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Ningún ser humano desea venir al mundo. Un buen día, sin que nos hayan consultado, nos encontramos en medio del escenario, algunos obtienen el papel de protagonista, otros son simples comparsas, otros salen de la escena antes de finalizar el acto o prefieren bajar y disfrutar del espectáculo desde la platea -reír, llorar o aburrirse, según el programa del día.

A pesar de esta evidente violencia, una vez nacidos nadie se quiere ir. Me parecía una paradoja: no pido venir al mundo, pero una vez aquí, ya no me quiero ir. ¿Cuál es entonces el sentido de la responsabilidad individual? ¿Soy yo el que escojo o soy escogido?

¿Es pues verdadero acto de voluntad -lo que diferencia al hombre de los animales- decidir cuándo marcharse? No escojo venir al mundo, pero puedo decidir cuándo decir adiós: no ha sido por mi voluntad que he bajado, pero sí lo será cuando suba.

¿Pero bajar y subir de dónde? ¿Hay un abajo y un arriba? ¿O sólo un vacío absoluto?

Después de tu muerte, la imagen que me volvía a la mente, en relación con la casa, era la de una caracola. Cuando aún no había cumplido los seis años, le compraste una para mí a un viejo pescador de Grado, aún recuerdo tu voz mientras me decías apoyándola en mi oreja: «¿Oyes?, es el ruido del mar…»

Permanecí a la escucha un momento y después, de golpe, estallé en uno de esos llantos tremendos e irrefrenables que te asustaban e irritaban a la vez.

«¿Por qué? ¿Qué sucede?», me repetías.

No lograba responderte, no podía decirte que lo que había ahí dentro no era el mar sino el lamento de los muertos, era su voz ese insólito soplo, invadía nuestras orejas con toda la violencia de lo inexpresado, de allí iba al corazón y lo aplastaba hasta hacerlo explotar. Antes, esa caracola había albergado a un gasterópodo (así como, durante muchas décadas, la casa del altiplano había sido la cáscara protectora de nuestra familia), más tarde un cangrejo o una estrella de mar lo habían devorado dejando el caparazón de carbonato de calcio vacío; el agua, insinuándose en su interior, lo había pulido hasta abrillantarlo como la madreperla y ahora, en sus relucientes curvas, ese canto resonaba sin parar.

Los habitantes de nuestra casa corrieron la misma suerte: habían muerto todos y el viento había pasado para limar todos sus recuerdos. Deambulaba, sola, entre las curvas en espiral y por momentos tenía la impresión de perderme en un laberinto. Otras veces, en cambio, comprendía que sólo ahí dentro, buscando, excavando y escuchando, podría llegar a encontrar estabilidad dentro de mí.

También el viento era una voz, transportaba los suspiros de los muertos, sus pasos y las cosas que entre ellos no se habían dicho.

Estando sola en esa casa, de paredes cada vez más lisas, cada vez más transparentes, comencé a pensar en la joven mujer de la fotografía envuelta en una nube de humo. Intentaba recordar el tono de su voz o el calor de su mano, algo que nos hubiese podido unir antes de su desaparición.

Quería saberlo todo de ella, pero ahora ya no tenía a nadie a quien hacerle preguntas. ¿Cómo era, quién era, qué gustos tenía y -quizá lo que más me apremiaba- por qué me había traído al mundo?

Empecé a llamarla vagando por las habitaciones vacías.

Me daba vergüenza pronunciar ese nombre, era como si te traicionara: durante veintidós largos años había repetido «abuela» y ahora, de repente, sólo quería decir «mamá».

GENEALOGÍAS

1

¿Quiénes son nuestros padres, qué hay detrás de esos rostros que nos han engendrado? Entre millones de personas sólo dos, entre centenares de millares de espermatozoides sólo uno. Antes de ser hijos de nuestra madre y de nuestro padre somos el resultado de millones de combinaciones y elecciones -hechas y no hechas- sobre las cuales nadie es capaz de arrojar luz. ¿Por qué razón ese espermatozoide y no el que está un poco más a la derecha? ¿Por qué sólo ése contiene las características que dan vida a la persona que se necesita? El recién nacido puede ser Leonardo o un fontanero o también un cruel asesino.

Y si verdaderamente todo está ya predispuesto como en el menú de un restaurante, si Leonardo debe convertirse en Leonardo y en nadie más, y lo mismo sucede con el asesino y el fontanero, ¿qué sentido tiene toda nuestra existencia? ¿Estamos realmente sólo hechos de piezas de una caja de montaje y, en cada caja, hay una cifra que determina el proyecto?

Puede que en el cielo alguien -como un ama de osa hacendosa- decida: para para hoy cuatrocientos fontaneros, unos ochenta asesinos y cuarenta y dos científicos.

O bien el cielo está vacío, como dicen muchos, y las cosas avanzan por una especie de movimiento perpetuo: la materia empezó a aglutinarse en un tiempo remoto y ahora ya no es capaz de detenerse y genera formas cada vez más complejas. Y es precisamente esta complejidad la que ha dado inicio a la gran ficción, la que quiere hacernos creer en alguien que está ahí arriba.

¿Por qué dos personas, que hasta hace pocas horas no se conocían, por un acto que no dura más de pocos minutos se convierten en nuestros padres? ¿Es éste nuestro destino, ser la mitad de uno y la mitad del otro, incluso si el azar nos manda en adopción al otro lado del mundo?

De todas maneras nosotros somos parte de ellos.

Ellos y sus padres y los padres de sus padres y aun más arriba, hasta cubrir las ramas de todo el árbol genealógico -la pasión por los insectos del abuelo, el amor por el canto de la bisabuela, la atracción por los negocios del tatarabuelo, el alcoholismo del otro abuelo, la voluntad de arruinarlo todo de los primos, el instinto suicida de un par de tíos, la obsesión por el espiritismo de una tía abuela-, todo está encerrado en nuestro interior como en una bomba de relojería: no somos nosotros los que ajustamos el temporizador, viene fijado desde el inicio sin que lo sepamos. La única sabiduría consiste en ser conscientes de que en nuestro interior -de un momento a otro- puede explotar algo incontrolado.

Así, un hombre y una mujer -de entre millones- en un momento determinado de sus vidas se encuentran y, tras un tiempo variable que va de unos cuantos minutos a una decena de años, se duplican en otra forma de vida.

Al inicio de ese acoplamiento, según los estudios más avanzados, se halla de nuevo el olfato, como en el caso de los pájaros migratorios.

De hecho, un ser humano comprende por el olfato que los gametos de la persona que tiene delante deberán unirse a los suyos. No hay un porqué ni un quizá sino sólo la ley de la vida que exige (según parece) que la calidad biológica predomine sobre cualquier otra.

Es pues el olfato lo que sugiere la cópula, porque este extraordinario sentido (sana herencia de nuestros antepasados) no falla la puntería y su tiempo es el imperativo: haz esto, haz aquello, sólo así tu descendencia brillará por mucho tiempo, como una estrella.

¿El olfato o la casualidad?

¿La especie mejor o la fragilidad de los seres humanos, con su inagotable e inexplicable necesidad de amor?

La única imagen que tengo de mi padre de joven -del que descubrí más tarde que era mi padre- es una fotografía de grupo. Está de pie al lado de mi madre, tienen un vaso en la mano como si estuvieran brindando -una reunión o una fiesta, no se sabe-, ella mira hacia arriba con la misma devoción de un perro que observa a su amo, el humo de su cigarrillo se mezcla con el humo que flota en la habitación. En el reverso, a lápiz, una fecha, marzo 1970.

La foto estaba mezclada con muchas otras de familia en una maleta grande de cartón cubierta por un par de alfombras. Encontré también muchas cartas, algunas atadas juntas con cintas de distinto color, otras metidas de cualquier manera en bolsas de plástico, junto a postales de Salsomaggiore, de Cortina, de las Pirámides, de Porretta Terme, billetes de tren, entradas de museos, participaciones de bodas y nacimientos, mensajes de pésame y en el fondo cuatro o cinco cuadernos y agendas que -a juzgar por las tapas- pertenecían a distintas épocas.