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Caminabas sin parar, con ritmo frenético, ibas y venías por la casa, salías y entrabas del jardín, sin tregua, incluso por la noche (cosa que no habías hecho nunca), subiendo y bajando las escaleras, abriendo y cerrando cajones; a veces me daba la impresión de que tenía en casa un ratón bailarín, esos ratones que, por una anomalía genética, corren siempre dando vueltas, tic tic tic tic tic tic.

Tus pasos cruzaban mis noches.

Un par de veces me levanté y te aferré los hombros -eran delgados, frágiles- sacudiéndote: «¿Qué estás buscando?»

Me miraste fijamente con suficiencia casi altanera.

«¿No comprendes? Trato de defenderme.»

Una mañana, al amanecer, ya vestida y con paso seguro, te fuiste al pueblo, a las ocho el tendero te encontró inmóvil delante de la puerta de su comercio.

«Quiero algo contra los extraterrestres», le dijiste cuando todavía no había levantado la verja.

Intentó calmarte inútilmente proponiéndote un producto contra las polillas -que lograría desanidarlos- o un líquido capaz de echar de las tuberías a cualquier intruso. Diste un puñetazo con tu pequeña mano en el mostrador, gritando: «¡Es una vergüenza!», y saliste como una furia.

Desde aquel día, cuando iba al pueblo a hacer la compra, cada vez con más frecuencia, me preguntaban con simulada indiferencia: «¿Cómo está tu abuela?»

4

En una casa abandonada el deterioro procede de manera lenta pero inexorable, el polvo se acumula, las paredes, sin calefacción, empiezan a absorber el frío del invierno y el calor del verano; sin la renovación de aire, el calor y la humedad transforman la casa en una sauna, los estucados se agrietan y caen en forma de polvo; al poco tiempo empieza también el mortero, se desprende de las paredes y cae al suelo con batacazos cada vez más consistentes, como cuando del tejado cae la nieve en el momento del deshielo. Mientras, por las ráfagas de viento o por algún gamberro aburrido, los cristales también acaban hechos añicos. Los cambios meteorológicos son ahora más potentes, lluvia y viento penetran sin barreras así como rayos encendidos y montones de hojas, papelajos, trozos de plástico, ramas, acompañados por todo tipo de insectos y de pájaros, de ratones y murciélagos; colonias de palomas anidan en el suelo, los abejorros construyen sus nidos en las vigas del techo, mientras que los murciélagos herradura encuentran más cómodas las lámparas; lo que queda del suelo lo corroen los excrementos y los dientes de los roedores se encargan de destruir lo demás.

Así, la que un día fue una bonita casa, es ahora un edificio habitado sólo por espectros, a nadie se le pasaría por la cabeza abrir esa puerta: demasiado peligroso, las continuas infiltraciones han podrido el forjado, basta un peso mínimo para caer al piso de abajo. El suelo se derrumba y arrastra consigo todo lo que un día fue la vida de la casa: se desploman uno tras otro muebles, jarrones, platos, vasos, macetas, álbumes de fotos, abrigos, zapatos, zapatillas, libros de poesía, fotografías de los nietos, recuerdos de viajes.

Durante aquellos largos meses, la imagen del deterioro de la casa estaba siempre presente en mi mente, visualizaba una habitación y después la veía derrumbarse, no de golpe sino poco a poco, como si a su alrededor la realidad tuviese otra consistencia -arenas movedizas o gelatina-. Las cosas caían pero, en lugar de estrellarse, eran engullidas por una nada silenciosa y en ese vacío se movían sólo los fantasmas, entraban y salían por las rendijas con la agilidad de las anguilas.

A lo largo de años, quizá décadas, los extraterrestres dormitaron en algún lugar de tu cerebro, probablemente salieron de un documental y entraron en tu cabeza, con sus piececillos con ventosas y su nariz-boca en trompeta, y allí permanecieron sin nunca dar señales de vida. Mientras tú cocinabas, hablabas, conducías el coche, leías libros, escuchabas música y recitabas poesías de memoria, esa pequeña colonia estaba allí pendiente en una especie de medio sueño esperando sólo que cedieran los goznes y que un golpe de viento más fuerte que los demás la liberara.

Sí, los extraterrestres-dibbuk fueron la señal de alarma. Debí preocuparme por esos primeros indicios, prepararme para la batalla, en cambio ni siquiera me puse una armadura, no podía imaginar que la guerrilla de casa se transferiría a otro frente, que ya no sería yo la que tendería las trampas sino un invisible enemigo que combatía en dos frentes.

Tenía que defenderte y defenderme a mí misma. Día tras día, tu memoria se derrumbaba como el forjado de la casa deshabitada.

Se derrumbaba y se poblaba de fantasmas.

En un momento dado, entre tú y yo había una gran multitud, vivíamos con esa funesta compañía, poniendo los pies sobre un suelo tan fino y transparente como el hojaldre.

Un par de meses después de la aparición de los extraterrestres llamé al médico y, para no alarmarte, fingí que era para mí.

Aquel día te comportaste de modo absolutamente normal, pusiste la mesa en el cenador del jardín, extendiste un bonito mantel y le ofreciste galletas y té frío al médico, tu viejo amigo. Él, como si nada, te hacía preguntas y tú le respondías contenta; después pasasteis a hablar de las inminentes vacaciones, de uno de sus nietos que estaba por llegar, y del mejor sistema para combatir el pulgón de los rosales, te habían dicho que la manera más económica y eficaz era la de rociarlos con el agua de colillas de cigarrillos remojadas.

«¡Claro!», comentó el médico, «si nos matan a nosotros, también matarán a los pulgones».

Te miraba y me sentía desconcertada. ¿Dónde habían ido a parar los indeseables habitantes de la cocina?

En el fondo del jardín, un mirlo reclamaba con insistencia su territorio, los mosquitos se aglomeraban sobre un parterre particularmente húmedo, mientras la luz del atardecer iluminaba sus alas, transformándolas en esquirlas doradas. Al pasar un ruidoso ciervo volante por encima de la mesa, te levantaste.

«Os dejo solos un momento, las hortensias tienen sed.»

Te seguimos en silencio con la mirada hasta el grifo; Buck te acompañaba, ladrándole a la manguera negra de plástico que reptaba por el suelo. ¿Jugaba? ¿Creía que te defendía? Quién sabe.

Una vez solos, no me costó convencer al médico de que esa calma, esa normalidad eran sólo aparentes. En las enfermedades que comprometen la memoria y la personalidad -me explicó-, al principio, existe un cierto control; inconscientemente, la persona se esfuerza ante los extraños en mantener el mismo comportamiento de siempre, es como si una especie de extraordinario pudor descendiera sobre ella para protegerla.

Habías tenido un ictus mientras yo estaba en América -¿acaso no me había enterado?, me preguntó él-, probablemente se había producido algún otro episodio isquémico, el cerebro tenía cada vez menos riego, el hipocampo empezaba a fallar; al principio, desaparecían los días, después los meses, los años, las voces y los rostros, era como si se subsiguieran los tsunamis: cada ola se llevaba un detalle, lo arrastraba hasta el mar abierto, al océano, a un lugar del que no era posible regresar. Las pocas cosas que podían resistir, las deformaba la violencia del impacto.

Estabas todavía regando las flores, veíamos tu silueta moverse a contraluz, sumergida en la llovizna luminosa de las gotitas de agua en suspensión.

«¿Se puede curar?», pregunté.

El médico abrió los brazos.

«Poco o nada. Sólo administrarle unos calmantes.»

«¿Y cuánto puede durar?»

«Hasta que el corazón aguante. Parece cruel, pero es así. La cabeza se va y el corazón resiste, puede latir durante años en un cuerpo que es como una concha vacía.»

Cuando acompañé al médico a la puerta, lo saludaste de lejos con la mano abierta, como una niña a punto de irse de excursión con el colegio.