Выбрать главу

Jack volvió a la entrada de la fisura con el cráneo en las manos. Miró dentro de la repleta mochila y decidió que, si se iba a llevar el cráneo, debía dejar algo a cambio. Pero ¿qué? No podía dejar el saco de dormir. Ni el botiquín. Ni los calcetines, ni las raciones de supervivencia que llevaba para consumir en el campamento avanzado, ni la Nikon F4.

Empezó a vaciar la mochila.

Cogió de pronto una botella de whisky de malta Macallan medio vacía. Aparte del hecho de que a él y a Didier les gustaba beber whisky, esta bebida es un tratamiento para la congelación más eficaz que los vasodilatadores como el Ronicol.

La escalada en roca y en hielo en montañas de gran altura es una de las escasas ocasiones en las cuales las propiedades medicinales del alcohol justifican un buen trago. Y en aquel momento se trataba de una emergencia.

Jack se sentó en el suelo de la fisura, descorchó la botella y se dispuso a bebérsela a la salud de su amigo.

DOS

Salud a la trucha arco iris verde…

Robert Lowell

India.

Sonó el teléfono.

Pakistán.

Volvió a sonar el teléfono y el hombre se movió en la cama.

En las últimas semanas, cuando sonaba el teléfono por la noche, la mayoría de las veces era por algún motivo relacionado con el agravamiento del conflicto que había estallado entre estos dos antiguos enemigos.

El hombre se incorporó, encendió la luz de la mesilla de noche, cogió el auricular y se apoyó en la cabecera tapizada de la cama. Echó una rápida ojeada al reloj, en la ciudad de Washington eran las cuatro y cuarto de la madrugada. Pero sus pensamientos estaban a dieciséis mil kilómetros de allí. Pensó que en el subcontinente indio debía de ser primera hora de la tarde de un día no sólo caluroso sino también caliente a causa de la postura mantenida por los jefes de Estado de la India y de Pakistán y la posibilidad, espantosa de imaginar, de que uno de ellos decidiera que la mejor manera de ganar una guerra no declarada era emprender un ataque nuclear preventivo.

– Perrins -dijo bostezando, aunque estaba totalmente despierto, y es que la cena a la que había asistido en el Sequoia, el yate presidencial, mientras navegaba por las aguas del río Potomac, le había provocado una pesada indigestión.

Escuchó atentamente la voz lúgubre que hablaba desde el otro lado del hilo telefónico por la línea blindada y gruñó unas palabras.

– De acuerdo -dijo-. Dentro de media hora estoy ahí. Colgó el teléfono y soltó un reniego en voz baja. Su mujer estaba despierta y lo miraba con cara de preocupación.

– ¿No habrá…?

– No, gracias a Dios no -la cortó con las piernas bamboleando fuera de la cama-. Al menos no de momento, pero tengo que ir al despacho de todos modos. Un asunto que «requiere urgentemente mi presencia».

Ella se destapó.

– No es preciso que te levantes -le dijo él-. Quédate en cama.

Pero ella se levantó y se puso apresuradamente un albornoz.

– Ya me gustaría, cariño -repuso-. Qué mal me sentó la cena. Me parece que vuelvo a estar en estado. Y avanzado, además. -Se dirigió a la cocina-. Voy a preparar un poco de café.

Perrins se fue arrastrando los pies hasta el cuarto de baño y se duchó con agua helada. El agua fría y el café serían el único tonificante que iba a recibir su cuerpo aquel día, al igual que había sucedido el día anterior.

Al cabo de quince minutos estaba ya vestido y había salido al porche colonial de ladrillo rojo. Le dio un beso a su mujer al despedirse y se metió en el asiento trasero del Cadillac negro que le habían mandado desde el despacho para recogerlo.

Recorrieron un tramo de la autovía Henry G. Shirley Memorial en dirección norte sin que el conductor ni el guardia armado que iba sentado delante abrieran la boca durante el trayecto. Aquellos dos hombres, las clásicas personas de rango inferior que no inician una conversación a menos que primero les dirijan la palabra, eran militares y habían sido el chófer y el guardaespaldas de Perrins durante aquel año. Sabían que cuando se va a asistir a una reunión en el Pentágono al alba, se tiene la cabeza llena de preocupaciones y no se está para hablar sobre el tiempo o lo bien que jugaron los Redskins en el último partido disputado.

Justo al sur del cementerio nacional de Arlington, en el punto en el que la autovía se desvía hacia el este, surgió ante ellos la estructura familiar de cemento del edificio de oficinas más grande del mundo. A Perrins le parecía muy apropiado que el Departamento de Defensa de Estados Unidos estuviera situado en un lugar desde donde podían verlo los norteamericanos que habían muerto en las guerras.

El Cadillac se detuvo frente a una de las numerosas entradas del Pentágono, y Perrins bajó del vehículo y se dirigió al edificio. A veces pensaba que en el Pentágono el número cinco era clave: había cinco alas, cinco pisos, cinco vestíbulos concéntricos y un patio central de cinco acres. Quién sabía si cuando llegara habría ya, sentados detrás de sus escritorios, cinco mil trabajadores de los veinticinco mil que trabajaban en el Pentágono, aunque fueran las cinco de la madrugada. Desde luego, daba la impresión de que en el edificio había mucho movimiento.

La NRO estaba ubicada en el departamento 4C956 y, si bien oficialmente no existía, la Oficina de Sistemas Espaciales, nombre por el que también se la conocía a veces, era fácil de encontrar: 4 indicaba el cuarto piso; C, el anillo C: el anillo A daba al patio central, mientras que el anillo C se hallaba en el centro; 9 hacía referencia al pasillo nueve, y 56 era el número del conjunto de despachos.

Perrins fue directamente a la sala de juntas, en la que estaban reunidos varios hombres y mujeres que, si bien algunos se distinguían por el uniforme que vestían, tenían todos la misma expresión ceñuda en el rostro; esperaban la llegada del director de la NRO, Bill Reichhardt, que entró en la sala escasos segundos después de Perrins.

Reichhardt, un hombre de elevada estatura, delgado y de pelo entrecano que vestía un traje oscuro, tomó asiento a la cabeza de la mesa, le sonrió brevemente a Perrins y saludó con un movimiento de cabeza a un asistente cuyos hombros caídos, calva reluciente, gafas y manos unidas en actitud reverente le conferían el aspecto de un devoto sacerdote suplicante que estuviera a punto de rogarle al Altísimo que bendijera aquella reunión.

– Bien, Griff -dijo Reichhardt con voz ronca subiéndose el cuello del jersey y tapándose la nuez de Adán, como si en su garganta hubiera algo más que enfurecimiento porque le hubieran obligado a levantarse de la cama-. Te escuchamos.

El asistente de aspecto sacerdotal se aclaró la garganta y empezó a hablar:

– No me cabe duda de que todos los aquí presentes están al corriente de los datos que ha facilitado esta noche el complejo de rastreo situado en el monte Cheyenne -dijo-. En los informes que tienen ante ustedes encontrarán todos los detalles. Señoras y señores, tengo que decirles que tanto el Centro de Control de Misiones noruego de Tromso como el CCM francés de Toulouse nos han confirmado la situación.

– Dios mío -exclamó uno de los asistentes-. ¿Y se sabe por qué?

– De momento no hemos podido recabar más información.

– Griff -intervino uno de los uniformes de las fuerzas navales-, ¿cuál es el grado de confidencialidad de este material?

– Hay que tener en cuenta que se trata de información de alto secreto.

Se refería a la más secreta de todas las clasificaciones del gobierno de Estados Unidos, que se le da a los asuntos extremadamente confidenciales y de auténtico alto secreto.

– ¿Qué opción tenemos? -preguntó un militar.

Reichhardt alzó la vista, que tenía clavada en un bloc de notas, y enarcó las cejas.

– ¿Qué opinas, Griff? ¿Se te ocurren soluciones inteligentes?

– Yo propondría un reconocimiento aéreo a baja altura, señor. Deberíamos enviar a la zona algunos U-2R que la sobrevolaran día y noche.