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– ¿Qué demonios ha sido? -le gritó Didier desde el fondo de la pared de hielo.

– Me alegra que tú también lo hayas oído -dijo Jack.

– Me ha parecido que provenía de la otra vertiente de la montaña. ¿Qué ha sido?

– Yo creo que venía de más al norte.

– Tal vez ha sido un alud.

– Entonces tiene que haber sido un alud gigantesco -comentó Jack.

– A esta altitud siempre lo son.

– Puede que haya sido un meteorito.

Jack oyó que Didier se reía.

– Mierda -exclamó Didier-. Lo que nos faltaba. Por si esto no fuera ya bastante peligroso, el Altísimo ha querido también arrojarnos piedras.

Jack se apartó de la pared de hielo echando el cuerpo hacia atrás y, apoyándose en el arnés, miró hacia arriba, hacia el saliente enorme de hielo que pendía sobre él.

– Me parece que todo va bien -gritó.

A su mente acudió una imagen de las deyecciones de un alud que él y Didier habían visto esparcidas al pie del pico en el que se encontraban. Una advertencia desagradable del peligro al que tanto él como su compañero canadiense estaban expuestos.

– Bueno, supongo que muy pronto lo sabremos -añadió en voz queda.

La semana anterior a su llegada al Santuario del Annapurna, adonde habían ido con el objetivo de planear la escalada en ensemble ligera a la montaña que por altitud es la décima del mundo, y a su pico gemelo prohibido, una expedición alemana, mucho más numerosa e importante que la de ellos, pereció sepultada bajo un ingente alud que se desprendió de la pared meridional del Lhotse, el impresionante y sombrío pico que está unido al Everest por el famoso collado. Fallecieron seis hombres. Según uno de los sherpas que había presenciado el accidente, les cayó encima un serac de varios centenares de toneladas de hielo sólido.

Jack, con el fin de evitar un desprendimiento similar de hielo, había trazado un recorrido por la ladera, pero ahora se hallaba justo debajo de una zona realmente peligrosa: un enorme bloque de hielo duro pegado a la roca tan sólo por una fina capa de escarcha.

Si se desprende, se dijo, estamos acabados. Para desterrar de su mente la amenaza del peligro, halló una distracción: pugnó por recordar el nombre del héroe griego condenado por Zeus a subir eternamente a la cima de una colina una piedra gigantesca sin conseguirlo jamás porque, cuando estaba a punto de llegar a la cima, el peso de la piedra le obligaba a retroceder y ésta se precipitaba al fondo una vez más. ¿Cómo se llamaba?

Justo en el momento en que se preguntaba por el nombre del héroe, de la cima del saliente se desprendió un montón de nieve polvo que, como un espectro, voló hasta reunirse con los restos de una nube que avanzaba por el cielo límpido e inmaculado. Jack sintió que la nieve le salpicaba la cara y le refrescaba como unas gotas de agua de colonia aplicada con un vaporizador. Se pasó la lengua por los labios agrietados que la nieve había refrescado y humedecido, levantó el piolet y se dispuso a tallar otro asidero, para seguir la peligrosa ruta que había trazado mentalmente y que le conduciría hasta un lugar seguro en el que estaría a resguardo de la amenaza del desprendimiento de hielo.

Se detuvo cuando de la cima del picacho cayeron, como si de diminutos y ruidosos lemmings blancos se tratase, cientos de fragmentos de nieve y de hielo; al cesar el aluvión, advirtió que la sangre le martilleaba otra vez en la cabeza.

– Sísifo -murmuró Jack al recordar el nombre del héroe griego, al tiempo que terminaba de cavar el punto de apoyo para la mano-. Se llamaba Sísifo.

Una eternidad de segundas oportunidades. Eso es lo que parecía. El bloque de hielo sólo se desprendería una vez. Una vez nada más. El último descenso del hombre. Mortal. Metió un largo de cuerda por el ollado del tornillo y alzó el piolet.

– Cuanto antes salga de este perro sitio, mejor.

Los oídos volvían a jugarle malas pasadas. Esta vez tenía la sensación de haberse quedado sordo. Jack dejó lo que estaba haciendo y repitió la última frase que había pronunciado, pero fue como si hubieran aspirado todos los sonidos. Sintió la vibración de las palabras en su boca pero no oyó nada, como si se hubiera formado un vacío que le impidiera oír cualquier ruido que se produjera en aquel picacho de hielo. Le hacía pensar a uno en la calma total que precede a una tempestad en el mar, y la sensación de que se cernía una amenaza era angustiosa.

Miró hacia abajo y llamó a Didier, pero una vez más su grito se lo tragó el vacío, al tiempo que se mezclaba con un ruido retumbante y prolongado. Un segundo después, la montaña se sacudió de encima miles de toneladas de nieve y de hielo tapando el cielo azul bajo la cascada helada y tenebrosa de un gigantesco alud.

Envuelto por un cúmulo enorme de nieve sofocante y de asfixiante vapor, Jack sintió que era arrojado del altar rocoso de la montaña.

Cayó y cayó durante unos minutos que se le hicieron eternos.

Atrapado en el vientre de la ballena blanca del alud, completamente aislado del mundo exterior, con los sentidos anulados, era incapaz de sentir la velocidad, la aceleración y el peligro, y sólo percibía una fuerza abrumadora y elemental. Era como si el invierno lo tuviera en sus garras. Formando un todo con el frío, al chocar contra el suelo se derretiría y desaparecería. Para siempre.

Casi tan abruptamente como se había desencadenado, la dirección del alud cambió y, al sentir una creciente presión en su cuerpo, Jack, instintivamente, se puso a nadar. Braceaba, movía las piernas y luchaba por subir a una superficie imaginaria.

Después todo quedó quieto, a oscuras y en silencio.

Nada le impedía mover las piernas, pero de cintura para arriba estaba cubierto de nieve. Haciendo un esfuerzo por retroceder, Jack se desplomó en una superficie rocosa. Estuvo varios minutos tendido, inmóvil, aturdido y deslumbrado por la nieve. Descubrió que podía mover los brazos y poco a poco fue quitándose la nieve que le cubría la nariz, la boca, las orejas y los ojos. Miró a su alrededor y advirtió que se hallaba en una especie de fisura: era una grieta grande y horizontal en la pendiente escarpada del glaciar. La nieve bloqueaba la entrada a la fisura, pero Jack dedujo, por la luz que se filtraba por ella, que no estaba a demasiada profundidad.

La cuerda seguía ciñéndole la cintura y atravesaba el montón de nieve que obstruía la salida. Con gran esfuerzo consiguió arrodillarse y tiró fuerte de la cuerda. Pero, aunque podía avanzar a rastras por el suelo, supo que Didier había perdido la vida. Que él siguiera vivo le parecía ya un verdadero milagro.

Tras tirar varias veces frenéticamente de la cuerda, apareció el cabo deshilachado. Se arrastró hasta la boca de la fisura y asomó la cabeza. Una ojeada a la masa de hielo y nieve acumulados en la pendiente que había más abajo confirmó sus peores temores. La avalancha había sido impresionante. Había arrasado la parte inferior del glaciar, desde los seis mil metros hasta el campamento base situado en la cima del riñón, a unos cinco mil metros de altitud. Las probabilidades de que los sherpas que se hallaban en él hubieran sobrevivido eran escasas. Lo más seguro era que hubieran corrido la misma suerte que Didier.

Jack advirtió que el alud, sin saber cómo, lo había arrojado hasta el borde de la fisura. Si hubiera caído desde otro ángulo, el impacto de la dureza del borde inferior hubiera sido mortal. Pero afortunadamente la fisura lo había protegido de la deyección de hielo letal que ahora hacía irreconocible el trayecto realizado desde la pared norte hasta el riñón y el campamento I.

Jack, aturdido por las náuseas y a la vez maravillado de haber salido ileso del accidente, se sentó y fue quitándose la nieve y el hielo que se le habían metido por dentro del anorak y de los pantalones, mientras reflexionaba sobre qué debía hacer. Calculó que estaba a unos ciento cincuenta metros del campamento II, que se hallaba al pie de la pendiente escarpada. Habían levantado el campamento, que estaba a cinco mil doscientos metros, justo en el lugar en el que la pendiente sobresalía por encima del glaciar, de modo que cabía una remota posibilidad de que la pared hubiera protegido a los dos sherpas del alud, aunque lo más probable era que se hallaran sepultados bajo la nieve y el hielo a una profundidad mucho mayor de la que estaba él.