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—¿La arregló? —preguntó el muchacho.

—Jamás tendría que haber empezado con seres humanos. Pero eso fue algo que luego tuve que aprender solo. Lestat me llevó directamente a los pantanos una vez que se fue la policía y los esclavos estuvieron en sus casas. Era muy tarde y las cabañas de los esclavos estaban totalmente a oscuras. Pronto dejamos atrás las luces de Pointe du Lac y yo me puse muy nervioso. Era lo mismo nuevamente: miedos recordados, confusión. Lestat, de haber tenido la más mínima inteligencia, me podría haber explicado las cosas con paciencia y buenos modos: que no debía sentir miedo al pantano, que era absolutamente invulnerable a los insectos y a las serpientes, que me debía concentrar en mi nueva capacidad de ver en la oscuridad. En cambio, me ponía nervioso con exigencias. Únicamente se interesaba en nuestras víctimas y en terminar mi iniciación lo antes posible.

»Y cuando, por último, llegamos a las víctimas, me instó a que actuara. Se trataba de un pequeño campamento de esclavos escapados. Lestat los había visitado antes y quizás había exterminado a una cuarta parte de ellos espiando desde la oscuridad hasta que alguno se alejaba del fuego, o bien atacándolos durante el sueño. No sabían nada de la presencia de Lestat. Tuvimos que esperar más de una hora antes de que uno de los hombres —eran todos hombres— se alejara del descampado y penetrara unos pasos en el bosque. Se desabrochó los pantalones y se puso a hacer una simple necesidad física. Cuando se dio vuelta para irse, Lestat me sacudió y dijo:

»—Cógelo.

El vampiro sonrió ante los ojos atónicos del entrevistador.

—Pienso que sentí tanto horror como te sucedería a ti —dijo—. Pero entonces no sabía que podía matar animales en vez de humanos. Le dije rápidamente que no podía hacerlo. Y el esclavo me oyó hablar. Se dio vuelta, de espaldas a la fogata distante, y miró en la oscuridad. Luego, rápida y silenciosamente, sacó un largo cuchillo de su cintura. Estaba desnudo, salvo por los pantalones y el cinturón; era un hombre joven, alto, de fuertes brazos y aspecto ágil. Dijo algo en su francés patois y entonces dio un paso adelante. Me di cuenta de que aunque yo lo podía ver claramente en la oscuridad, él no nos podía ver. Lestat se puso detrás de él con una rapidez que me sorprendió, y lo agarró del cuello mientras le inmovilizaba el brazo izquierdo. El esclavo lanzó una exclamación y trató de librarse de Lestat. Éste le hundió los dientes y el esclavo se inmovilizó como picado por una serpiente. Cayó de rodillas y Lestat se alimentó rápidamente mientras los demás esclavos se acercaban corriendo.

»—Me enfermas —me dijo cuando regresó a mi lado. Era como si fuésemos insectos negros totalmente disimulados en la noche, observando el movimiento de los esclavos, quienes, ignorantes de nuestra presencia, descubrieron el cadáver, lo arrastraron y se desplegaron por el bosque, buscando al atacante.

»—Vamos, tenemos que capturar otro antes de que regresen al campamento —dijo. Y, rápidamente, nos lanzamos en pos de un hombre que se había separado de los demás. Yo aún estaba terriblemente agitado, convencido de que no podría atacarlo, y sin sentir ninguna necesidad de hacerlo. Había muchas cosas, como te digo, que Lestat podría haber hecho y dicho. Podría haber enriquecido mi experiencia de muchas maneras, pero no lo hizo.

—¿Qué podría haber hecho? —preguntó el muchacho—. ¿Qué quiere decir?

—Matar no es una acción común —dijo el vampiro—. Uno no se sacia simplemente con sangre. —Sacudió la cabeza—. Seguro que es la consideración de que se trata de la vida de otro; y, a menudo, la experiencia de la pérdida de esa vida por medio de la sangre, lentamente. Es una y otra vez la experiencia de la pérdida de mi propia vida, la que experimenté cuando le chupé la sangre a Lestat de la muñeca y sentí que su corazón latía junto al mío. Es una y otra vez la celebración de esa experiencia —dijo esto con la máxima seriedad, como si discutiera con alguien que opinaba otra cosa—. Creo que Lestat jamás vivió eso, aunque no sé cómo pudo ser así. Quizá lo vivió algo, pero muy poco, según creo, de lo que tendría que haber vivido. En cualquier caso, no se molestó en hacerme recordar lo que yo había sentido cuando me aferré a su muñeca y no quise dejarla; ni tampoco en elegir un sitio donde yo pudiera experimentar mi primer ataque con alguna medida de tranquilidad y dignidad. Salió disparado hacia lo primero que encontró, como si tuviera algo detrás empujándolo a hacer las cosas lo antes posible. Una vez que hubo atrapado al esclavo, lo atenazó y le descubrió el cuello.

»—Hazlo —dijo—. Ahora no puedes echarte atrás.

»Abrumado por la repulsión, obedecí. Me arrodillé al lado del hombre agachado, que trataba, inútilmente, de defenderse. Le puse ambas manos en los hombros y me lancé a su cuello. Mis dientes apenas empezaban a cambiar y tuve que rasgarle la piel y no agujerearla; pero, una vez que hice la herida, la sangre brotó. Y una vez que eso sucedió, una vez que estuve bebiendo…, todo lo demás desapareció.

»Lestat y el pantano y el ruido del campamento distante no significaron nada. Lestat podría haber sido un insecto, zumbando, brillando y desapareciendo. El acto de chupar me hipnotizó; la cálida lucha del hombre tranquilizaba la tensión de mis manos y, de vuelta, reapareció el sonido del tambor, sólo que esta vez perfectamente al unísono con el sonido de mi corazón. Los dos resonaban en cada fibra de mí ser, hasta que el sonido empezó a volverse cada vez más lento y cada uno era un suave retumbar que parecía que iba a continuar hasta el infierno. Me estaba extasiando, y entonces Lestat me arrancó de mi sopor:

»—¡Está muerto, imbécil! —dijo con su encanto y tacto característicos—. ¡No puedes beber cuando están muertos! ¡Tenlo en cuenta!

»Me puse frenético un instante, fuera de mí, e insistí en que el corazón del hombre aún latía, y yo ardía de ganas de volver a libar su sangre. Le pasé las manos por el pecho y lo tomé de las muñecas. Le habría mordido las muñecas si Lestat no me hubiese levantado y dado una bofetada. El golpe fue sorprendente. No fue doloroso del modo común. Fue un choque sensacional, de otra especie; un golpe en las sensaciones, de manera que me confundí y me encontré indefenso y con los ojos abiertos, de espaldas contra un ciprés y la noche lanzando sus insectos contra mis oídos.

»—Morirás si haces eso —dijo Lestat—. Te llevará a la muerte si te aferras a él en la muerte. Y ahora has bebido demasiado. Te pondrás enfermo.

»Su voz rechinaba. De pronto sentí la necesidad de atacarlo, pero empecé a sentirme mal. Tenía un dolor demoledor en el estómago, como si un remolino me chupara las entrañas desde adentro. Era la sangre que pasaba demasiado rápido a mi propia sangre, pero yo no lo sabía. Lestat se movió en la noche como un gato y yo lo seguí con la cabeza palpitando. El dolor en el estómago continuaba cuando llegamos a Pointe du Lac.

»Cuando nos sentamos en la sala, Lestat se puso a jugar un solitario sobre la madera pulida de la mesa y yo me quedé mirándolo con desprecio. El murmuraba tonterías. Me acostumbraría a matar, decía; no sería nada. No debía derrumbarme. Reaccionaba demasiado, como si mi parte “mortal” no se hubiera ido. Me acostumbraría a todo en un santiamén.

»—¿Lo crees? —le pregunté por último. Yo realmente no tenía interés en su respuesta. Comprendí las diferencias que había entre ambos. Para mí, la experiencia de matar había sido un cataclismo. Lo mismo que chuparle la muñeca a Lestat. Esas experiencias me abrumaron tanto y cambiaron de tal modo mi opinión sobre todo lo que me rodeaba, desde la imagen de mi hermano que colgaba de la pared de la sala hasta la visión de una sola estrella por la ventana, que no me podía imaginar que otro vampiro las tomase como cosas de todos los días. Yo había sufrido una alteración permanente; lo sabía. Y lo que sentí más profundamente por todas las cosas, incluso por el sonido de las barajas que eran alineadas allí, frente a mí, era respeto. Lestat sentía lo contrario. O no sentía nada. Era de una calaña de la que no se podía sacar nada de calidad. Tan aburrido como un mortal, tan superficial e infeliz como cualquier mortal; parloteaba encima de su juego de naipes, rebajando mi experiencia, completamente bloqueado para la más mínima posibilidad de tener experiencias propias. A la mañana siguiente me di cuenta de que yo era su completo superior y que me había engañado miserablemente al tenerlo como maestro. Debía guiarme por las lecciones necesarias, si había alguna lección verdadera, y yo debía tolerar en él una mentalidad que era blasfema con la misma vida. Sentí desprecio. Únicamente tenía hambre de experiencias nuevas, de todo lo que era tan hermoso y devastador como mi muerte. Y vi que si iba a sacar el máximo provecho de la experiencia ahora disponible, debía concentrar todo mi poder de aprendizaje. Lestat no servía para nada.