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»¿Acaso no quieren transformar al hombre en un consumidor omnívoro, siempre insatisfecho? Compro, luego existo: éste es el horizonte hacia el que todos -dóciles como ovejas- nos dirigimos, pero nuestra meta no es el redil sino el abismo; la idolatría está siempre al acecho en el corazón del hombre.

»Catástrofes inimaginables nos esperan a la vuelta de la esquina. ¿Cómo se puede pensar en tocar el corazón del átomo, en manipular el ADN y aún seguir hacia delante, como si nada? Mientras todos bailan con los auriculares en las orejas y los ojos cerrados por éxtasis artificiales veo, cada día más cercanos, los centelleos del final.»

Una abubilla caminaba delante de nosotras haciendo oscilar su penacho.

«¿Y no se podría hacer nada?», pregunté.

Miriam se volvió hacia mí y me miró con atención un buen rato, en silencio -¿de qué profundidad provenía la luz de sus ojos?-, y luego dijo: «está claro que habría que arrepentirse, abrir el corazón y la mente a Su palabra. Expulsar los dioses que desde hace demasiado tiempo se sacian en nuestro corazón. En lugar de las leyes del ego habría que observar las leyes de la alianza».

«¿Pero no es la ley una jaula?»

«Oh, no», sonrió, «la ley es el único camino en que el amor puede crecer…».

Un maullido interrumpió mis recuerdos: a la puerta de la capilla se había asomado una gata flaquísima, la cola fina como un lápiz, que a mi llamada empezó a ronronear aceptando con una expresión extasiada las caricias debajo de la barbilla.

Fuera, el sol había superado el cenit y dentro de la capilla el aire era sofocante. Antes de salir, rocé con delicadeza la piedra en la que estaba grabado tu nombre para después pasar a la de mi madre, con sus dos fechas -el breve tiempo de los años que vivió.

La gata me siguió hacia la salida y después desapareció detrás de una lápida. Las únicas flores que resistían con dignidad en los jarrones eran las de plástico, todas las demás colgaban exhaustas por el fuerte calor; en torno a los grifos se amontonaban decenas de avispas arremetiendo furiosamente las unas contra las otras mientras aguardaban esperanzadas una gota.

Antes de abandonar el cementerio me volví una última vez para contemplar la parte más alta (que albergaba también el cementerio judío y el otomano): todos vosotros -tú, mi madre, mi padre- estabais ahí mientras ante mí se abría el espacio desconocido de la vida; para bien y para mal, me habéis enseñado mucho: de alguna manera vuestros errores constituían una riqueza para mí.

De regreso a casa, seguí limpiando.

Abrí todas las ventanas para que se fuera el olor a cerrado, la luz de verano entraba con prepotencia para iluminar la penumbra de las habitaciones. Entré en la tuya para coger sábanas limpias. El armario de la ropa de casa estaba en perfecto orden, quién sabe por qué razón había escapado al furor de tu enfermedad: aún estaban repartidas las bolsitas de lavanda que tantas veces te había visto hacer con gran habilidad. Cuando alargué el brazo para coger las sábanas de lino de tu ajuar, las que tenían las iniciales bordadas, vi puesto encima un sobre grande amarillo. Para ti, habías escrito con mano insegura.

Nunca lo había visto: ¿desde cuándo estaba allí? ¿Desde antes de la enfermedad o desde el período en que lo dejabas todo a medias, desde cuando tus acciones, por razones desconocidas, también para ti, de repente tomaban otro rumbo? Lo abrí y vi que contenía un cuaderno gordo con las tapas de flores: en ese momento no me sentía preparada para afrontar lo que podía contener; así, lo puse sobre la mesa de la cocina y continué con la limpieza hasta el anochecer.

Mientras trabajaba con brío, ese día, tomé dos decisiones importantes. La primera tenía que ver con el perro: al día siguiente iría a la perrera para escoger uno porque no soportaba el jardín vacío; y la segunda concernía a mi futuro: en otoño me inscribiría en la universidad para estudiar ciencias forestales porque por fin había comprendido lo que quería hacer el resto de mis días: ocuparme de los árboles.

Cuando bajó el calor, empecé a regar el jardín. El rosal estaba al final de su floración y no parecía haber sufrido demasiado por mi lejanía, mientras las hortensias estaban más bien maltrechas: las regué un buen rato lanzando, de vez en cuando, el chorro al aire para verlo transformarse en una llovizna dorada.

Al terminar cogí una tumbona y, con tu cuaderno en una mano y un zumo de naranja en la otra, me instalé en medio del césped.

En la primera página, arriba a la izquierda, estaba escrito Opicina, 16 de noviembre.

Era tu caligrafía, ordenada y regular, que conocía desde siempre.

«Hace dos meses que te fuiste», así empezaba, «y desde hace dos meses, salvo una postal en la que me comunicabas que todavía estabas viva, no he tenido noticias tuyas…».

Susanna Tamaro

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