijo.
»—No tengo otra posibilidad.
»Yo ya estaba en el pasillo cuando lo sentí tan próximo a mí que me quedé atónito. Estaba a mi lado, sus ojos a la altura de mis ojos y en su mano tenía una llave que puso en la mía.
»—Aquí hay una puerta —dijo, señalando el fondo a oscuras que yo pensaba que era nada más que una pared—. Y una escalera que da a la calle lateral que sólo uso yo. Vete por aquí y podrás evitar a los otros. Estás ansioso y ellos se darían cuenta —agregó. Me di la vuelta para irme de inmediato, aunque cada poro de mi cuerpo me pedía que me quedara—. Pero déjame que te diga lo siguiente —dijo, y levemente posó la palma de su mano contra mi corazón—: Usa el poder interior que tienes. ¡No lo rechaces más! ¡Usa ese poder! Y cuando te vean arriba en la calle, usa ese poder para hacer una máscara de tu rostro, y cuando los mires a ellos, o a cualquiera, piensa: cuidado. Lleva esa palabra como si fuera un amuleto que te hubiera dado para que lo uses atado al cuello. Y cuando tus ojos se crucen con los de Santiago o con los ojos de cualquier otro vampiro, dile amablemente lo que se te ocurra, pero piensa en esa palabra y en esa palabra únicamente. Te hablo de esta forma simple porque sé que tú respetas la sencillez. Tú la comprendes. Ésa es tu fortaleza.
»Me llevé la llave y no recuerdo haberla puesto en la cerradura ni haber subido los escalones; o dónde estaba o lo que él hizo, salvo que, cuando pisé la oscura calleja detrás del teatro, le escuché decirme en voz muy baja en algún sitio cerca de mí:
»—Ven aquí, a mí, cuando puedas.
»Eché una mirada a mi alrededor y no me sorprendió no verlo. En algún momento, también me había dicho que no abandonara el Hotel Saint-Gabriel, que no debía darles a los otros un solo indicio de la culpabilidad que ellos buscaban.
»—¿Ves? —me dijo—, matar a otros vampiros es algo muy excitante y por eso está prohibido, bajo pena de muerte.
»Y entonces me pareció despertar: a las calles de París brillantes con la lluvia, a los edificios cerrados para constituir otra vez una sólida pared oscura a mis espaldas, y a que Armand ya no estaba allí.
»Y aunque Claudia me esperaba, aunque pasé por el hotel y vi las ventanas iluminadas, y ella, una figura diminuta, estaba de pie entre flores de pétalos de cera, me alejé de la avenida; dejé que me tragaran las calles más tenebrosas, como lo habían hecho con tanta frecuencia aquellas calles de Nueva Orleans.
»No se trataba de que yo no la amara; más bien fue que la quería mucho y que mi pasión era tan grande como la pasión por Armand. Y ahora escapé de ambos, dejando que el deseo de matar creciera en mí como una fiebre esperada, una conciencia amenazadora, un dolor amenazador.
»De entre la bruma que siguió a la lluvia, apareció un hombre y caminó hacia mí. Puedo recordarlo como caminando en un paisaje de ensueño, porque la noche a mi alrededor era oscura e irreal. Ese lugar podría haber estado en cualquier parte del mundo y las luces suaves de París eran un resplandor amorfo en la niebla. Con los ojos hundidos y borracho, él caminaba ciegamente a los brazos de la misma muerte, y sus dedos vivos se extendieron para tocar los huesos de mi rostro.
»Yo aún no estaba en el límite, todavía no sentía una sed desesperada. Le podría haber dicho: “Pasa”. Creo que mis labios formaron la palabra que me había dicho Armand: “Cuidado”. Y, sin embargo, le permití que me pasara sus brazos borrachos por la cintura; cedí ante sus ojos adoradores, ante la voz que me rogaba que me dejase pintar, y que habló con cariño del olor rico y dulce de los óleos que manchaban su camisa abierta. Lo seguí a través de Montmartre y le susurré:
»—Tú no eres un miembro de los muertos.
»Me guió por un jardín descuidado, a través de las hierbas fragantes y mojadas y se rió cuando le dije:
»—Estás vivo, vivo…
»Su mano me tocó las mejillas, la cara, y por último el mentón, mientras me guiaba hacia la luz del portal bajo y su cara enrojecida se iluminó súbitamente con la luz de la lámpara y el calor cuando se cerró la puerta.
»Vi los grandes globos chispeantes de sus ojos, las diminutas venas rojas que llegaban a los centros oscuros, la mano cálida que hacía arder mi hambre helado cuando me guió hasta la silla. Entonces, en todas partes vi rostros brillantes, caras que se elevaban por encima del humo de las lámparas, o de las ascuas de la cocina; una maravilla de colores en telas que nos rodeaban bajo el techo bajo e irregular; un brillo de belleza que latía y palpitaba.
»—Siéntate, siéntate… —me dijo, con esas manos febriles sobre mi pecho, estrechadas por las mías, pero apartándose, mientras crecía en mí el hambre en oleadas.
»Luego lo vi a distancia, con los ojos concentrados, la paleta en una mano, la tela enorme oscureciendo el brazo que se movía. Y sin pensar e indefenso, me quedé allí sentado, descansando con sus pinturas, descansando con esos ojos adoradores, dejando que todo continuara hasta que recordé los ojos de Armand, y Claudia, que corría por aquel pasillo de piedra y se alejaba con pasos resonantes, se alejaba de mí…
»—Estás vivo —murmuré.
»—Huesos —me contestó—. Huesos…
»Y los vi amontonados, sacados de esas fosas de Nueva Orleans tal corno están allí, puestos en cámaras detrás del sepulcro para poder poner otros en esos angostos espacios. Sentí que se me cerraban los ojos; el hambre se me transformó en agonía, y mi corazón clamó por un corazón vivo; entonces sentí que se me acercaba, con las manos extendidas hacia mi cara…, ese paso fatal, ese impulso fatal. Un suspiro se escapó de mis labios.
»—Sálvate —susurré—. Cuidado.
»Entonces algo sucedió en el resplandor húmedo de su rostro, algo desangró las venas rotas de su frágil piel. Se separó de mí y se le cayó el pincel de las manos. Me puse de pie sintiendo los dientes contra los labios, sintiendo que se me llenaban los ojos con los colores de su cara, mis oídos llenos con su grito apagado, mis manos llenas con esa carne firme, rebelde hasta que lo acerqué a mí, indefenso, y le rasgué la carne y tuve la sangre que le daba vida.
»—Muere —susurré cuando lo dejé en libertad de movimientos, con su cabeza apoyada en mi abrigo—, muere —insistí, y sentí que luchaba por levantar la cabeza y mirarme. Y volví a beber y él volvió a removerse hasta que, por último, se dejó caer, sin fuerzas, espantado y próximo a la muerte, al suelo. No obstante, no cerró los ojos.
»Me puse ante su tela, debilitado, en paz, mirando sus vagos ojos grises, mis propias manos rosadas, mi piel tan lujosamente cálida.
»—Soy un mortal nuevamente —dije—. Estoy con vida. Con tu sangre, recupero la vida.
»Cerró los ojos. Me apoyé en la pared y me encontré contemplando mi propio rostro.
»Lo único que había hecho era un boceto, una serie de líneas negras que, sin embargo, formaban mi cara y mis hombros a la perfección. Y el color ya había comenzado con manchones y pinceladas: el verde de mis ojos, la blancura de mis mejillas. Pero, ¡qué horror el contemplar mi propia expresión! Porque él la había captado perfectamente y allí no había nada de horror. Esos ojos verdes me miraban desde esa forma apenas bocetada con una inocencia simple, con la sorpresa inexpresiva de ese deseo todopoderoso que él no había comprendido. El Louis de hacía cien años, perdido y escuchando el sermón del sacerdote en la misa, con los labios abiertos e inmóviles, el cabello despeinado y una mano cerrada sobre las rodillas. Un Louis mortal. Creo que me reí y me llevé las manos a la cara, y me reí casi hasta el punto de tener los ojos llenos de lágrimas; y cuando bajé los ojos, allí estaba la mancha de las lágrimas mezcladas con la sangre humana. Ya había comenzado en mí el impulso del monstruo que había matado y que volvería a matar, que ahora recogía la pintura y se aprestaba a irse con ella de la pequeña casa, cuando, súbitamente, el hombre se levantó del suelo con un gruñido animal y se aferró a mis botas, con sus manos resbalando por el cuero. Con un espíritu colosal que me desafiaba, alcanzó la pintura y la agarró con fuerza con sus manos blancuzcas.