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El día se terminó sin sorpresas. Después de haber regado el jardín, entraste en la casa y preparaste la cena. Por la ventana abierta entraba el aire de principio de verano, perfumado, tibio, cargado de esperanza. Hablamos de libros, querías volver a leer los Buddenbrook. «¿No es aburrido?», te pregunté. «¡En absoluto!», y te pusiste a hablarme del cervecero Permaneder, de su mujer y de todos los personajes que en esos años habían permanecido en tu mente.

Antes de ir a dormir nos dimos un beso de buenas noches, no lo hacíamos desde mucho antes de que me fuera a América.

En la cama pensé que quizá habías bromeado, que te habías divertido tomándome el pelo y ahora el juego se había terminado, y con ese pensamiento me dormí.

A la mañana siguiente me desperté de golpe, con tu cara furiosa encima de la mía: «¡Me has robado las zapatillas!»

Al cabo de unas semanas me encontré conviviendo con una persona completamente desconocida, habían desaparecido los extraterrestres pero los reemplazó la manía persecutoria.

Todo y todos conspiraban contra ti.

Una conjura de cuchicheos malévolos, de burlas a las espaldas, de continuos hurtos; desaparecían las zapatillas y la bata, se volatilizaban el bolso y el abrigo, desaparecían en la nada las llaves de la casa y las gafas; alguien había robado las cacerolas con las que querías cocinar y la comida que acababas de preparar; en la nevera no había huella de la compra y faltaba el jabón en el baño. De todos estos robos, y dado que los extraterrestres ya no estaban, era siempre y sólo yo la responsable, lo hacía únicamente para hacerte rabiar, para transformar tu vida en un infierno de pesquisas.

En la ferretería compraste numerosos candados y cadenas con los que lo atabas y cerrabas todo. Para no perder las llaves las habías ensartado en una larga cinta roja que te colgabas del cuello; ese tintineo continuo unido a las pisadas de tu infatigable caminar, es el ruido de fondo que me ha quedado de aquellos meses.

Me acusabas de las cosas más impensables y no sabía cómo defenderme, las pocas palabras que intentaba decir eran como un líquido inflamable, pocas gotas bastaban para hacerte explotar; estallabas entonces con furia, la mandíbula contraída, los ojos entornados, las manos delgadas que arañaban el aire; pasabas horas profiriendo maldiciones irrepetibles. Abrías y cerrabas los cajones, llevabas furtivamente las cosas de un sitio a otro aún más secreto. Abrías y cerrabas los armarios, la nevera, el horno. Subías y bajabas las escaleras. Abrías y cerrabas las ventanas, te asomabas de golpe para descubrir a alguien al acecho y lo mismo hacías con la puerta de entrada: estabas segura de haber visto a alguien, detrás de las jambas se escondían presencias que te escrutaban con maldad, había que combatirlas de manera implacable, anticipándose a ellas.

Para crear un mínimo de complicidad, te ayudaba a organizar las distintas estrategias de defensa; compré un silbato y te confié que era mágico, que tenía el poder de mantener alejadas a las entidades malignas. Me lo arrebataste de la mano, mirándome pasmada. «¿De verdad? ¿Funciona?», repetías con una especie de alivio agradecido.

En efecto, funcionó durante un tiempo.

Ahora, en la casa, al ruido de tus pasos, al tintineo de las cadenas se había añadido ese silbido agudo, acompañado puntualmente de los ladridos de Buck, molesto por la frecuencia demasiado aguda. En medio de esa sinfonía infernal ahora era yo la que vagaba como un fantasma. En los escasos momentos en los que cedías al sueño te contemplaba: te recogías en posición de defensa, los puños contraídos, los labios tensos, los músculos del rostro seguían moviéndose sin parar así como, debajo del sutil velo de los párpados, lo hacían los ojos.

Observaba tus facciones tratando de reencontrar la persona que me había criado. ¿Dónde estaba? ¿Quién era esa anciana que tenía delante? ¿De dónde había salido? ¿Cómo era posible que una persona razonable y amable se transformara en lo opuesto? Mezquindad, ira, desconfianza, violencia, ¿de dónde venía toda esa basura?, ¿la albergaba desde siempre dentro de sí o simplemente había logrado controlarla durante todos estos años y ahora, sin el freno inhibidor de la salud mental, manifestaba lo que siempre había deseado ser?, ¿o era de verdad un dibbuk, una entidad venida del exterior?, ¿existía la posibilidad de que este dibbuk entrara en mí también?

¿Y si, como sucede con ciertos robots de las películas de ciencia ficción, todos contenemos desde el principio -escondido entre la pía madre y la dura madre- un programa de autodestrucción? ¿Y quién pone en marcha el temporizador? ¿Quién establece los tiempos?

Nunca me había detenido demasiado sobre la cuestión de si el cielo estaba habitado o no por Alguien diferente a los extraterrestres, pero en esas largas tardes de otoño, por primera vez reflexionando sobre ello, me di una respuesta: el cielo está vacío o, si no lo está, la entidad que lo habita se desinteresa totalmente de lo que sucede en este mundo, se trata de alguien, en definitiva, que mientras creaba su juego se distrajo bastantes veces. ¿Cómo se puede explicar si no el hecho de que una persona pudiera contener una forma tan alta de deterioro?, ¿que en pocos meses quedara anulada una vida llena de dignidad y de inteligencia?, ¿que la memoria pudiera desaparecer así como por encanto? ¡Qué hipocresía había en los que hablaban de un Padre bueno! ¿Qué padre puede desear un destino similar para sus hijos?

A menudo, por la noche, para escapar del continuo repiqueteo de tus pasos, del silbato, del chirrido de las bisagras, me refugiaba en el punto más alejado del jardín.

Vista desde fuera, la casa parecía verdaderamente la nave de los fantasmas: te veía aparecer anunciada por el tintineo de las llaves y desaparecer como una sombra detrás de las ventanas iluminadas, mientras que de la carretera nacional llegaba el ruido de los camiones y resonaba el solitario ladrar de los perros de las casas diseminadas de la zona.

En las noches de viento, los pinos negros crujían por encima de mí como los palos de una nave.

Me quedaba allí acurrucada y finalmente podía llorar. Más que de dolor, de rabia; del llanto pasaba a las patadas, golpeaba los troncos con violencia, le daba puñetazos a la corteza hasta que me chorreaba la sangre por las muñecas. ¡Deja que me muera! Le gritaba al viento, levantando la voz para que se llevara mis palabras lejos, hacia lo alto. ¡Haz que se muera, llévatela, destrúyela, pulverízala! ¡Si no la quieres a ella, al menos tómame a mí! ¡Sí, si existes, Tú, allí arriba, haz que me muera! Después me tiraba al suelo y abrazaba a Buck que, asustado, movía la cola a mis pies.

Una mañana, tras despertarme de una de esas noches al raso, tuve el temor de que mi ruego hubiera sido atendido; había dormido más que de costumbre y al entrar en la casa sentí que flotaba una inaudita calma: ni pisadas, ni silbidos o ruido de cadenas, ni una imprecación, nada.

Tras unos minutos de incrédula espera, abrí con cautela la puerta de tu habitación, temiendo encontrar tu cuerpo; con el mismo temor registré todas las habitaciones: no había rastro de ti.

Bajé entonces al jardín seguida por Buck, pero no estabas entre las hortensias, ni en el leñero, ni tampoco en el fondo del garaje. No podías haber cogido el coche porque hacía tiempo que había hecho desaparecer las llaves, por lo tanto, si habías salido, lo habías hecho a pie, a pesar de que el abrigo estaba en su lugar, así como tu inseparable bolso.

Iba a ir a la policía para denunciar tu desaparición cuando sonó el teléfono: era el frutero, te había detenido mientras atravesabas un cruce, descalza y en combinación, y te había llevado a su tienda.

«Estamos en el túnel», repetías sin cesar. «¡Papá, mamá, estamos en el túnel, lo hemos logrado!»

Hacía algún tiempo que tu nueva obsesión eran los bombardeos, y los alemanes que llamaban a la puerta. Cuando me viste aparecer me recibiste con hostilidad, sin reconocerme. «¿Qué quiere de mí?» Sólo cuando me acerqué para decirte al oído que yo era la responsable de la defensa antiaérea, me diste la mano y me seguiste hasta la casa con la docilidad de una niña cansada.